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Columna
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Lo que hay que hacer

Leila Guerriero

Hay que preguntarse si la libertad es ausencia de miedo o si el miedo es un sentimiento formidable. Es simple

Nadie sabe qué hacer, ¿verdad? Yo les voy a decir qué hacer. Tiene que ser sábado a la tarde. O sea, tiene que ser con esa actitud enarbolada, esa sensación de que en la noche sucederán cosas hiperbólicas y maravillosas, el corazón burbujeando de frivolidad, y entonces, una vez que se ha logrado esa actitud, hay que recordar aquella vez de mis 14 años cuando llegamos en casa rodante, el grupo familiar dislocado que éramos, todos un poco disfuncionales y raros, al norte de la Argentina (un día les contaré las primeras vacaciones que tuve después de años sin tenerlas, que no fueron en casa rodante sino en un camión Mercedes Benz 1114 en el que, entre el asiento del piloto y el copiloto, mis padres habían dispuesto dos sillas de madera para que nos sentáramos mi hermano y yo, algo que hoy haría chillar a cualquiera pero que en aquel momento nos parecía sensacional, tan sensacional como las cuatro bicicletas, los cuatro colchones, las toneladas de carbón y la parrilla jurásica que llevábamos atrás, en el acoplado, y así nos fuimos a conocer el mar en los años setenta, plena dictadura, pero como éramos unos parias, unos campistas paranormales, no nos recibían en ningún camping, ahora lo llamarían discriminación pero entonces era simplemente la forma en que se hacían las cosas, de modo que mi padre decidió estacionar el camión en las afueras de una ciudad y en medio de la noche nos despertaron unos gritos y mi padre abrió la puerta y se encontró con cuatro militares apuntándole al pecho porque habíamos estacionado frente a un regimiento y los regimientos en esos años tenían tremendos carteles que decían “No se detenga o el guardia abrirá fuego”, pero aunque los militares nos trataron mal nos dejaron ir y mi padre condujo hasta la ciudad, estacionó frente al municipio como quien dice “de aquí no me muevo”, y a la mañana bajamos a lavarnos los dientes en medio de la calle mientras la gente nos miraba como si estuviéramos locos, nos encantaba hacer esas cosas, orgullosos del poder que nos daba ser excéntricos); les decía que en una de esas vacaciones con casa rodante llegamos a la provincia de Salta y fuimos a una peña folklórica, un lugar donde la gente se reúne a cantar y tocar, esta se llamaba Valderrama, famosísima, un sitio por el que pasaron los cantores más importantes del país y que yo me moría por conocer porque había escuchado tantas veces a mi madre cantando, con una voz que me hacía pensar en duraznos, una zamba que dice “dónde iremos a parar si se apaga Valderrama”, y que se apagara Valderrama me parecía una catástrofe perfectamente posible, así que estaba muy apurada por ir antes de que se apagara, y llegamos bien vestidos y recién bañados, y llovía y había poca gente y nos sentamos. Y ahora hay que concentrarse en ese momento. El olor a humo de leña, la textura áspera del mantel, el frío hueco del lugar. El momento en que esa familia de cuatro pide vino y empanadas y en que el hijo más chico dice “yo quiero asado”, y en que la hermana mayor le dice “nene, no hinches” y lo patea por debajo de la mesa creyéndose muy importante y adulta porque está en esa meca folklórica, aunque en el fondo se siente un poco desconcertada porque el lugar parece gélido y a lo mejor, piensa, que Valderrama se apague no es ninguna catástrofe, pero justo en ese instante sale un tipo con una guitarra y empieza a cantar “qué lindo cuando una vez / bajo el sol del mediodía / se abrió tu boca en un beso / como un damasco lleno de miel”, una canción bella y triste como una fiesta en la que se percibe la desgracia, y ahora hay que ver cómo, de pronto, me embiste una armonía majestuosa, tensa, matemática, ese poder que dan la elevación y el éxtasis. Y una vez que se llega allí, que se logra entrar en ese estado, hay que deslizarse con cautela hasta una escena de la película Youth, de Paolo Sorrentino, y concentrarse en este diálogo entre un escalador y una mujer en el que él dice que, al llegar a la cima de la montaña, sólo se siente libertad, y en el que ella dice, con desdén, “yo solo siento miedo”, a lo que él responde: “Ese también es un sentimiento formidable”. Y después hay que buscar, siempre con cautela, el momento del documental What Happened, Miss Simone? en el que le preguntan a Nina Simone qué es la libertad y en el que ella responde que la libertad es la ausencia de miedo. Y entonces hay que ir hasta la ventana y mirar el día que se esparce como un mar, ese mundo bello y cruel e indiferente, sereno y asesino, quieto, el cielo como un palacio vacío, y preguntarse cuál es la respuesta correcta. Si la libertad es ausencia de miedo o si el miedo es un sentimiento formidable. Es simple. Todos los días hay que hacer eso.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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