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Estar sin estar
Columna
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La casa

En el número 19 de la calle de La Loma, al sur de la Ciudad de México, flota como neblina la ronda del más fino periodismo que destiló Gabo y las semillas adorables de sus cuentos

J.F.H.

Celebro encarecidamente la genial ocurrencia de resucitar la Casa del número 19 de la calle de La Loma, en lo que llaman San Ángel Inn, al sur de la Ciudad de México. A partir de ahora será Casa-Estudio Gabriel García Márquez, auspiciada por la Fundación para las Letras Mexicanas y bajo la tutela y orientación de Juan Villoro, gracias a que la familia de su dueño decidió donarla… algo que refleja o clona lo que hizo su dueño Luis Coudurier hace poco más de medio siglo: confiar en Mercedes y Gabriel José de la Concordia, padres de Rodrigo y Gonzalo, y extenderles con samaritana paciencia los meses que se debían de alquiler en lo que el escritor colombiano (en proceso de mexicanización universal) terminaba de escribir una misteriosa novela que él mismo sabía desde la primera línea que sería su obra maestra.

A esa Casa de La Loma llegaban todos los sábados María Luisa Elío y Jomí García Ascot, Álvaro Mutis, Carlos Fuentes y una nutrida canasta de viandas, jamón y sardinas en lata y botellas de vino. Primero doce y hasta sumar casi dieciocho meses de sábado en sábado para escuchar de viva voz los avances de la novela que Gabo titulaba “La Casa”. Hay que agradecer la epifanía incondicional con la que María Luisa y Jomí ayudaron a los Gabos en el pago de tintorerías y despensas, zapatitos y camisas limpias, colegiaturas y enseres y la milagrosa noche en que María Luisa le sentenció a García Márquez que “si en verdad llegas a escribir eso que dices que escribes el mundo jamás volverá a ser el mismo”. Año y medio después, al leer el original, Mutis exclamaría uno de sus entrañables ¡carajos! al comprobar que la joya invaluable que tenía en las manos no tenía nada que ver con lo que Gabo narraba sábado a sábado. Hasta el título cambió al final, en la penúltima línea, allí donde se nos cuenta que lo de las estirpes condenadas a cien años de soledad que no han de tener una segunda oportunidad sobre la Tierra.

Cien años de soledad es la novela de nuestra lengua, el alma de la imaginación y memoria de América, la selva misma de donde se ramifican como madrépora todos los párrafos intactos de Gabriel García Márquez: su premio en las nieves de Estocolmo y la lluvia interminable de Macondo, los fantasmas de Rulfo y la poesía de alas encendidas de Darío o Neruda, todas las páginas que estallaron con el ¡Boom! y las ganas de llorar. Es el novelón con un barco perdido en las ramas de su portada y la portada invertida que diseñó Vicente Rojo y las páginas que vuelan como mariposas amarillas y un hilo de sangre que repta por los senderos sombreados de todos los pueblos fantasmas donde se conserva nuestra infancia y el registro de los amores contrariados, la Bella que vuela por las azoteas con las sábanas limpias y el gigante de barbas largas que vende imanes y un compás. Es la novela de nuestra piel y el telón invisible que se extendió como muro infranqueable en una casita de la calle de La Loma, cueva de la Mafia, donde un hombre se sentó a diario en una mesita discreta de madera clara para interpretar al teclado la callada sinfonía de un milagro.

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Ahora, la Casa será escenario de conferencias y talleres; las habitaciones de dos niños a quienes quiero como hermanos servirán ahora de hospedaje para escritores visitantes de otros paisajes y culturas y allí donde florecía la hermosa unión de Mercedes y Gabriel José de la Concordia García Márquez ha de florecer pura literatura, como siempre. A la puerta de esa casa llegó el gerente de un banco que había previamente pactado con Gabo la entrega de una maleta rellena de billetes con el adelanto en efectivo que había llegado desde Buenos Aires, desde la Editorial Sudamericana, para sellar al primera edición de un entrañable mamotreto infinito que Mercedes y Gabo habían llevado en persona a la Oficina de Correos de la Avenida Toluca (habiendo sido delicadamente mecanografiado en limpio por la infalible Pera) y todo para que la llegada del funcionario bancario sincronizara con los horarios escolares de los niños, que abrieron la puerta para descubrir que efectivamente el mundo jamás volvería a ser el mismo.

En esa Casa flota como neblina la ronda del más fino periodismo que destiló Gabo y las semillas adorables de sus cuentos, la impalpable transparencia de todas las novelas por venir, pero también el olor de la cocina y un café para dos que se tomaban de madrugada para que siguiera la saga y los juegos de los niños que aprendieron a leer en esa casa, y los dibujos animados de ayer y hoy y el olor de la guayaba y el sabor del mamey, y las vías de un tren que pasaba por allí cerca y que quizá se escuche ahora invisible en la mente de los escritores que sean invitados a compartir letras en esa casa legendaria que para bien de la literatura es ya, como siempre, la Casa de todos.

Jorge F. Hernández

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