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Columna
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Salario y examen

La izquierda ha perdido el aprecio por lo común. Al menos lo común español, porque, paradójicamente, en teoría es partidaria de lo común europeo

Juan Claudio de Ramón
La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, el 30 de enero de 2020.
La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, el 30 de enero de 2020. Jesús Hellín

Decíamos ayer que la izquierda ha perdido el aprecio por lo común. Al menos lo común español, porque, paradójicamente, en teoría es partidaria de lo común europeo. Un amigo leyó mi columna y admitió que la tesis no era absurda, pero me hizo notar un contraejemplo de política pública en que la izquierda sí rechaza el fraccionamiento por territorios: el salario mínimo interprofesional, cuya subida hasta los 950 euros se discute estos días. Cierto: la ministra de trabajo ha descartado la fijación de salarios mínimos diferenciados y autonómicos; conduciría, aduce, a la existencia de ciudadanos de primera y de segunda. Aunque lo cierto es que, en España, país que redistribuye poco la renta territorialmente, ya existe esa dualidad: la financiación per cápita en sanidad o educación en territorios forales puede llegar a duplicar la de otras comunidades.

Pero dejemos de lado el silenciado debate sobre la solidaridad interterritorial y volvamos al salario mínimo. El SMI es una política pública destinada a garantizar a todos los ciudadanos los medios para existir, y existir, dijo Robespierre, es el primer derecho. Como tal, su existencia en un estado social es sensata. Como es sensato que su cuantía no sea tan elevada como para desincentivar la contratación. Con esto es fácil estar de acuerdo; se discute el umbral óptimo capaz de aportar protección material sin perjudicar la ocupación. El ministro de Agricultura ha admitido que, sin ser el elemento clave, la reciente subida puede haber condicionado la actividad en el campo. Eso nos lleva a pensar que un SMI modulable por territorio y sector es algo a estudiar. De hecho, más que una cuantía fija y uniforme, podría consistir en una fórmula común que tuviera en cuenta el coste de la vida en la provincia, el salario mediano del sector o incluso la edad del trabajador, como defiende entre nosotros Marcel Jansen. También podría estudiarse su supresión a cambio de algún tipo de renta básica: el Estado cumpliría su papel proveedor de seguridad evitando interferir en la libertad económica de las empresas.

Estos días en que debatimos los efectos del alza del salario mínimo también se polemiza por un posible traspaso de la competencia del MIR a Cataluña. Como es sabido, el MIR es el examen estatal que permite competir por una plaza de médico especialista en hospitales de toda España. Es un sistema de formación sanitaria especializada alabado en Europa y que algo tiene que ver con el excelente rendimiento de nuestra sanidad pública. Una cláusula poco clara del acuerdo de PSOE y Podemos ha hecho que la profesión médica tema su desmembramiento. El Ministerio de Sanidad ha salido al paso de los rumores, negándolo. Sin duda, el ministro Illa, que es federalista, hará bien en conservar un examen federal que funciona. Porque de eso se trata, de centralizar o descentralizar no por manía o capricho identitario, sino atendiendo a criterios de racionalidad.

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