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Los Verdes alemanes: de la barba y las deportivas a la corbata y el poder

Abril de 1985: Joschka Fischer, líder de Die Grünen, jura como ministro de Medio Ambiente del estado de Hesse.
Abril de 1985: Joschka Fischer, líder de Die Grünen, jura como ministro de Medio Ambiente del estado de Hesse.Heinz Wieseler (Getty)
José Ovejero

La historia de Die Grünen y de Joschka Fischer simboliza el devenir de algunas formaciones antisistema en partidos que juegan el juego institucional

También ellos querían tomar el cielo por asalto. Cuando hace 40 años crearon el partido Die Grünen (Los Verdes), casi nadie los tomaba en serio. Venían de la oposición extraparlamentaria, curtida en el activismo y las protestas, un conglomerado sobre todo de estudiantes y profesores pacifistas, ecologistas, feministas que se definían ya como antisistema, la mayoría cercana al comunismo. Pretendían entrar en el Bundestag y subvertir la política desde dentro tal como había pedido el líder estudiantil Rudi ­Dutschke, que sería abatido a balazos por un extremista de derechas.

No los tomaban en serio, pero iban en serio; sólo tres años después consiguieron 28 diputados. Los comentarios entonces no fueron muy distintos de los que hemos oído con la llegada de Podemos al Congreso: o bien se reían de su inexperiencia política, o bien de su aspecto (barbas, melenas, zapatillas raídas). No parecía importarles. En 1984 dejaron muy claro que sus modos de hacer política eran nuevos, al asignar la dirección de su grupo parlamentario a seis mujeres en un momento en el que más del 90% de los parlamentarios alemanes eran hombres.

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Pero si el éxito de Die Grünen empezó a peligrar pronto no fue sólo por los ataques feroces de la prensa, los empresarios y los partidos del establishment: la participación en la política institucional generó divisiones internas entre quienes veían traicionados los principios del movimiento (los fundis) y quienes consideraban que para cambiar las cosas había que ensuciarse las manos en el juego del poder (los realos).

La transición del desprecio hacia las convenciones a la integración en la política parlamentaria se ilustra con dos fotografías: en 1985, ­Joschka Fischer jura en zapatillas de tenis su cargo de ministro del Estado federado de Hesse; en 1997, con traje a medida y corbata, celebra con champán la coalición con el SPD, en la que será ministro de Exteriores. No mucho después llegaría una ruptura con los principios del partido y con buena parte de su electorado: Fischer apoyó desde su cargo en la Cancillería la intervención del Ejército alemán en Kosovo, justificándola con los derechos humanos y la necesidad de evitar un genocidio. No sólo era un escándalo que aprobase la guerra un ministro de un partido pacifista. También rompía un tabú respetado desde el final de la Segunda Guerra Mundial: hasta entonces, el Ejército alemán no podía entrar en combate fuera del país.

Desde aquellos tiempos el partido ha sufrido altibajos sin dejar de ser un actor fundamental de la política alemana, capaz de adelantar a los socialdemócratas en las últimas elecciones europeas y de aliarse con los conservadores de la CDU en parlamentos regionales. Muchos los tachan de traidores por su complicidad en políticas sociales muy duras con los trabajadores y por convertirse justo en aquello que criticaban desde las calles: un partido del sistema, servidores del capital. Otros esgrimen que gracias a Die Grünen, temas como el feminismo y la defensa del medio ambiente han transformado y permeado toda la sociedad alemana; su principal mérito sería entonces haber obligado a los demás partidos a abanderar causas que inicialmente condenaban como extremistas e irrealizables.

Die Grünen han sido un ejemplo vivo durante estos 40 años de las ventajas y los riesgos de pasar de la lucha en las calles a pisar la moqueta parlamentaria y de la teoría en la universidad a la práctica en el escaño. Que cada uno decida si los felicita o los condena por ello.

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