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Ideas / Ahora que lo pienso
Columna
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Peso ancestral

Las lágrimas del vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, tuvieron valor simbólico doble

Alfonsina Storni en una una imagen sin datar.
Alfonsina Storni en una una imagen sin datar.
Edurne Portela
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Cuando vi las imágenes de Pablo Iglesias llorando en el Congreso y leí los muchos comentarios despectivos a cuenta de su virilidad, recordé a Alfonsina Storni y un ejercicio que hacía con mis estudiantes de literatura hispanoamericana. Contraponía con ellos dos poemas de la poeta argentina: "Peso ancestral" y "Pudiera ser". Los dos poemas tratan sobre el dolor que se transmite entre generaciones, de su expresión a través del llanto o su represión a través del silencio. En el primero, la transmisión es masculina y la voz poética se dirige a un hombre: “Tú me dijiste: no lloró mi padre; / tú me dijiste: no lloró mi abuelo / no han llorado los hombres de mi raza, / eran de acero”. En el segundo, la transmisión es femenina, la voz poética habla de su experiencia y la de las mujeres de su genealogía: “Dicen que silenciosas las mujeres han sido / de mi casa materna…”. Resulta que el amante de Peso ancestral no es tan de acero como sus antepasados y no puede evitar derramar una lágrima que cae en la boca de ella. La lágrima sabe a veneno y contiene “el dolor de siglos”. Ella reconoce que su alma no puede soportar el peso ancestral que se condensa en esa primera lágrima. Este poema habla de la imposición de la virilidad en el hombre y el daño que provoca no expresar dolor, al mismo tiempo que la mujer —“débil mujer, pobre mujer que entiende”— se declara incapaz de asumir la carga para aliviarlo. El peso, al fin y al cabo, le pertenece a él. Por otro lado, en "Pudiera ser" el tratamiento de la transmisión del dolor es radicalmente diferente. Los silencios y las lágrimas derramadas en la sombra toman un sentido, se convierten en un acicate para la escritura. El soneto comienza, de hecho, con lo que bien pudiera ser una explicación de la poética de Storni: “Pudiera ser que todo lo que en verso he sentido / no fuera más que aquello que nunca pudo ser / no fuera más que algo vedado y reprimido / de familia en familia, de mujer en mujer.” Es decir, lo vivido a través de la escritura es aquello que todas las mujeres que la precedieron no pudieron vivir. El verso libera; la realidad encarcela. Y es precisamente a través de la escritura cuando lo sufrido por su madre, su abuela, sus predecesoras se revela y la escritora se rebela: “Y todo esto mordiente, vencido, mutilado, / todo esto que se hallaba en su alma encerrado / pienso que sin quererlo lo he libertado yo”.

Tanto el hombre como la mujer llevan consigo su propio peso ancestral: unos, la imposición de la masculinidad que prohíbe mostrar debilidad y, por tanto, el llanto; otras, la imposición de la subalternidad y el silencio. Storni desobedece con su escritura y deja atrás —o lo intenta— el fardo heredado. Se compadece del hombre, víctima a su manera de la educación patriarcal. Pero es él, al fin y al cabo, quien tiene que buscar sus propias estrategias para romper la cadena, para rebelarse contra el peso ancestral. “Un hombre no debe llorar aunque se le muera su padre entre horribles dolores”, le decía Roque el Moñigo a Daniel el Mochuelo en El camino, de Miguel Delibes. Parece mentira que un siglo después de que Storni escribiera sus poemas, 70 años después de la publicación de El camino, hayamos avanzado tan poco en educación sentimental. Las lágrimas de Pablo Iglesias tuvieron valor simbólico doble: retrataron a quienes siguen comportándose como animales de carga y a quienes son capaces de dejar en el camino fardos ancestrales.

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