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Columna
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Silenciar a voces

Hay temas sobre los que pronunciarse equivale a pisar un terreno minado. Pero la realidad maniatada que proyecta un exceso de corrección política puede ser pasto de lo contrario: de un festival de bulos y palabras gruesas. De un populismo sin freno

María Antonia Sánchez-Vallejo
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, junto a su esposa, el pasado 31 de diciembre en Palm Beach, Florida (EE UU).
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, junto a su esposa, el pasado 31 de diciembre en Palm Beach, Florida (EE UU). JIM WATSON (AFP)

Ofendidos. El mundo se ha convertido en una interminable legión de seres agraviados y airados por el simple uso de la palabra. Por ofensas religiosas —blasfemias, un delito que persiste incluso en legislaciones europeas— o por ofensas laicas contra la imperante corrección política y la acrítica parcela de ortodoxia debida en cada clan. Dos ejemplos recientes, a un lado y otro del espectro ideológico, demuestran que los extremos a veces se tocan: la condena a muerte por blasfemia de un profesor universitario en Pakistán y, en Occidente, el boicot a conferencias o seminarios en lugares tan obligatoriamente abiertos como la universidad sólo porque el ponente expresa una opinión discrepante del argumentario propio, convertido en panoplia en el sentido etimológico del término.

Cierto que ambos hechos no son parangonables, que una cosa es la pena capital y otra el berreo de activistas que pretenden impedir otros puntos de vista convirtiéndolos en agravantes del debate. Pero la realidad inefable que vivimos está haciendo del mundo y sus representaciones un lugar tabú, es decir, que no es lícito censurar o mencionar por temor a suspicacias o reacciones aún peores. ¿Tiempos inquisitoriales? Tal vez no tanto. Pero sí pardos, grises, del color del fango.

Desde 1990 no menos de 75 personas han muerto en Pakistán (“el país de los puros”, eso significa su nombre) por acusaciones de blasfemia: reos, absueltos, abogados o jueces relacionados con los procesos. No es el único país donde se castiga: hasta hace poco, también Grecia o Irlanda incluían el pecado en su código penal (y Polonia y España, como delito de ofensas a los sentimientos religiosos). La persecución del verbo reviste extremos kafkianos en Hungría, cuyo Parlamento acaba de aprobar la denominada Ley de la Cultura para, entre otros fines, cercenar la independencia —y aumentar el control gubernamental— de ese templo de la palabra que son los teatros.

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Como en la estupenda novela de Jonathan Coe, El corazón de Inglaterra, a uno de cuyos personajes, una profesora universitaria, le cae un expediente por un comentario inocente a una estudiante transgénero, así también, suponemos, deben de verse algunos docentes, fermento esencial de opinión, entre el riesgo a ser empapelados o cuando menos silenciados —a voces— y el pecado nefando de la autocensura.

Para evitar ultrajes o injurias, como es debido, es deseable un ejercicio de contención y respeto, pero de ahí a la censura autoimpuesta puede haber solo un paso. Ítem más, sobre esta realidad a veces maniatada y transida de cautelas los bulos, las medias verdades y las palabras gruesas que se profieren sin argumentar, las soluciones fáciles y ruidosas como fuegos artificiales, caen como una piedra en un pozo. Así calan en las urnas, como un Trump o un Bolsonaro, o tantos otros.

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