El populismo puede triunfar en el Reino Unido
Una nueva clase social, los “atávicos”, presta atención a una retórica fácil que achaca sus penurias a fuerzas externas. Son la infantería de la xenofobia y del castigo a los “aprovechados” que viven de los subsidios
Durante años, el polarizador Brexit ha sido el principal problema político del Reino Unido y es el pretexto para las elecciones generales del jueves. Según una encuesta reciente, parar lograr sus fines, aceptarían recurrir a la violencia más del 80% de los partidarios de abandonar la UE y más del 50% de los contrarios a la salida. En otro sondeo de este mismo año, más del 50% de los encuestados decía que apoyaría a un líder fuerte dispuesto a vulnerar normas democráticas.
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Son indicios peligrosos. Una parlamentaria contraria al Brexit fue asesinada por un fanático precisamente por eso. Los conservadores que ocupan el Gobierno desde 2010, responsables de un estricto programa de austeridad, han forzado el anticipo electoral con el lema ¡Culminemos ya el Brexit! Van camino de ganar. Según una encuesta reciente, el 60% de los militantes conservadores están dispuestos a conseguir el Brexit, aunque ocasione “graves daños” económicos. Es probable que lo logren, puesto que la mayoría de los economistas cree que la salida de la UE reducirá gravemente el nivel de vida.
Sin embargo, no todo es Brexit. En estas elecciones pesa más la clase social que en ningunas de las celebradas en el Reino Unido desde 1945. Pero su peso es muy novedoso. Porque los tories ya no son conservadores tradicionales, partidarios de reformas graduales para una amplia clase media, ahora constituyen una formación populista radical.
En otros países donde también han aumentado las desigualdades y la inseguridad económica, han surgido nuevos partidos populistas, como Vox en España o la Liga en Italia. Pero en el Reino Unido, aunque haya un Partido del Brexit, son los conservadores quienes han ocupado ese espacio. Este mismo año expulsaron a su líder, Theresa May, y una reducida y envejecida militancia eligió como sucesor a un rico partidario del Brexit, Boris Johnson, que automáticamente se convirtió en primer ministro. Desde entonces ha expulsado del partido a muchos moderados. Para comprender lo ocurrido hay que remontarse al thatcherismo neoliberal de la década de 1980, liberalizador de mercados y privatizador. La liberalización comenzó con el sector financiero, del que ahora depende cada vez más la economía. En la década de 1970, ese sector representaba el 100% de la renta nacional. Hoy supera el 300%. Esto ha creado una versión británica del llamado mal holandés, que, al acelerar la desindustrialización, aumenta el número de trabajadores terciarios precarios, generando un enorme desfase entre el nivel de vida, sobre todo del norte de Inglaterra, y Londres, principal centro financiero.
Quien podría decidir el resultado de las generales es la parte relativamente poco formada del precariado
Thatcher y sus seguidores también comenzaron a desmantelar las instituciones de solidaridad social, reforzando enormemente el poder de las finanzas y el capital. Irónicamente, así el neoliberalismo se ha convertido en una economía de mercado cautiva, que mejor sería calificar de capitalismo rentista, que va dejando la renta y la riqueza en manos de quienes poseen bienes financieros, físicos y las llamadas propiedades intelectuales. Aquí surge la nueva estructura de clase, que tanto pesa en estas elecciones. En el mundo, y en el Reino Unido en concreto, ha surgido una nueva plutocracia multimillonaria que vive de las rentas de propiedad, que suele ser de derechas y que se resiste denodadamente a todo lo que huela a socialismo. Ahora tiene gran parte de los medios, ha financiado a los conservadores y la campaña del Brexit y quiere mantener las desigualdades estructurales que caracterizan al Reino Unido actua. Sin embargo, los plutócratas necesitan dos cosas para mantener su modelo: un electorado partidario de un sistema que en realidad va contra sus intereses y políticos capaces de difundir un programa populista que conserve el sistema. Aquí es donde ha cristalizado el segundo aspecto clasista. Al conjugarse el capitalismo rentista, la revolución tecnológica y los mercados laborales flexibles ha surgido una nueva clase obrera masiva: el precariado.
Como en otros países, el antiguo proletariado industrial votaba mayormente a los laboristas, principal partido de oposición actual, y a la socialdemocracia. Pero muchos trabajadores han caído en un precariado inseguro, sin perspectivas de movilidad social, y están perdiendo derechos sociales y económicos. Quien podría decidir el resultado de las elecciones generales es la parte relativamente poco formada del precariado. Son los que yo he denominado “atávicos”, quienes sienten que han perdido lo que ellos o gente como ellos tenía anteriormente.
Los atávicos se han desligado de la antigua clase trabajadora, de padres que pertenecían a ella o de quienes proceden de comunidades obreras. Prestan atención a una retórica populista fácil de comprender, que además los exime de la responsabilidad de sus propias penurias. Aunque los economistas podrían demostrar que su inseguridad y el estancamiento de sus ingresos se deben a la austeridad y el capitalismo rentista, aceptan la explicación populista que achaca sus problemas a fuerzas externas. Son la infantería del Brexit, del orden público, de la xenofobia y del castigo a los supuestos “aprovechados” que dependen de las prestaciones sociales.
Johnson ha dejado claro que para él las elecciones son una pugna entre “el pueblo y el Parlamento”
Esto nos lleva al segundo elemento anhelado por la plutocracia, un partido con un líder capaz de articular un discurso populista que aparte a los atávicos de cualquier programa progresista y redistributivo. El populista ideal que buscan plutócratas y libertarios es alguien que, o bien cree en su modelo, o bien puede mentir con suficientemente convicción como para atraer a los atávicos y a la élite que se beneficia del capitalismo rentista. El arte del populista radica en la capacidad de echar la culpa a los forasteros de una inseguridad y unas desigualdades que en realidad nada tienen que ver con ellos. Puede que ese ideal lo hayan encontrado en Boris Johnson. Como es bien sabido, cuando era corresponsal en Bruselas, lo echaron por inventarse noticias.
Johnson ha dejado claro que para él las elecciones son una pugna entre “el pueblo y el Parlamento”, burlándose abiertamente de los parlamentarios que desean permanecer en la UE, por resistirse a la voluntad popular y por estar dispuestos a “rendirse” ante Bruselas. Johnson ha colocado en puestos clave a derechistas que han acentuado la retórica polarizadora. El líder conservador de la Cámara de los Comunes calificó al gobernador del Banco de Inglaterra de “enemigo del Brexit” después de que, basándose en informaciones internas, advirtiera de las posibles consecuencias económicas de la salida de la UE. Como asesor personal, Johnson ha nombrado a un periodista que, en un importante reportaje para el tabloide de derechas Daily Mail, calificó de “enemigos del pueblo” a los jueces que habían dictaminado que el Parlamento debía pronunciarse sobre el Brexit. Tachar de enemigo a quien cumple con su deber es una incitación a la reacción violenta.
Probablemente, los conservadores ganen las elecciones con menos del 40% del voto. Puede que el porcentaje de participación sea escaso, por el mal tiempo y porque la fecha sorprenderá a muchos universitarios lejos de sus centros de residencia actual. Eso conviene a los conservadores. Entretanto, quienes seguramente voten son los más acérrimos partidarios del Brexit y los mayores, normalmente más conservadores. El precariado atávico podría ser el grupo decisivo.
Una última ironía. Según una encuesta reciente, alrededor de un tercio del electorado tiene un buen concepto de Boris Johnson, pero solo un quinto piensa que sea fiable. Sin embargo, este hombre será elegido primer ministro el jueves. Qué tiempos tan preocupantes.
Guy Standing es profesor titular e investigador en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres. Su último libro es La renta básica (Pasado y Presente).
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
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