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Fuera de lugar

¿Y si Elvis siguiera vivo? ¿Y si viajara a su lado en avión? Un cuento sobre el mito del Rey del Rock.

ilustración de Cachetejack

VOLVÍA A casa con Luisa Nunnes, la encargada del fondo bibliográfico de la Hispanic Society. Veníamos de un congreso sobre bibliografía. Ya habíamos ocupado nuestros asientos en el avión cuando un hombre mayor, de unos 70 años, disfrazado de Elvis colocó su bolsa de viaje en el portaequipaje y se sentó a nuestro lado. El avión iba lleno de Elvises: hombres, mujeres y niños, enfundados todos en el mono blanco de lentejuelas doradas y solapas erectas con el que Elvis se ha convertido en un icono universal. Se acababa de celebrar en Memphis la Elvis Week, y la ciudad había sido tomada por los participantes en la Elvis Tribute Artist Contest, que todos los años por esas fechas compiten por el premio “a la mejor representación de su legado”, según reza la página web del concurso. Durante cinco días, los especialistas en bibliografía habíamos convivido con los fans de Elvis.

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Luisa y yo comentábamos la preciosa conferencia que ella había dado sobre esos volúmenes que se pierden en las bibliotecas de libre acceso cuando los usuarios los colocan fuera de su lugar en las estanterías: son libros que aparecen en los registros, y que ocupan un espacio físico, pero que en realidad no existen. De hecho, cuando aparecen hay que destruirlos o donarlos, porque su lugar ya ha sido ocupado por una copia. Ella los llamaba “libros Wakefield”.

“Wakefield, uh”, murmuró el hombre que acababa de ocupar el asiento de pasillo. “Ese cuento de Hawthorne es estupendo”.

“¿Lo conoce?”, preguntó Luisa sorprendida.

“No pasa un solo día sin que lea la Biblia y el cuento de Hawthorne”.

“Entonces se lo sabrá de memoria”.

“Recuerdo haber leído en algún viejo periódico o en alguna revista antigua una crónica que, relatada como si fuera real, contaba la historia de un hombre, de nombre Wakefield, que decidió marcharse a vivir lejos de su mujer una temporada larga”, recitó.

Hablaba con Luisa sin mirarla, con la vista al frente, fija en la cabecera del avión, como si esperara ver a alguien.

“Bajo el pretexto de un viaje”, continuó, “Wakefield dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos, y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de 20 años”.

“¡Wow!”, exclamó Luisa, sorprendida. “¿Y por qué le gusta tanto ese cuento?”.

“Porque es la historia de Elvis. La historia de alguien que se marcha y que luego, cuando quiere volver, descubre que en el mundo ya no hay sitio para él”.

“¡Así que Elvis quiere volver al mundo! Yo pensaba que estaba muerto”.

Al oír eso, el hombre se volvió hacia Luisa, entonces sí, e imitó esa media sonrisa, entre desdeñosa e insolente, que esboza Elvis en King Creole.

“¿Alguna vez te has parado a pensar qué habría sucedido si Elvis no hubiese desaparecido del mapa en 1977?”.

“Pues sí. Para empezar, no ganaría los 30 millones de dólares al año que genera estando muerto. Si estuviera vivo, no habría tanta gente haciéndose pasar por él. Elvis sería el símbolo de una época periclitada. Su obscena exhibición de masculinidad fue revolucionaria en los años cincuenta, pero hoy estaría fuera de lugar”.

“Tú lo has dicho: fuera de lugar. Como Wakefield. En 1977 Elvis había llegado a lo más alto. Cuando uno lo tiene todo, solo caben dos salidas: el declive o la desaparición. Él optó por la segunda ¿Coquetería? No. ¿Avaricia? Tampoco. Él siempre tuvo una dimensión espiritual que sus fans desconocen. Estaba muy unido a la Iglesia de Jesús con las Señales Milagrosas. ¿Conoces esa confesión, la de los manipuladores de serpientes de Sand Mountain, Alabama? Elvis siempre quiso formar parte de ella. Ahora vive allí, manipulando serpientes y predicando la Verdad”.

“¿Y por qué quiere volver al mundo?”.

“Porque en ocasiones echa de menos el show. El show es como el crack. Una vez que lo has probado, no puedes olvidarte de él, por más que prediques”.

“¿Usted lo ha visto? Debe de estar muy mayor”.

“Tiene mi edad. Lo veo a todas horas. Lo he visto predicar en Sand Mountain; lo he visto en Memphis estos días, disfrazado de Elvis, y lo estoy viendo ahora, en este preciso instante. ¿Quieres saber quién es?”.

El Rey del Rock.
 Elvis Aaron Presley murió en 1977, a los 42 años, en la cima de su carrera, y desde entonces, como sucede a menudo con los mitos, se especula con que quizá siga vivo en alguna parte. Puede que incluso asista a los encuentros de imitadores de Elvis tan frecuentes en Estados Unidos. Con esta premisa, unida al cuento Wakefield, del escritor del siglo XIX Nathaniel Hawthorne, Antonio Orejudo arma un original relato sobre el mito para esta serie estival.
El Rey del Rock. Elvis Aaron Presley murió en 1977, a los 42 años, en la cima de su carrera, y desde entonces, como sucede a menudo con los mitos, se especula con que quizá siga vivo en alguna parte. Puede que incluso asista a los encuentros de imitadores de Elvis tan frecuentes en Estados Unidos. Con esta premisa, unida al cuento Wakefield, del escritor del siglo XIX Nathaniel Hawthorne, Antonio Orejudo arma un original relato sobre el mito para esta serie estival. fotografía de Album

Pero Luisa no pudo contestar porque justo en ese momento nos sobresaltó una de esas turbulencias inesperadas que hacen caer el avión durante dos o tres interminables segundos que cortan la respiración. El grito del pasaje sonó como el alarido de un solo animal.

El hombre no se inmutó.

“Todos los años Elvis abandona las montañas y se presenta al concurso de imitadores de Elvis. Todos los años queda siempre el tercero por la cola… Dime si el fenómeno no da que pensar”.

Pero Luisa en esos momentos no estaba para decir nada. Tras el abrupto descenso, el avión se estabilizó y remontó el vuelo. No habíamos acabado de reponernos del susto cuando volvió a caer. Luisa y yo, que jamás habíamos tenido el menor contacto físico, nos cogimos desesperadamente de la mano. A su izquierda Elvis seguía con el soliloquio:

“El drama de Elvis es que no puede aparecer y decir: ‘Yo soy Elvis’. Lo tomarían por loco. Ha perdido su lugar en el universo, como Wakefield… Quizá Dios no lo quiera como Elvis anymore, sino como predicador de la Verdad en la Iglesia de Sand Mountain…”.

“Cállese ya, por favor”, le gritó Luisa.

“El drama de Elvis es que no puede aparecer y decir:

Los auxiliares corrían por el pasillo y una voz demasiado alarmada y temblorosa nos pedía insistentemente que nos abrocháramos el cinturón. El avión subía con esfuerzo, como un buzo en busca de aire, pero en seguida se volvía a precipitar en el abismo. La voz del comandante, no demasiado serena, confirmó que teníamos un problema en los motores y anunció un aterrizaje de emergencia. Se hizo un silencio denso y pesado. Intentábamos movernos lo menos posible y respirar poco, en la creencia absurda de que eso aliviaría la carga, pero el avión volvió a caer, esta vez en picado. Las máscaras de oxígeno se descolgaron sobre nuestras cabezas, y eso acabó de desatar el pánico: la gente empezó a gritar fuera de sí. Los niños lloraban y también se oía el lamento de algún adulto disfrazado de Elvis.

De pronto, el que teníamos al lado se desabrochó el cinturón y se puso en pie. Desde la cola del avión alguien le gritó que se sentara y se abrochara el cinturón; pero él no hizo caso: abrió el portaequipaje, sacó su bolsa y la depositó en el asiento. La abrió, y de ella sacó una gruesa serpiente de cascabel, que sabía Dios cómo había conseguido introducir en el avión. Luisa aulló y se echó sobre mí. La serpiente, de un repugnante gris amarillento, probaba el aire con la lengua, girando su cabeza hacia todas partes y enroscándose en el cuerpo de Elvis como si lo reconociera.

“¡¡¡Oídme bien!!!”, gritó mientras la cogía con ambas manos, la elevaba sobre su cabeza y empezaba a caminar por el pasillo. “Oídme todos muy bien. Yo soy Elvis. Elvis Aaron Presley, el Rey de Rock, el hombre que lo dejó todo para servir a Dios en la Iglesia de Jesús con las Señales Milagrosas. Si yo estoy vivo, vosotros también viviréis. Si yo puedo dominar esta serpiente, vosotros también podréis dominar la serpiente de vuestro pánico. Tomaos de las manos. ¡¡¡Tomaos de las manos he dicho y escuchad el sonido del cascabel!!! Es el sonido de la gracia de Dios. Vuestras mentes son un hatajo de cables desconectados por el terror. Conectad vuestras mentes a la mía. ¡¡¡Conectarlas, he dicho!!! Conectaos a mi electricidad, a mi fuente de alimentación. En el nombre de Dios yo os lo ordeno ¡¡¡A Uam Ba Buluba Balam Bambú!!!”.

Y empezó a cantar Tutti Frutti, corriendo de un extremo al otro del avión, mientras la serpiente se retorcía sobre nuestras cabezas. Noté —no sé cómo decirlo— una convicción íntima, un súbito despertar de hormonas y neurotransmisores, un incremento de la frecuencia cardiaca y una huida radical del sistema nervioso simpático. O tal vez era la sensación que teníamos de que el avión se precipitaba sin control a una velocidad de vértigo.

Él seguía cantando:

“Tutti frutti, aw rooty

tutti frutti, aw rooty,

tutti frutti, aw rooty.

tutti frutti, aw rooty

tutti frutti, aw rooty,

A Uam Ba Buluba Balam Bambú”.

Los primeros en ponerse en pie fueron los auxiliares, que se agitaban fuera de sí, presintiendo quizá la inminencia del impacto. A continuación, fila a fila, todos nos fuimos levantando y, presas de la misma sugestión hipnótica y del mismo entusiasmo suicida, empezamos a bailar y a cantar el Tutti Frutti a voz en grito. Cuando el avión tomó tierra, la cabina era una bacanal de éxtasis y espasmos, que empezaron a calmarse en cuanto el tren de aterrizaje tocó la pista sin que nos hubiéramos estrellado.

Cuando terminó la canción y todo volvió a la normalidad, Elvis regresó a su asiento con la frente brillante por el sudor y la sonrisa insolente de King Creole.

“¿De verdad eres Elvis?”, le preguntó Luisa cuando ya hubo metido la serpiente en la bolsa, mientras esperábamos la apertura de puertas.

“En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso”, dijo Elvis, o quien fuera, citando el final de Wakefield, “los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema que, con solo dar un paso a un lado, cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar”.

Y dicho esto tomó su bolsa y salió del avión para perderse entre la multitud que pululaba por la terminal de llegadas. 

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