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Columna
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Trump, Kim y la especulación

La pregunta que nadie se aventura a responder es si el último apretón de manos entre el norcoreano y el magnate servirá para que Pyongyang renuncie a su programa nuclear o solo quiere ganar tiempo

Ana Fuentes
Donald Trump y Kim Jung-un saltaron juntos a suelo surcoreano, y recorrieron unos metros.
Donald Trump y Kim Jung-un saltaron juntos a suelo surcoreano, y recorrieron unos metros. KEVIN LAMARQU (Reuters)

"Es hora de decir que no sabemos nada de Corea del Norte y partir de ahí”, me decía estos días un funcionario de Naciones Unidas. Trabajó en el país, pero jamás tuvo acceso espontáneo a los locales. No pudo viajar libremente, al igual que les ocurre a los norcoreanos, salvo privilegiados con permiso administrativo. En cada visita a un pueblo o a una granja se encontraba todo pulcro y orquestado y se sentía poco menos que Míster Marshall. La dictadura comunista sigue siendo un régimen sobre el que apenas se tiene información real. Los satélites muestran dónde se encienden luces, y de ahí se suele deducir si la actividad económica aumenta o disminuye, pero el margen de error es alto. Las cifras más detalladas provienen del Banco Central surcoreano y se asume que son incompletas. Se sabe que el comercio con China es el sustento principal del país, y que una sequía les hace más daño que las sanciones.

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Este hermetismo provoca que ningún analista serio se atreva a valorar el encuentro de la semana pasada entre Donald Trump y Kim Jong-un en la zona desmilitarizada entre las dos Coreas. ¿Cerrarán un acuerdo para desnuclearizar el Norte o solo querían hacerse la foto? Son dos líderes imprevisibles que han dado señales contradictorias. Hace un año se reunieron en Singapur; meses después en Vietnam. En ambos casos volvieron a casa con las manos vacías. Esta última cita ha sido improvisada, en la línea de Trump, que cultiva los golpes de efecto como marca personal. Nunca antes un presidente americano había cruzado el Paralelo 38 entre los dos países, técnicamente en guerra desde 1953.

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Para contrarrestar la ausencia de información una de las principales fuentes son los disidentes que logran huir, la mayoría a China o a Corea del Sur. Pero ningún reportero ha tenido acceso a la dinastía Kim ni a ningún otro compatriota sin supervisión. Associated Press o France Presse, que tienen oficina en Pyongyang, se pasan el día intentando leer entre líneas la propaganda oficial. Quienes hemos entrado al país, pagando una fortuna a intermediarios, hemos estado vigilados en todo momento. La periodista del Washington Post Anna Fifield, que acaba de publicar un libro sobre Kim, asegura que, al haber estudiado en Suiza, está menos desconectado del mundo de lo que nos creemos. Y que es peligroso. Para mantenerse en el poder ha dividido la sociedad en tres grupos: una élite rica que tiene móviles y va a centros comerciales; una clase media que siempre ha tenido que ganarse la vida con pequeños negocios; y los hostiles al régimen, que son represaliados.

En este contexto altamente especulativo sobre el futuro del régimen, la pregunta que nadie se aventura a responder es si el último apretón de manos entre Kim y Trump servirá para que Pyongyang renuncie a su programa nuclear o quiere ganar tiempo; si servirá para abrir una ventana al mundo, siquiera angosta, o será uno más de los golpes de propaganda del dictador.

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Sobre la firma

Ana Fuentes
Periodista. Presenta el podcast 'Hoy en EL PAÍS' y colabora con A vivir que son dos días. Fue corresponsal en París, Pekín y Nueva York. Su libro Hablan los chinos (Penguin, 2012) ganó el Latino Book Awards de no ficción. Se licenció en Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid y la Sorbona de París, y es máster de Periodismo El País/UAM.

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