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Coordinado por Lola Huete Machado
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Los buenos vientos de Esauira acercan las mejores músicas a la orilla

Guitarras del desierto y flamenco de primer nivel se fundieron con el ritmo magrebí en la 22º edición del gran Festival de Gnawa en Marruecos

Un niño baila durante la inauguración del Festival de Esauira de Gnawa y Músicas del Mundo.
Un niño baila durante la inauguración del Festival de Esauira de Gnawa y Músicas del Mundo.Festival Gnaoua 2019
Analía Iglesias
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Tras cada fin de Ramadán, llega el Festival de Esauira de Gnawa y Músicas del Mundo, a la vieja ciudad de Mogador –denominación portuguesa– a la que los barcos fenicios se acercaban buscando el caracol de la púrpura, para teñir sus telas y sus abalorios. En esta ciudad portuaria, unos 400 kilómetros al sur de Casablanca, donde el viento frío del Atlántico siempre compite y gana al calor del Sáhara, se filmó Otelo, en versión Orson Welles, y más recientemente fue el escenario de cinco capítulos de Juego de Tronos.

Hoy es, ante todo, el epicentro de la world music, con uno de los festivales señalados de la escena mundial, que este verano ha cumplido 22 ediciones. Sin embargo, ya en los años sesenta, Esauira era escala preferencial de músicos: dicen que Jimmy Hendrix recorría aquellas playas ventosas, y que incluso visitó a algún vidente que le dijo que iba a morir joven. Las leyendas urbanas traen anécdotas de Carlos Santana y de algún amigo anónimo que pasó allí una temporada, guitarra al hombro, que es la postal más frecuente en los autocares que llegan de a puñados desde Marrakech (a unas dos horas y media de ruta).

Entre chillidos de gaviotas y olor a sardinas asadas, hoy siguen paseándose los últimos hippies europeos y americanos y los chicos y chicas del kite surf, mientras los jazzeros veneran al maestro neoyorkino del jazz fusión Randy Weston, un abonado a cada encuentro que murió en 2018, y a quien tuvimos el placer de entrevistar, un par de años atrás, en este mismo espacio. Para los marroquíes es un momento de intensa alegría y de comunión con sus hermanos africanos. El vínculo se produce en los roces diurnos dentro de la vieja medina, frente a los vendedores de perfumes y alfombras, y durante las noches, en los escenarios. Porque cada artista visitante hace un set de fusión con maestros de la tradición sagrada del gnawa, el blues del norte de África, que es una música rústica de plegarias, con letras que hablan de Dios y cuyos intérpretes tocan instrumentos tradicionales como el guembrí (bajo hecho en cuero) y las krakabs (castañuelas metálicas).

La fiesta se concentra en tres días de excelente música en escenarios al aire libre, con entrada gratuita, y conciertos íntimos en santuarios musulmanes y casas magrebíes

“Nunca he tocado en África para un público tan numeroso, a excepción, quizá, de un festival en Dakar, al que hace años nos invitó Youssou N’Dour”, explicaba –con su pausado ritmo beduino y sus ojos de nubes–Abdallah Ag AlHousseyni, el líder del mítico grupo tuareg Tinariwen, que cerró la segunda noche frente a una plaza Moulay El Hassan abarrotada por varias decenas de miles de personas. La organización confesaba entre sonrisas que había tenido que arrancar (literalmente) a Abdallah de su aislamiento de las últimas tres semanas, en su jaima del desierto, para convencerlo de volver a subirse a un escenario. La emoción del público frente a este grupo de soul con cadencia de dromedario era inmensa, porque con sus guitarras eléctricas, hoy en ristre, estos excombatientes tribales del norte de Mali, transmiten poéticamente la paciencia y el hastío frente a los interminables embates poscoloniales, algo compartido por el resto de ciudadanos africanos.

Tinariwen significa los desiertos, y ellos empuñan la música y las letras del suyo, el Sáhara, sobre la educación que necesitan, la paz que quieren y los problemas que traen los que invaden armados; se expresan en tamakesh, un idioma bereber que se habla en Mali, en Burkina Faso y en Níger. El público magrebí, siempre entusiasta, coreaba los sonidos de las letras, esos que todos hemos aprendido escuchando una y otra vez cada uno de los discos que han publicado desde 1993 (especialmente los de Tassili, que ganó un Grammy como el mejor álbum de world music de 2011).

Como un regalo de afecto norafricano, el ritmo gnawa, acelerándose y festivo en sus piruetas, envolvió a los malienses por delante y por detrás de su actuación. Tras su set a solas, los Tinariwen se fusionaron con el maestro Mustapha Baqbou, cuando ya los habían teloneado, con gracia y soltura, los mundanos Afro Gnawa Jazz Ensemble, liderados por el marroquí Majid Bekkas y el balafonista maliense Aly Keita. Estuvieron frente a un grupo de virtuosos músicos entrenados en los clubes de jazz de Rabat, Barcelona y Bruselas, como el bajista mozambiqueño Childo Thomas, el percusionista marroquí Amine Bliha y el vientista belga Manuel Hermia, secundados por las castañuelas de la familia Chaouki, gnauis de Rabat.

Entre los artistas españoles estuvieron la bailaora de Jerez de la Frontera, María del Mar Moreno, y Jorge Pardo, flautista con Camarón de la Isla y Paco de Lucía

La fiesta de Esauira se concentra en tres días de excelente música en escenarios al aire libre, con entrada gratuita, y conciertos íntimos en santuarios musulmanes y casas magrebíes de reconocibles patios moriscos. Esta vez, hubo mucha música venida del sur, de los países subsaharianos, como la que trajo el imprescindible Moh Kouyaté desde Conakry, que enamoró a la plaza con su funk hecho de raíces mandingas pero con toques de afro-pop que combinan la técnica de su maestro Amadou Sadio Diallo y su ídolo George Benson. Kouyaté, que ahora reside en París, ya tiene tres discos en el mercado (el último, Fe Toki, de 2017).

Y entre los que llegaron este año a fusionarse con las sonoridades del Magreb estuvieron también algunos artistas españoles destacados, como la bailaora de Jerez de la Frontera, María del Mar Moreno, y el fino Jorge Pardo, flautista con Camarón de la Isla y Paco de Lucía, Premio Nacional de las Músicas Actuales en 2015. Así, en un pequeño patio de Dar Loubane, el ensemble de Pardo protagonizó, durante la tercera noche, un set exquisito junto al maestro de Casablanca, Said Oughessal. Fue la ocasión perfecta para que el realizador Emilio Belmonte continuara el rodaje de la segunda parte de su trilogía llamada Trance, en torno al flamenco, que comenzó con Impulso (sobre Rocío Molina) y que esta vez está dedicada a Pardo como parte insoslayable de la historia del flamenco.

En otros escenarios, los bonetes marroquíes seguían girando con el ritmo metálico de las krakabs por detrás. Habían transcurrido los debates, los talleres de percusión y los encuentros de cada tarde entre músicos y público, acogidos por el Instituto Francés de Esauira. Los fantasmas de la intolerancia que se habían agitado antes de la celebración del festival habían sido batidos, un año más, por la alegría del encuentro.

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Sobre la firma

Analía Iglesias
Colaboradora habitual en Planeta Futuro y El Viajero. Periodista y escritora argentina con dos décadas en España. Antes vivió en Alemania y en Marruecos, país que le inspiró el libro ‘Machi mushkil. Aproximaciones al destino magrebí’. Ha publicado dos ensayos en coautoría. Su primera novela es ‘Si los narcisos florecen, es revolución’.

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