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Alberto Corazón, con el Saturno de Goya

La idea era invitar a 10 personajes de distinto y distinguido pedigrí, colarlos en el Prado y dejarlos solos con su obra favorita —de noche y con el museo desierto— y que luego contaran la experiencia. La intención final: contrastar esa forma inhabitual de contemplar el arte, solitaria y serena, con el ruido y la furia del tumulto contemporáneo en los museos. Unos lloraron, otras se extasiaron, todos disfrutaron. Este es el resultado de aquella noche tranquila de Alberto Corazón.

RECOGIMIENTO. Volverse hacia adentro. Toda emoción que puede ser distraída por el ruido se hace densa en el silencio y así los sentidos la absorben. Paz interior y lucidez. Dirigidas por la mirada. Los ojos me conectan con la celebración de las formas y colores, y luego, en el imperceptible instante en que necesito cerrarlos, con lo más profundo de la memoria.

— En este silencio que me regala el museo, la pintura enigmática de Goya golpea con más fuerza. Goya, el gran pintor de corte, famoso y respetado, que ha hecho ya todo lo que le han pedido, seriamente enfermo, compra la Quinta, una finca agrícola a las afueras de Madrid, y se encierra para hacer de las paredes de la casa un alegato contra la barbarie que le rodea.

— No hay un artista tan hermético como él. Sus majas, su Familia de Carlos IV, encabezan calendarios populares como una imaginería que oculta la carga de profundidad que transportan. Una primera mirada, feliz para la armonía de la composición o el discreto erotismo, se resiste a la evidencia de la estupidez borbónica y a la indolencia abúlica de la duquesa de Alba, ahora vestida, ahora desnuda. Goya interviene directamente sobre paredes ya pintadas con temas banales que ha encargado el anterior propietario, lo que le evita el agotador proceso de preparación de la superficie.

— No hay la menor constancia de que tuviera un ayudante. Para un hombre melancólico y enfermo, que se siente viejo, el reto de desplegar la atormentada lucidez de las pinturas negras es sin duda una especie de testamento. Del que este Saturno es probablemente la obra clave.

— Una deidad compleja y contradictoria desde el Cronos griego que tan bien describe Hesíodo, luego romano, ya como Saturno. Una deidad del desenfreno que lucha contra el tiempo, que lleva a la muerte. Las saturnales romanas son fiestas populares orgiásticas, en las que se suspende la realidad en favor del carpe diem. Fiestas que, bajo el control cristiano, pasarán a los carnavales.

— En este Saturno, Goya trabaja como no lo había hecho hasta entonces, las pinceladas pasan a ser brochazos enérgicos, tierra quemada, sienas, los bordes de las manos rojo sangre, para acentuar el gesto de atrapar el cuerpo que penetra en esa boca negra, abisal, como el alimento que permitirá al viejo nutrirse de la vida que se le escapa.

— Sobre un fondo negro, un viejo en éxtasis, con los ojos desmesurados quizá por el placer o la angustia de la urgencia, de nuevo el hermetismo de Goya, que obliga al espectador a preguntarse sobre el sentido del cuadro.

— Ante una obra de esta ferocidad, no hay nada que preguntarse. Solo hay que mirar, mirar, mirar.

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