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Columna
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La fuerza en un pañuelo

La respuesta de Jacinda Ardern va más allá del mero gesto: ofrece un marco coherente de ejemplaridad donde el mundo de los hechos y el de los valores vuelven a unirse

Máriam Martínez-Bascuñán
Diego Mir

Se puede ser ejemplar sin caer en los gestos, y desplegar una política de gestos sin ser ejemplar. Y es lo primero, la ejemplaridad, lo que estos días ha llamado la atención de Jacinda Ardern. La respuesta de la primera ministra de Nueva Zelanda ante los atentados del terrorista supremacista que asesinó a 50 musulmanes va más allá del mero gesto: ofrece un marco coherente de ejemplaridad donde el mundo de los hechos y el de los valores vuelven a unirse, donde la resistencia de lo real empieza a claudicar poco a poco ante lo ideal.

Su famoso “ellos son nosotros” sobre los miembros de las comunidades de inmigrantes afectadas por el ataque rompió con el habitual uso del extendido binomio populista, una forma de destilar el mundo que impone visiones holísticas de las culturas y una comprensión pacata de las sociedades como nichos perfectamente coherentes, sin fisuras o suturas, purificadas de todo lo que huela a diferencia. La fuerza totalitaria del “nosotros y ellos” representa un patrimonio reaccionario de veleidades prebélicas, pero no fue debilidad lo que mostró Jacinda Ardern: exhibió, por contra, una fortaleza inusual en la clase política dirigente, reconociendo la vulnerabilidad como el punto de referencia para pensar la política desde otro lugar.

Al mostrarse con un pañuelo negro sobre su cabeza para acompañar a las víctimas de las comunidades musulmanas atacadas, abrazándolas y consolándolas, creaba ese “nosotros” que puede surgir en torno a una herida, al sentimiento de pérdida, a esa sensación de vulnerabilidad que experimentamos cuando nos percatamos de que nuestras vidas siempre estarán expuestas al capricho del otro, pero también a su empatía. Ninguna respuesta enérgica, ningún llamamiento a la guerra o la revancha después de un atentado puede cambiar esa azarosa dependencia. Al no querer pronunciar el nombre del terrorista, la primera ministra hizo algo más importante aún: poner rostro a quien realmente lo necesita, a aquellos que están más expuestos a la violencia. Les decía, así, que merecen un duelo y estar presentes en los discursos nacionales, que merecen que se reconozcan sus vidas públicamente, y que se lloren sus pérdidas.

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El marco de ejemplaridad ofrecido por Ardern se ha comparado con el autoritarismo y la xenofobia de los iliberales Trump, Orbán y Modi. “Jacinda Ardern importa”, se ha dicho, e importa por su sencillez, porque no construye un liderazgo desde la lejanía o las liturgias cesaristas de algunos de nuestros flamantes y muy demócratas líderes. Ardern muestra humanidad, y algo que escasea también en el mundo de los impecables paladines liberales: sensibilidad para entender el dolor ajeno.

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