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PALOS DE CIEGO
Columna
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Claudio López contra la tragedia

Javier Cercas

Cuando entraban en conflicto los intereses del escritor y el editor, o los de la literatura y la industria editorial, él elegía los de los primeros

EL PASADO 11 de enero murió en Barcelona, a los 59 años, Claudio López Lamadrid, director literario de Penguin Random House y uno de los grandes editores de la lengua española, y en los días siguientes los periódicos prodigaron artículos donde se subrayaba la importancia de su labor, su exigencia intelectual, su encanto personal; su conciencia activa de que en rigor no existe la literatura española, ni la argentina ni la mexicana ni la chilena, sino sólo la literatura en español; la seguridad que contagiaba a sus autores y colaboradores, o su diabólica habilidad para volverse invisible, para escabullirse y desaparecer, en cierto sentido el arte esencial del auténtico editor. Es verdad que, como dijo un relevante político español, vilipendiado cuando se hallaba en activo y colmado de elogios cuando se retiró, en España enterramos muy bien, pero nada de lo que se escribió a la muerte de Claudio López constituye, hasta donde alcanzo, una piadosa exageración dictada por la melancolía. Sin embargo, hay algo que creo que no se dijo en ninguno de esos artículos. Y que me importa mucho decir.

Una tragedia es un conflicto en el que las dos partes en pugna tienen razón. Como se sabe, la relación entre editor y escritor no siempre es fácil: sus intereses legítimos a veces convergen, pero otras veces divergen; estas diferencias pueden enconarse y provocar rencores eternos, que pocas veces se hacen públicos. En tal sentido, la relación entre editor y escritor es casi siempre trágica, pero lo que definía a Claudio López como editor era su rechazo a acatar esa fatalidad. Hablo por experiencia. A lo largo de mi vida he tenido en España, sobre todo, tres editores, el más duradero e insistente de los cuales ha sido Claudio López: en los 10 últimos años, los de nuestra relación, publicó, entre novedades y recuperaciones, nueve de mis libros. Pues bien, durante esa década Claudio López me animó varias veces a hacer cosas que eran buenas para mí (o para mis libros), pero no para él (o para su editorial), y en una ocasión me dio todas las facilidades para que hiciera algo que yo debía hacer, pero que a él no le convenía en absoluto, o que simplemente le perjudicaba. Ya sé que, para algunos, lo anterior será difícil de creer, entre otras razones porque hasta hace poco tiempo, en España, la relación entre editor y escritor era más o menos como la existente entre negrero y esclavo (yo todavía he conocido editores de ese tipo); será difícil de creer, pero es así, y estoy seguro de que no soy el único escritor que puede contar cosas parecidas de Claudio López. Lo cierto es que éste se negaba en redondo a acatar la dimensión trágica de la relación entre editor y escritor: cuando entraban en conflicto los intereses de ambos, elegía los intereses del escritor; cuando entraban en conflicto la industria editorial y la literatura, elegía la literatura; cuando se veía obligado a optar entre él y sus autores, optaba por sus autores. Esto es lo que, para mí, singularizaba a Claudio López como editor, y también como persona. La palabra generosidad no abarca lo que quiero decir, ni siquiera la expresión elegancia moral. Hay más, y más difícil de identificar: quizá se trataba de que Claudio López sentía en secreto la obligación de hacerse cargo de la literatura, de responsabilizarse de ella, de cargarla sobre sus hombros, creando las condiciones para que los escritores diesen lo mejor de sí mismos; eso era quizá lo que hacía de él un editor excepcional. Porque a Claudio López la industria editorial le importaba mucho, pero la literatura le importaba muchísimo más.

Cuando mi padre murió, mi madre repetía que ella entendía muy bien que se hubiese muerto porque todo el mundo se muere; lo que no entendía era que ella no volviera a verlo nunca más. En ese estado de perfecta perplejidad nos deja a veces la muerte de alguien próximo. En ese estado me encuentro todavía ahora, tantos días después de la muerte de Claudio López, incrédulo porque no voy a volver a verle, furioso porque ya nunca podré decirle lo que estoy diciendo aquí, sin que él lo sepa. Y porque nunca ya podré darle las gracias.

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