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Narciso Ibáñez Serrador: “Lo de ‘Un, dos, tres’ no lo consigue hoy ni el fútbol”

Sofía Moro
Anatxu Zabalbeascoa

Guionista y director de cine y televisión, hombre de teatro, acomodador, tramoyista, vendedor de 'souvenirs'… y padre del mítico 'Un, dos, tres', fenómeno televisivo que permaneció en pantalla durante casi cuatro décadas. Chicho Ibáñez Serrador recogerá el Goya de honor el 2 de febrero. Películas como 'La residencia' o '¿Quién puede matar a un niño?' y series como 'Historias para no dormir' —todas dentro del género de terror— le han hecho de sobra merecedor de un premio así.

CON CHICHO Ibáñez Serrador (Montevideo, Uruguay, 1935) sucede que ha sido tantas cosas que un logro tapa otro y nos hemos acostumbrado a conocerlo solo por partes. Fue el padre de Un, dos, tres… responda otra vez, que también dirigía, presentaba y hasta doblaba, cantando a la calabaza Ruperta, la mascota del programa. Ese concurso —creado en 1972— congregaba ante la pantalla a 24 millones de telespectadores cuando España tenía 37 millones de habitantes. Interesaba por igual a padres, abuelos y nietos. La fórmula se exportó a otros países y Chicho siguió inventando programas pioneros, como Hablemos de sexo o El semáforo. Pero antes de que protagonizara el big bang de la televisión española —filmando como en el cine en lugar de con cámara estática—, Chicho ya había rodado las películas que directores del género como Álex de la Iglesia, Alejandro Amenábar o Juan Antonio Bayona consideran pioneras. Son esas películas que abrieron camino —La residencia y ¿Quién puede matar a un niño?— las que le han valido el Goya de honor que recogerá el 2 de febrero.

Coqueto y pragmático, evita hablar del tema y contesta levantando el pulgar cuando se le pregunta cómo se encuentra, pero desde hace años se desplaza en una silla de ruedas. Con el movimiento limitado y una calma que no ha conocido en su vida, su característica locuacidad se ha convertido en elocuencia, cuando el tema le interesa, y en laconismo, cuando no. Recién operado del corazón, ha vuelto a la casa de Somosaguas que bautizó como El Refugio. Vive rodeado de un equipo que le atiende y cuida, de pocos amigos, de cientos de premios acumulados en las vitrinas y de estanterías repletas de libros. Cuando llegamos, está preparado frente a un café, tras la mesa de su despacho, junto al salón. Sobre el escritorio, un retrato de su segunda mujer, uno de sus hijos y otro de su perro más querido, Loco. También una docena de figurillas de cerdos.

¿Colecciona cerdos? Me regalaron dos y procrearon.

“El miedo en la pantalla es un refugio. Consuela sentir que hay cosas peores. Yo he sentido mucho miedo en la vida, pero nunca en el cine”

¿Esta es la casa en la que ensayaban Un, dos, tres? A veces, cuando teníamos que pulir una parte, los invitaba a cenar.

O sea, que por aquí han pasado Lydia Bosch, Bigote Arrocet, Beatriz Carvajal… Todo el mundo.

Entre sus numerosos talentos puede que el más llamativo sea el de descubridor de talentos. Intuyó a Victoria Abril, Nuria Roca o Elena Ochoa. ¿Qué veía en ellas? Algo. Humor. O seriedad. Lo que importa es en qué puede cada persona llegar a ser número uno.

¿Cómo lo descubría? Los animaba a hablar. Al escuchar, siempre aparece un tema recurrente en las conversaciones. Uno se delata cuando habla.

¿Cómo supo que la doctora Elena Ochoa hablaría sin tapujos de sexo a un país pacato? Elena parecía recatada. Pero tenía subsuelos y sótanos que el programa no descubría pero dejaba intuir. Para comunicar, la sugerencia es mejor que la evidencia.

Ibáñez Serrador fue un niño miedoso cuando vivía en Montevideo. Tenía púrpura hemorrágica, y esa enfermedad le impedía jugar en el patio del colegio. Eso lo aisló. Se convirtió en un lector empedernido. Hasta que un día decidió que debía vencer su timidez o el mundo se lo comería. Fue entonces cuando, como en una estrategia de superación, se lanzó a bromear y a hablar sin parar.

¿Es eso lo que ha enseñado a tantos actores y actrices, a dejar atrás las dudas para lanzarse al mundo? Yo no enseñaba, pulía. Buscaba como quien busca piedras en el mar. También he tratado de pulir algunas que al final no han resultado ser preciosas.

¿Cómo se le ocurría un programa? Pensando en qué era lo que no había. Por eso Un, dos, tres tenía de todo: porque entonces en España no había muchas cositas. Era fácil. Todo era una sorpresa. Lo mejor que tenía es que era imprevisible. Siempre había algo interrumpiendo y volviendo a sorprender. Esa era la clave: veías lo que no esperabas ver.

La fórmula es parecida a la de su cine y series de misterio. En el cine de terror, lo que no ves es siempre lo que da miedo, lo que desconocemos.

Recibirá el Goya de honor por abrir la puerta a ese cine en España. ¿Por qué tenía tanto tirón el miedo durante el franquismo? Quizá porque el miedo que te hacía sentir la película era mayor que el que uno sentía a diario. El miedo en la pantalla siempre es un refugio. Consuela sentir que hay cosas peores.

En su distopía N23 prohibían leer a los prisioneros. Hoy podría parecer un castigo lo contrario: obligar a leer. Para mí, quedarme sin leer hubiera sido una tortura. Leer me refugió, me fortaleció y me llenó de ideas. Mis Historias para no dormir fueron el resultado de lo que leí de niño. Poe es mi Dios.

¿Sigue leyendo? Pero ya no para descubrir. Me gusta lo conocido para encontrar giros que me habían pasado inadvertidos. Estoy en una época decadente. Solo recomiendo lo que hace años que me gusta.

Sofía Moro

¿Qué lectura recomendaría ahora? La del periódico. Te conecta con el mundo, te hace vivir el día.

¿Y una película de terror? Aún tengo que descubrir una que me dé miedo. He sentido mucho miedo en la vida, pero nunca en el cine.

¿Qué le ha hecho tener miedo? Casi siempre el futuro. Me daba miedo de niño y me da miedo ahora.

¿A qué lo atribuye? A la falta de experiencia.

¿Qué hace para vencer el miedo? Bromear. Y trabajar. Se lo debo todo al teatro. Allí lo he hecho todo. Y en ese todo incluyo lo que mucha gente desprecia: ser acomodador, maquinista o tramoyista. Cuando uno ha hecho de todo puede corregir a un equipo con argumentos de peso.

¿Desempeñó todos esos oficios como estrategia? No. Fue por necesidad de aprender, y también económica.

Para ser miedoso, encontró valor para, siendo poco más que un adolescente, decirle a su madre que se marchaba a Egipto. Ahora que lo dice, estoy viendo a mamá recién despierta. Le digo que me quiero ir a Egipto y me contesta que tenga cuidado al cruzar la calle. Era una mujer muy inteligente. Seca, pero inteligente.

¿Por qué quiso ir a Egipto? Me resultaba fascinante, moderno, misterioso. Estuve seis meses. Y aprendí que uno debe siempre enfrentarse a lo misterioso. Hice lo que he hecho toda la vida en los países donde he estado: comprobar si podía vivir de mi trabajo.

¿Y pudo? Sí. Me dediqué a vender souvenirs. Regresé cuando ya había vendido todo lo vendible.

¿Cuándo se dio cuenta de que Un, dos, tres iba a ser un éxito? Cuando lo prolongamos. Aunque también sabía que debía cambiarlo, agregarle ideas. Eso hice durante años: sumarle y sumarle.

¿Y cuándo se dio cuenta de que el programa ya no podía continuar? Cuando me cansé de él y empecé a ver repeticiones en lugar de programas.

¿Hoy día sería imposible un éxito así? No. Creo que Un, dos, tres podría ser de nuevo un éxito. Por una razón: ahora los programas son muy específicos. Se limitan a un tema: la música, la cocina, las palabras… Un, dos, tres tenía de todo. Y cuando algo es de verdad completo, si no te gusta por un lado, te gusta por otro.

“El futuro de la televisión no es demasiado prometedor. Todo me parece ya muy visto, como una revista de hace dos semanas que ya está leída”

¿Hace falta una televisión más de investigación que de entretenimiento? Las dos cosas son necesarias. Antes hacía más falta la evasión.

¿Un, dos, tres tenía algo de anestesia? El éxito de ese programa es que no había competencia. Pero olvidarse de la realidad no es un mérito específico, eso lo consigue cualquier novela buena. Verlo no nos hacía menos críticos. Al revés, hacía progresar la televisión porque los espectadores veían más y luego exigían más.

Cuando Chicho Ibáñez Serrador llegó de Montevideo en 1947 con su madre, tenía 12 años. Tras estudiar con los Hermanos de La Salle en Salamanca, comenzó a trabajar en el teatro y muy pronto en la televisión. A lo largo de más de 65 años ha sido de todo: director, presentador, guionista, actor y doblador: puso voz al conejo Tambor para la versión hispana de la película Bambi, de Disney.

¿Ese repertorio de intereses ha sido fruto de la pasión o de la necesidad de buscarse la vida? Es una barbaridad moverse por dinero. Hacer las cosas por dinero da siempre resultados feos.

La mayoría de la gente trabaja por dinero. Si solo es por dinero, raro será que el resultado no sea feo. No he sido un privilegiado, he sido una máquina de trabajar muy crítico con lo que he hecho. A Dios gracias, he filtrado mucho. Eso ha sido importante: primero, porque pude pulir lo que hice; segundo, porque en lo que dejas de hacer está siempre el futuro.

¿Ahora a qué se dedica? Me he dedicado siempre a buscar. Lo hago dejando la mente en gris.

¿En gris? El gris es el blanco con un filtro de lo que uno ya sabe. Se consigue con la experiencia. Con la mente en blanco puede aparecer cualquier cosa. Con la mente en gris sabes lo que estás buscando.

¿Y qué busca? Me intriga por qué se necesita una soledad casi angustiosa para ir más allá y casi nunca se va. He llegado a la conclusión de que para ir más allá es mejor la presión que la soledad.

Viene de una familia de cómicos. Su madre [la argentina Pepita Serrador] era actriz, su padre [el asturiano Narciso Ibáñez Menta] fue además director, y sus dos hijos, Alejandro y Pepa, están empezando. Bueno, Pepa hace mucho que empezó. Pero es quizá la persona con mayor sensibilidad de nuestra familia. Tiene ideas tan grandes que pienso que no va a llegar a realizarlas. No por eso le aconsejo que las deje.

Su padre se casó tres veces. ¿Usted ha sido mujeriego? He tenido amoríos porque he sido coqueto. Amores, pocos. Me casé dos veces. Y no lo hice con la madre de mis hijos.

¿La madre de sus dos hijos qué era? Una chica mona.

¿A qué se dedicaba? Era azafata y me enamoré de ella.

Arriba, Chicho Ibáñez Serrador en 1966, durante un rodaje de su serie 'Historias para no dormir'. Debajo (segundo por la derecha), en 1976, con Kiko Ledgard y las azafatas de 'Un, dos, tres'.
Arriba, Chicho Ibáñez Serrador en 1966, durante un rodaje de su serie 'Historias para no dormir'. Debajo (segundo por la derecha), en 1976, con Kiko Ledgard y las azafatas de 'Un, dos, tres'.

Sus padres se separaron cuando usted tenía cuatro años. Pero he tenido muy buena relación con ambos. Les tenía un enorme respeto, casi adoración. Yo vine a España con mi madre. Y mi padre se fue a actuar a Nueva York.

¿Usted qué tipo de padre ha sido? Demasiado lejano. Demasiado bueno. Demasiado blando. He vivido como una obsesión inyectarles curiosidad por el mundo: por viajar, por entrar a fondo en las personas.

¿Cómo se llega al fondo de las personas? Charlando. Somos una sociedad que habla muy poco. Hablar sana, educa, despierta, te fuerza a ver más allá de tu mirada.

Una de las reinvenciones de Un, dos, tres, la de 1982, lo dejó completamente en manos de mujeres. El presentador histórico, Kiko Ledgard, fue sustituido por Mayra Gómez Kemp, y Don Cicuta y los Tacañones, por las tres Supertacañonas, las hermanas Hurtado. No había caído. Era un programa feminista, ¿no? Pero no lo hice para reivindicar nada. Lo hice porque he trabajado siempre igual con hombres y mujeres, y me parecía, y me parece, que un hombre o una mujer pueden hacer cualquier papel en una obra o tener cualquier cargo en una producción.

En sus programas, muchos de los profesionales que abrían camino eran latinoamericanos: Ledgard era peruano; Mayra es cubana; Bigote Arrocet, chileno, y usted mismo, uruguayo. La suya fue una inmigración muy distinta de la actual. Fue una importación. Yo estoy a favor del movimiento de las personas. El llegar o no es una cuestión de trabajo y conocimiento. Nosotros traíamos algo que aquí no había.

¿Políticamente dónde está? En una izquierda serena. Siempre he estado ahí.

Y sin embargo fue el rey de la televisión durante el franquismo. A la censura le interesaba la distracción. Y tenía poca imaginación. No entendía mucho de metáforas. Era una censura torpe que solo castigaba lo evidente. Y, claro, nadie hacía lo evidente.

Uno de los legados de Un, dos, tres son las muletillas que utilizamos en el lenguaje: “Y hasta aquí puedo leer”, “Son amigos y residentes en Madrid”. Un, dos, tres fue durante años un territorio común, un aglomerado que nos unió a pesar de nuestras diferencias. Eso hoy no lo consigue ni el fútbol.

De la gente que descubrió, ¿con quién mantiene relación? Con bastantes, pero sobre todo con Mayra. La tengo y la tendré. Fue muy cómodo y muy grato trabajar juntos.

Dijo de usted que era un genio caprichoso. El programa debía cambiar y sumar para mantenerse vivo. Creo que al final lo entendió.

¿Qué hace ella? Nada por problemas de garganta. Yo debería ver más a Mayra. Pero no nos vemos ni hablamos por teléfono porque no quiero forzarla a hablar. Ella debería entregarme el Goya.

Quienes han trabajado con usted lo describen como un maestro, incluso un genio, muy exigente. Lo he sido.

¿Se arrepiente de algo? No.

Terminó su carrera en Televisión Española como jefe de programas. Pero abandonó el puesto precipitadamente. Fue un error. La gestión no es la invención que me motiva. De ahí nos fuimos a hacer teatro a Argentina.

¿Cómo ve el futuro de la televisión? No demasiado prometedor. Todo me parece ya muy visto, como una revista de hace dos semanas ya leída. Eso quiere decir que hay espacio para otros programas, pero yo no sé cuáles.

¿De dónde ha aprendido lo que sabe? Del camino.

¿Más de ponerse a prueba, de los libros o del propio teatro? Si tuviera que elegir una cosa sola, diría que son los libros los que enseñan.

¿Quién le empujó a leer? Mi abuelo paterno. También era actor, muy malo. Imagino que sería un buen lector, pero no lo sé. El caso es que me leía a Dumas y cuando dejó de hacerlo yo quise más y continué solo.

Tiene muchos perros. Ahora solo tres: Cállate, Gordito… Recuerdo una respuesta que Juan Ramón Jiménez me dio en Puerto Rico. Dijo que no tenía perro porque no soportaba la idea de que lo matara un coche. Pensé que tenía un gran corazón. Era muy dulce Juan Ramón, más dulce que lo que escribía.

Tenía miedo al futuro. Como yo.

Su madre le pidió perdón en una carta póstuma por no haber estado a su lado todo lo que hubiera querido. Con los hijos uno nunca hace lo suficiente. Mi madre estuvo todo lo que yo necesité. Una vez, y solo una, me dio una bofetada y en el instante de darla se arrepintió. Le dolió más a ella que a mí. Mi padre era todo lo contrario, era la diversión, la charla y revivir su juventud en Estados Unidos. De eso hablábamos siempre: de él.

¿En esa carta póstuma su madre le dio algún consejo? “Recuerda que en la vida todo debe parecerte un milagro”, me escribió como despedida. No he conseguido que todo me lo parezca, pero cuando logro algo que creía muy difícil pienso siempre que ha sido un milagro. Pensar en la vida como un milagro es la clave para la felicidad. 

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