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La práctica sexual que incomoda y deleita a partes iguales y de la que no se habla en público

Un placer inmenso o una pesadilla. Depende de cómo, por qué y con quién

Escenas eróticas en templo de Khajuraho (India).
Escenas eróticas en templo de Khajuraho (India).Getty Images (Getty Images)

A mí lo del dedo en el culo me ha costado de siempre. La primera vez que imaginé que aquello podía formar parte de mi vida amatoria andaba yo a horcajadas encima de uno que se empeñó por sus santas narices en que aquello tenía que gustarme. Y no. No me gustó un pelo. No me gustó porque no lo hizo con cuidado. No me gustó porque no me dijo que pretendiera meterme el dedo en el culo. No me gustó porque, hasta entonces, yo era como todos esos heterosexuales que encantados entrarían en un trío con una de tus amigas, pero cuando les propones hacerlo con cualquiera de los suyos te sueltan lo de que a ellos, por detrás, ni el pelo de una gamba. No me gustó. Pero, por el simple hecho de ser mujer, él dio por hecho que podía hacerlo. 

La de veces que los hombres han dado por hecho que cualquier práctica sexual que les gustara a ellos, a mí me volvería loca. La de veces que me he cagado en todos sus muertos.

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Cualquiera a quien le hayan metido lo más mínimo por el culo sabe que mejor saber de antes que te pretendan. Por aquello de relajarte. Por aquello de dejar que las terminaciones nerviosas del mismo (más que en la vagina) hagan de las suyas. El dedo es solo el principio de un gran repertorio de instrumentos que facilitan el disfrute del sexo anal. Si antes de cualquier incursión posterior, entrenáramos, nuestras relaciones anales serían mucho más placenteras. El músculo del ano está diseñado para expulsar, no para acoger. Cualquier intención de penetrar debe ir precedida de toda una puesta en escena. Culturalmente, muchos hombres heterosexuales rechazan disfrutar del sexo anal y eso que el orgasmo prostático es uno de los más placenteros. Disculpen, pero la estimulación de la próstata es imposible sin un dedo en el culo. Y puede ser el inicio de toda una sexualidad sumamente placentera.

La muerte de Bernardo Bertolucci me pilló, como a todos, a por uvas. Lo primero que hice fue exhalar un ooooooohhhhhhh quejicoso y lastimero en el que resumía la parte de admiración que se tiene por los que son capaces de hacer cosas bellas. Unas bellas y otras nefastas, como dicen los que más saben de cine. A Bertolucci se le amaba con locura y su famosa escena con mantequilla no iba a ser menos.

Bertolucci y Marlon Brando utilizaron su situación de poder para idear una escena que no aparecía como tal en el guion. Quisieron rodar a su antojo, aprovechándose de María Schneider Todos los implicados en el rodaje, incluida ella, reconocieron que Marlon Brando jamás metió su dedo. Para algunos, que no metiera el dedo, es suficiente. Como si la sensación de impotencia no fuera motivo para sentirte abusada. El arte y el legado del director compensan haber humillado a una mujer en su propio beneficio. Los que argumentan que en los rodajes se intenta sacar el máximo de los artistas y que el noble arte de la interpretación merece sobrepasar ciertos límites, me parecen igual de abusadores que Bertolucci y Brando. Lo más asombroso ha sido leerlo y escucharlo de personas que trabajan en una industria, la nuestra, en la que aún no ha habido denuncias explícitas a nadie, a pesar de que es evidente que esos abusos existen. Cualquier día nos llevamos una sorpresa y empezamos a saber nombres.

Es lo malo de los focos que, a veces, te deslumbran y no dejan ver la de mierda que puede haber en la belleza.

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