Mánagers, los ángeles de la guarda
Más que representantes de los artistas, son sus protectores en todo momento y condición. Contratos, estrategias, consejos, confesiones, peleas… Un oficio que se practica desde la sombra y sin el que, muy probablemente, las estrellas de la música no serían las mismas
FUE UNA NOCHE de 1980 en Lima la que cambió la historia de la música española. Paco de Lucía, de gira por América con su sexteto, fue invitado por el embajador español en Perú a cenar en su residencia. Allí acudió también la intérprete Chabuca Granda, que se arrancó a cantar acompañada por guitarra y cajón, sobre el que se sentaba el percusionista Caitro Soto. El sonido que desprendía nunca lo habían escuchado los flamencos allí presentes. En aquel salón, además de los músicos y los anfitriones, estaba, en segundo plano, José Emilio Berry Navarro, mánager de Paco de Lucía durante 35 años y actualmente archivo viviente de excepción. Aunque conocida, la historia contada por él cobra hoy textura con los matices de lo que sucedía entre bambalinas: “Paco se volvió loco al minuto. En cuanto acabó Chabuca, le dijo a Rubem Dantas, su percusionista brasileño: ‘Negro, ¿le meterías mano a eso?’. ‘Puedo tentar, puedo tentar’, le contestó”, recuerda Berry entre risas. El episodio se cerró con la compra del cajón por 12.000 pesetas. “Conclusión de aquella noche: nos fuimos con el cajón a Chile, donde tocábamos un par de días después, sin funda, porque ni eso tenía, y lo pusimos en el centro del escenario del teatro Oriente de Santiago. Mira cómo sería la novedad que no supimos ni cómo amplificarlo”.
Aunque siempre con bajo perfil, Berry ha vivido en primera persona los grandes hitos del último medio siglo de música en español. Ha sido —aún lo sigue siendo— el modelo de mánager que cuida de la carrera del artista. El hombre al cargo de los fogones. Aparte del fallecido De Lucía, del que dice que “solo se le reconoció debidamente después de muerto”, Berry sigue representando a José Luis Perales, Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat. A este último, desde hace 46 años. “Llevo más tiempo con él que con mi mujer”, explica por teléfono desde Buenos Aires, mientras prepara precisamente con él una de las 11 fechas programadas en el mítico teatro Gran Rex. En 50 años de carrera, Serrat ha hecho decenas de giras, y en cada una de ellas lo ha acompañado su mánager: en su caso, una profesión romántica y vocacional. “Este oficio no se aprende en la universidad, sino en la carretera. Nos ganábamos la vida viajando, una vida muy dura para la familia. Hemos visto crecer a los niños a saltos”, confiesa. Berry empezó como técnico de sonido en una gira con Serrat en 1972 y desde entonces no ha parado. El secreto de su éxito: atender a pocos pero grandes músicos y con largo recorrido. “Hay que hacer una labor de piel con el artista. Conviene tener claro lo que le interesa y aplicarlo, aunque no sea lo que más dinero dé. Y luego hay que estar siempre. Yo podría mandar a un empleado, pero aquí estoy, para dar la cara y, si pasa algo, arreglarlo”. Se refiere a desencuentros contractuales con promotores o, peor, alguna cancelación repentina, como les ha sucedido últimamente a los propios Serrat y Sabina. “Lo que necesita Joaquín es estar poco en la carretera, a él le cuesta más salir de gira”.
El papel de representante de artistas ha ido cambiando al ritmo que iba creciendo una industria musical dominada por las discográficas. Durante muchos años, el mánager se dedicaba a conseguir giras, pero también atendía la relación entre el músico y las compañías de discos. Gestionaba el talento dando respaldo artístico y ejecutivo a la vez. Y aconsejaba, asesoraba, ejercía su influencia tras el artista. Se convertía en su sombra. De ejemplos está llena la historia de la música, de Eliot Weisman con Frank Sinatra al mismísimo Brian Epstein con The Beatles: llevaban la manija tras el telón. Ese modelo explotó a mediados de la década pasada, arrastrado por la combinación de dos factores: de un lado, la revolución digital y la consiguiente crisis del sector discográfico, que provocó una caída en las ventas drástica y sostenida desde 2003, y del otro, la Gran Recesión, que en la música española se tradujo en una resaca gigantesca tras una interminable borrachera de dinero público. En los años de bonanza, la política cultural de Ayuntamientos y otras instituciones públicas se basó en buena medida en conciertos gratuitos de artistas con cachés disparados. La crisis reventó una burbuja de la que participaban todos los estamentos, también los mánagers, que habitualmente trabajan sobre un porcentaje del 20% de los honorarios de sus representados. El grifo se cerró justo cuando más lo necesitaban todos los actores, puesto que la industria del disco, tal y como la conocíamos, ya no iba a ser igual nunca más. Dice Berry que en la asociación de representantes, Arte, “antes había 400 socios activos y ahora poco más de 100 deben de tener trabajo estable”. Tocaba reinventarse para sobrevivir.
“Nosotros, hace 25 años, cada vez que fichábamos a un artista nos volvíamos locos para encontrarle un mánager. Ahora hacemos un modelo de 360 grados, en el que no solo somos discográfica, sino que también hacemos el booking, el management y la comunicación”. Habla Carlos Galán, dueño de Subterfuge, sentado en una colorida sala de su oficina en el barrio de Chueca, en Madrid, junto a su socia, Gema del Valle. Activos desde 1989, revolucionaron el panorama musical hace un cuarto de siglo, cuando irrumpieron en la industria como el sello independiente de Australian Blonde, y luego de Dover o Fangoria. Era la revolución indie. El soplo de aire fresco se acabó con el cambio de paradigma de la década siguiente: “Nos reinventamos por necesidad ante la muerte del formato. Ten en cuenta que era un negocio en el que el 85% era la facturación de discos, que desde entonces pasó a ser un 15%. Había que reaccionar y la primera fase fue intentar adoptar los papeles que hasta ahora habían sido ajenos y que encargábamos a otras agencias o personas”, relata Carlos.
“Haces de todo, y si el artista tiene un defecto, piensas cómo convertirlo en virtud” (Carlos Galán, dueño del sello Subterfuge)
Probaron esa migración en 2002 con Marlango. “Era la primera vez que a un grupo grande le proponían algo así. Por supuesto, pasaron de nosotros olímpicamente. Pero es lógico. Éramos la compañía y queríamos ser también mánagers, no se entendía”. Tres años después lo consiguieron con Cycle, y no se detuvieron. Hoy tienen un departamento específico (Subterfuge Events) para los más de 30 grupos que se manejan en ese formato integral, entre ellos Arizona Baby, Neuman o McEnroe. El funcionamiento es muy diferente al de la representación artística de vieja escuela: aquí tres personas organizan y planifican las giras y las salidas a la carretera, y a ellos les suman road managers, backliners y técnicos, pero sin una dedicación exclusiva. En el camino han salido bandas que desde el principio han ido de la mano de Gema y Carlos. Es el caso de Viva Suecia, su última gran revelación. Acaban de ganar el premio MTV al mejor artista español del año y preparan para primavera una segunda fecha en la sala La Riviera, tras agotar entradas en la primera. Hace tres lustros habrían tenido mánager de antemano. Hoy el sello ahorra intermediarios. “Los grupos ya llegan y te dicen: no tengo nada firmado con nadie. No vienen con la tarjeta de su mánager diciéndote que lo llames a él, porque ahora es incompatible”, dice Carlos, a quien completa Gema del Valle: “Estamos al servicio del artista. Somos la oficina que le provee de todo lo que necesita. Cuando haces prensa, también haces de mánager, porque piensas cómo comunicar, cómo enfocar, si tiene algún tipo de defecto convertirlo en virtud… Al final eres una agencia de comunicación dentro de Subterfuge, cuidándolo todo como si fueras su mánager. Aquí también se diseñan las portadas y se hacen las fotos, así que es todo mucho más directo y más cómodo”.
Reconocen que la figura del mánager creaba a menudo interferencias en la relación entre artista y sello. “Era como el teléfono escacharrado”, dibuja Gemma. No solo los sellos independientes vieron el negocio de la representación. De hecho, las multinacionales usan las mismas herramientas, pero a lo grande, con una consecuencia evidente: se fue disipando la figura del mánager, licuada entre los departamentos de estos gigantes en continua renovación.
En la búsqueda por reformular los papeles dentro de la industria hay quien siguió el camino inverso: un mánager con inquietudes de promotor que ha terminado ofreciendo el paquete completo a sus artistas. Joaquín Kin Martínez fue, antes de nada, funcionario. Y fue en un viaje de trabajo al Festimad de 1996 cuando detectó carencias en el sector y se interesó por él. Montó una tienda de música en su pueblo en Galicia, Caldas de Reis; tejió una red de contactos y creó Fábrica de Chocolate, con la que empezó a representar a Deluxe, el anterior proyecto de Xoel López, a quien ahora, bajo su propio nombre, también le edita los discos. Martínez se adelantó a la crisis del disco creando festivales que hoy continúan en boga. Es el caso de Portamérica o, con más solera, el Cultura Quente. En la edición de 2006 se le acercó un chico para decirle que quería tocar en el festival. Su nombre era Pucho y pertenecía a un proyecto llamado Vetusta Morla. En cuanto le mandó material, detectó su enorme potencial. Dos años después, Vetusta hizo en ese mismo festival el primer gran concierto de su exitosa carrera. Ahí Martínez, ya con su nueva empresa, Esmerarte, metió otra marcha. “Los mánagers de antes cerraban giras y conciertos. Hoy no vale solo eso, hay que trazar estrategias. El mánager debe estar atento a todos los movimientos del mercado, incluso los de turismo o gastronomía, y no solo recoger rendimientos económicos, sino también emocionales con el público. Un proyecto para 25 personas puede ser más productivo que los 38.000 que metimos con Vetusta este año en Madrid”, dice. Su receta para la relación con el músico: “Saber escuchar, establecer confianza, tener cercanía. No hay que ser amigo, pero ayuda, ser claro incluso cuando no estén de acuerdo los dos, ser reflexivo. El mito del ‘sexo, drogas y rock and roll’ hace mucho que desapareció. Estamos en la generación más profesional que nunca tuvo la industria”. Para Martínez, los mimbres están puestos para ahondar en la formación de la gestión de artistas y reposicionar así la música en español.
“El mito ‘sexo, drogas y rock and roll’ desapareció hace tiempo” (Joaquín Kin Martínez, que trabaja con Vetusta Morla)
En ese puente se afana desde hace dos décadas el argentino Walter Kolm. Trabajó como director de Universal España a finales de los noventa —“llegué con La vida loca, de Ricky Martin”— y con el cambio del siglo se marchó a Miami, “la capital de Latinoamérica”, dice desde allí. A él la reformulación de las disqueras lo sorprendió en lo más alto —al mando de Universal Music Latin—, hasta que en 2011 decidió crear su propia empresa de representación. A él se le atribuye el exitoso relanzamiento de la carrera de Carlos Vives, a base de una actualización de su estilo y de una estudiada elección de colaboraciones, como Shakira. Pero lo que Kolm buscaba era un artista a quien convertir en estrella global. Lo encontró en 2013, en Colombia. Su nombre era Juan Luis Londoño, pero era conocido por Maluma. Tenía 18 años y ya arrastraba a una tropa de fans. “Lo vi y pensé: este chamaquito tiene toda la pinta de estrella”, rememora. “Antes veías un artista que tuviera personalidad para un buen show. Hoy la imagen es mucho más importante. Las redes sociales han de ser un reflejo de tu carisma. Antes grababas, salías en radio y televisión. Hoy vas a las redes directamente, está todo mucho más en manos del artista que de la compañía”. Con Maluma siguió un modelo de desarrollo comercial que él califica de “orgánico”. Primero, lo hizo masivo en Colombia. Luego, en México y resto de Latinoamérica, España y Estados Unidos, con giras continuadas. “Ya no se trata solo de la música y hacer bailar. Hay que invertir mucho dinero en producción, porque todo se basa en el espectáculo”.
La exposición directa del artista en las redes también trae problemas. El mánager hace de parapeto en polémicas como el machismo de las letras. “Ya lo dijo él en España. Una cosa es Juan Luis y otra Maluma. En el trap, por ejemplo, se dice de todo, pero le pegan solo a él”, se defiende. Para Kolm, hoy la música latina en Estados Unidos también ha cambiado. De Julio Iglesias o Camilo Sesto se ha pasado a la música urbana —“el equivalente del pop de los ochenta”—, que se escucha por igual en inglés y en español. “La gente consume sin prejuicios y por eso ha crecido el negocio. Al final, un hit es un hit y eso es lo importante”. Así lo entienden otros nombres importantes de la escena, como la cubana Rebeca León, exejecutiva de larga trayectoria en AEG, la promotora estadounidense de conciertos, que abandonó el año pasado para hacerse cargo de las carreras de Juanes, J Balvin y, ahora también, de la ubicua Rosalía. Su modelo tiene el mismo común denominador al que aludía Kolm: productos en español con tendencia global, tan cerca y tan lejos de aquella noche que unió el flamenco y la música latinoamericana alrededor de un cajón.
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