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CARTA DESDE EUROPA
Tribuna
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Democracias, no solo neveras

La UE es un proyecto económico, pero sobre todo político. Ahora vive una ofensiva desde dentro

Guillermo Altares
Matteo Salvini visita un campamento de inmigrantes en Reggio Calabria, la semana pasada
Matteo Salvini visita un campamento de inmigrantes en Reggio Calabria, la semana pasadaMARCO COSTANTINO (EFE)

Incluso en la Europa que todavía padece las consecuencias de la demoledora crisis económica de 2008 resulta difícil imaginar el estado en el que se encontraba el continente en los años cincuenta. Como explica en Posguerra Tony Judt, "muy pocos europeos tenían coche o frigorífico" y vivían en una "omnipresente sensación de restricciones y límites". "Pocos ciudadanos de aquella época, estuvieran bien informados o no, podían imaginar la magnitud de los cambios que se avecinaban", prosigue el historiador británico. Europa occidental iba a vivir una gigantesca transformación material, con una constante subida del nivel de vida de las clases medias.

El desarrollo fue económico, tecnológico y cultural: Judt explica, por ejemplo, el efecto que los pequeños transistores tuvieron sobre la emancipación de los jóvenes que, al librarse de las enormes radios en torno a las que se reunían las familias en la sala de estar, pudieron escuchar su propia música y sus propios programas. En 1958, existían 260.000 transistores en Francia. En 1961, los franceses poseían 2,2 millones. En 1968, nueve de cada diez familias tenían una radio.

Esa reconstrucción fue también moral: el concepto que impulsó su avance fue una unidad europea basada en la paz entre vecinos, pero sobre todo en la consolidación de la democracia. La aspiración de una Europa unida nació como un proyecto económico, pero fue sobre todo una idea política. Su germen fue la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, en la que Francia y Alemania, dos países cuyo enfrentamiento había marcado la historia del continente a lo largo de los siglos XIX y XX, y otros cuatro Estados decidieron compartir sus principales recursos económicos.

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Cuando la posguerra estaba todavía lejos de haber terminado, Europa pretendía olvidar un pasado de conflictos para instalarse en un presente estable y democrático. Es lo que el escritor italiano Francesco Pecoraro llama La vida en tiempo de paz en su novela-río del mismo título, en la que recorre las últimas décadas de la historia del continente. "La guerra no nos concernía más que como una opinión, como tema para hacer política. No tenemos ni idea de lo que significa combatir por la patria, de hecho no sabemos lo que es la patria", reflexiona su protagonista.

La idea de unidad europea tenía entonces algo de utópico. Consistía en convertir en socios a los países enemigos de las guerras mundiales, pero su objetivo era mucho más ambicioso: expandirse hasta unir a todos los Estados que formaban un continente que contaba entonces con dos regímenes fascistas —Portugal y España— y con 11 países dominados por dictaduras socialistas. Y, década tras década, se fue logrando en sucesivas ampliaciones. En todos estos años sólo se ha producido una baja, el Reino Unido.

La ampliación de 2004, en la que entraron diez países que acumulaban toneladas de problemas, fue tremendamente compleja y los negociadores europeos se mostraron tal vez demasiado tolerantes en algunos capítulos, pero hubo un terreno en el que no cedieron un ápice: el funcionamiento del Estado de derecho y las instituciones democráticas. No puede existir una democracia sin que sus ciudadanos voten, pero puede existir un país en el que se vote, incluso libremente, que no sea una democracia plena.

Por eso, en cualquier ampliación y especialmente en esa, en la que la mayoría de los nuevos Estados —ocho de diez— eran dictaduras antes de 1989, se vigiló especialmente de cerca la solidez de las instituciones que sostienen el Estado de derecho. Con Turquía se lleva negociando desde 2006 y ni siquiera se ha llegado a abrir el capítulo 23, que corresponde a los derechos fundamentales y sistema jurídico.

Precisamente por eso, la UE se enfrenta en la actualidad a un reto que hasta ahora parecía inconcebible: ¿qué ocurre cuando países miembros dan marcha atrás en valores esenciales de la Unión y llevan a cabo reformas tan peligrosas para el Estado de derecho que tal vez les hubiesen impedido entrar de llegar a estar fuera?

Las ofensivas autoritarias en Hungría o Polonia, el desprecio hacia valores esenciales de la Unión del ministro italiano del Interior, Matteo Salvini, o la presencia de la ultraderecha en el Gobierno de Austria representan ataques al corazón de la idea que ha dado paz, democracia y estabilidad a este continente durante los últimos 50 años. Los transistores, las neveras y los coches subieron nuestro nivel de vida. Algo importante sin duda. La democracia y la solidez del Estado de derecho han proporcionado a los europeos una época de paz y estabilidad sin precedentes. Y con eso no podemos negociar.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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