Gino Bartali, un ciclista contra los nazis
Era el más popular. Ganó dos Tours y tres Vueltas a Italia. Pero además fue un héroe de la Resistencia que salvó, a través de una red secreta organizada por la Iglesia católica, a muchos judíos condenados a la cámara de gas. Recuperamos su historia a pocas semanas de un Giro que, en su honor, arranca en Jerusalén.
LA SUERTE sonrió siempre a Ivo Faltoni, un tipo bajito, con manos de agricultor y espalda de atleta que, a los 80 años, embolia y oxígeno mediante, tose su vida entera y la expulsa como una ametralladora en la estación de Terontola, un pueblo entre la Toscana y Umbría. Justo aquí, en el viejo bar ferroviario donde por la tarde esperan el tren de Roma tres inmigrantes africanos y un grupo de parroquianos, conoció hace 74 años al hombre que le cambió la vida. Siempre sucedía lo mismo, recuerda palpándose el audífono cuando escucha el silbido de la máquina de café. El convoy procedente de Perugia se acercaba a la estación, aquel hombre aparecía con su bicicleta, la apoyaba cuidadosamente en el murete y se abría paso entre una legión de admiradores, muchos con indumentaria fascista. Pedía un bocadillo. Autógrafos, abrazos, confusión con los pasajeros que subían y bajaban del tren y hasta la próxima. “Pasado mañana vuelvo”, proclamaba. Faltoni nunca entendió qué demonios hacía en aquel rincón de Italia Gino Bartali, una leyenda que ya había ganado dos Giros y un Tour de Francia. “Al marcharse, siempre avisaba de cuándo volvería. Como si fuera una cortesía con los fans. Pero en realidad fijaba la siguiente cita para pasar los documentos falsos y salvar vidas. Lo entendí mucho más tarde”. A los 16 años Faltoni se convirtió en su mecánico y confidente en carrera. Prometió que nunca diría nada.
La Segunda Guerra Mundial había interrumpido el curso de aquel meteorito del ciclismo con nariz de púgil nacido en julio de 1914 en Ponte a Ema, una pequeña pedanía de Florencia. Pero el oficio corría entonces por las venas de otro modo y Bartali, convertido ya a los 29 años en ídolo de una joven nación a la deriva, salía cada mañana a entrenar por las carreteras secundarias y los caminos ocultos entre cipreses de la Toscana, a menudo bajo la lluvia y con un viento polar de cara. Pedaleó sobre su Legnano dorada todo aquel invierno en que Italia convivió con los nazis y empujó a la muerte a más de 6.000 compatriotas judíos. De Florencia a Asís, 185 kilómetros y otros tantos de vuelta semanalmente mientras tomaba mentalmente nota de los retenes de los alemanes y sorteaba los controles militares.
La vieja estación de Terontola y el rápido intercambio de pasajeros en los trenes fueron el punto clave de aquellos viajes secretos. Nadie supo hasta su muerte que aquel trayecto le sirvió a Bartali para transportar, escondida en los tubos de la bici, la documentación falsa que salvó la vida a centenares de judíos a punto de ser deportados. La 101ª edición del Giro saldrá este año desde Jerusalén y recorrerá algunas ciudades de Israel para rendirle un homenaje que, a menudo, se echa de menos en una Italia acostumbrada a dejar marchitar a sus ídolos, como evidencia el desangelado Museo de Bartali en Ponte a Ema, que solo abre en fin de semana. Será la primera vez que una de las grandes pruebas ciclistas mundiales arranque fuera de Europa.
“Transportaba fotos en una dirección y la documentación falsa a la vuelta. El viaje se hacía en un solo día. Eran 400 kilómetros”, recuerda su nieta
Sucedió entre el otoño de 1943 y la primavera de 1944. Bartali, un hombre con una fe católica marcada a fuego por la muerte de su hermano, un ciclista al que un Fiat Balilla se llevó por delante en plena carrera cuando tenía 20 años, era ya un héroe nacional que opositaba a santo. Pese a los desplantes del ciclista, Mussolini había utilizado su victoria en el Tour de 1938 como propaganda del régimen. De modo que el cardenal Elia Dalla Costa, amigo de la familia, confesor y guía espiritual, pensó que su prestigio podría ser valioso para lo que se traía entre manos. El purpurado había organizado una red clandestina, formada por laicos, monjas de clausura, frailes franciscanos y monjes oblatos, que ayudaba a escapar a centenares de judíos amenazados por las leyes raciales y las deportaciones que habían empezado en septiembre de 1943. El plan tenía el apoyo del Vaticano y del propio papa Pío XII. Pero faltaba un correo que transportase documentos, fotografías y dinero de un punto a otro sin levantar sospechas.
En la plazuela de Florencia que hoy lleva el nombre de aquel cardenal, Luigi Bartali, hijo pequeño del ciclista, admite que la familia nunca intuyó nada. Muestra fotos, objetos —una rueda de la bici paterna cuelga en su oficina— y señala con el dedo fotos en un viejo libro. Habla despacio y duda de algunas fechas. Pero sus apuntes aseguran que fueron, al menos, 45 viajes entre Florencia y Asís jugándose la vida con la documentación oculta bajo el asiento. “Él consideraba que esas cosas se hacen, pero no se cuentan. Venía de una familia muy humilde. Su padre era un operario de mantenimiento urbano. Su madre, una mujer de campo. Era gente acostumbrada a ayudarse para salir adelante, y él aprendió a ser una persona generosa. Se lo pidieron, se lo pensó y dijo que sí, simplemente. ¿La fe católica? No, fue una cuestión de humanidad”.
La misión de Bartali consistía en pedalear hasta Asís, donde Luigi Brizi, un discreto socialista, imprimía en una vieja imprenta los papeles. Mientras el artefacto rugía a pleno rendimiento, las monjas clarisas del convento de San Quirico, que ocultaban en sus sótanos a decenas de judíos, abrían las ventanas y se desgañitaban cantando para tapar el zumbido de la impresión. De aquellos días en ese lugar solo queda un viejo bar en traspaso y la sombra negruzca de una placa que certificó lo que sucedió en aquellos bajos. Algunos turistas pasan despistados junto al lugar, donde la nieta del campeón, Gioia Bartali, encaja algunos pedazos de esta historia secreta. “Mi abuelo me dijo un día: ‘De mí hablarán más cuando esté muerto que en vida’. Era la conciencia de estar escondiendo algo importante para la humanidad que sabía que un día terminaría trascendiendo”, señala.
El hermetismo de Bartali y su red fue tan compacto que las cifras no están claras —ni los viajes ni las personas socorridas— y la historia se mueve entre algunas lagunas de información que conforman la leyenda. Su nieta ha tratado en los últimos años de conectar esa línea entre los distintos puntos acudiendo a testimonios y desempolvando documentos. “Transportaba fotos en una dirección y la documentación falsa confeccionada a la vuelta. Todo sucedía muy rápido porque el viaje se hacía en un solo día para regresar antes del toque de queda. Y eran casi 400 kilómetros, de modo que imagine el esfuerzo”. En uno de esos trayectos, a punto de llegar al destino paró a tomar agua en un bar, dejó la bicicleta dorada (que siempre llevaba impecable) apoyada en la fachada de una casa y se acercó a la barra. Al cabo de un minuto, oyó el trueno de un avión aliado sobrevolando la zona. El piloto vio el reflejo dorado de la bici y descerrajó una ráfaga que la dejó como un colador. “Desde aquel día vivió en tensión permanente y comenzó a llevarla sucia, cubierta de barro, para que no volviera a pasarle”, bromea.
Bartali nunca dio muestras de vivir bajo presión, cuenta Bruno Giannelli, de 92 años y uno de sus gregarios en tres Giros y varias pruebas Milán-San Remo. Pero ni siquiera al cruzar el umbral de su casa podía respirar tranquilo. El ciclista ocultaba en el sótano de la vivienda contigua a una familia de judíos cercada por las deportaciones. El toscano Giorgio Goldenberg pasó allí meses hacinado en una cama con su abuelo y sus padres. Adam Smulevich, un periodista florentino, y su colega Sara Funaro lo descubrieron en 2010 mientras trataban sin éxito de recoger testimonios para lograr que el Yad Vashem de Israel (la institución oficial constituida en memoria de las víctimas del Holocausto) concediese a Bartali los honores de Justo entre las Naciones, el título que otorga a todo aquel que pueda demostrarse que ayudó a sobrevivir a algún judío durante el Holocausto.
Sin embargo, la historia no era confirmada por nadie. Pero decenas de llamadas después, el periodista Smulevich contactó al propio Goldenberg. “Y me relató los hechos con gran naturalidad, como si lo hubiera explicado muchas veces. Pero era algo de lo que no se hablaba en su familia y se había mantenido en secreto. Las leyes raciales entraron en vigor en 1938, pero hasta la llegada de los alemanes, en septiembre de 1943, los judíos no estuvieron en peligro de deportación. Durante 10 meses los Goldenberg estuvieron bajo la protección de Bartali”. Esta historia sirvió al fin para que el ciclista recibiera los honores que concede el Estado de Israel.
Pero tras aquellos años carcomido por la tensión, Bartali tuvo que afrontar otro desafío. El 14 de julio de 1948, en pleno Tour de Francia, recibió una llamada. Un estudiante de Derecho había disparado al jefe del partido comunista, Palmiro Togliatti, justo cuando Italia vivía todavía en un clima de pobreza y agitación de posguerra que avivaban el riesgo de una contienda civil entre italianos. Bartali escuchó al otro lado del teléfono nada menos que la voz del primer ministro, Alcide de Gasperi:
—¿Puedes hacerme un favor? Necesito que ganes el Tour.
De Gasperi estaba convencido de que una victoria deportiva despertaría el sentimiento de unión nacional y serenaría los ánimos. Pero solo quedaba una semana y el primer clasificado, Louison Bobet, le sacaba 21 minutos al italiano. Bajo un temporal de agua y viento, el mismo clima que dominaba durante sus viajes secretos a Asís, atravesó primero la meta, recuperó la diferencia, ganó las dos siguientes etapas en los Alpes y entró en los Campos Elíseos con la histórica ventaja de 26 minutos. Todos los informativos en Italia abrieron con la gesta deportiva y la leyenda señala que Bartali evitó una guerra civil.
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