_
_
_
_
Tentaciones
_

Final de 'Ven a cenar conmigo': la cena de los idiotas donde los idiotas éramos nosotros

Nada demasiado distinto de una comida de Nochebuena, pero con gente pintoresca como Rappel, Ana Obregón, Lucía Etxebarría y un hermano de Jesulín

Nunca se puede dar por muerta a la televisión cínica. La fiebre de Operación Triunfo nos hizo creer que habíamos dejado atrás la etapa de los programas que fiaban su suerte al montaje trilero y la ridiculización gozosa, pero aquí estamos. Ven a cenar conmigo es un formato que se basa en explotar la maledicencia típica que surge del jiji culinario, ese parloteo nervioso entre plato y plato que alivia la tensión del protocolo hincando el tenedor verbal sobre los nervios del anfitrión.

Nada demasiado distinto de una cena de Nochebuena, pero con gente pintoresca en lugar de una tía abuela cardada y llena de collares. Como todo lo que funciona en el mundo de los realities merece su versión VIP, lo que se emitió anoche fue la final de Ven a cenar conmigo Gourmet Edition. Los participantes eran Rappel, Ana Obregón, un hermano de Jesulín (perfectamente intercambiable con el propio Jesulín) y Lucía Etxebarria. O lo que es lo mismo, un adivino en formol, una niña de 12 años encerrada en las paredes neumáticas de un cuerpo de 60, un cateto taurino de marca blanca y una novelista desesperada por aclarar que estaba ahí sólo por el dinero. (Nada que objetar a esto. De entre todos los escritores célebres que he visto hacer el ridículo en televisión, desde Cela hasta Arrabal, pasando por Jonathan Franzen inclinando la cerviz ante Oprah, Extebarria debe ser la única que se ha garantizado un cheque. Bien por ella.)

Ayer ganaron Ana y Rappel, empatados. Fueron los que mejor puntuación obtuvieron entre sus compañeros. La primera dedicó su mitad del premio a una asociación a favor de los niños con síndrome de Down. Luego le tocó hablar al futurólogo, que tras unos segundos de suspense dijo: “bueno, lo mío ya lo repartiré”. Fue sólo uno de los grandes momentos que dejó el concurso.

¿Qué vas a hacer con ese dinero, pícaro?
¿Qué vas a hacer con ese dinero, pícaro?

Porque el programa va de lo que va. De reunir a un hatajo de Norma Desmond del colorín poniéndose a parir entre ellos con una suerte de teatralidad blancuzca, lo bastante exagerada como para hacer risa y lo bastante paródica (y autoconsciente) para ser inocua. Todos sabemos que Rappel es un folclórico divino y turbio, que Ana Obregón engorda su curriculum como running gag, que la familia Ubrique está compuesta por acémilas y que Lucía Extebarria no hace nada ahí, la pobre. Lo interesante, más allá del desarrollo de la final, es otro tema.

¿Por qué necesitamos programas como éstos? ¿Por qué tienen éxito? ¿Por qué estoy escribiendo este artículo? ¿Qué tiene que decir Ven a cenar conmigo sobre nosotros mismos? Últimamente todo el mundo va a la tele a cenar. Los programas gastronómicos se multiplican, clónicos, algunos con más soberbia que otros (es decir, algunos haciendo hincapié en la terrorífica cultura del esfuerzo tras los fogones, como Masterchef, y otros centrados en que un chef abronque a un fritanguero cuando se suena los mocos con el mandil, como Chicote). Además de esto, proliferan las entrevistas bertinescas. Se podría decir que la televisión ha reinventado la premisa de aquel libro emblemático de Manuel Vázquez Montalbán, Mis almuerzos con gente inquietante, donde a tenor de la foto de portada el más inquietante era él.

"Porque el programa va de lo que va. De reunir a un hatajo de Norma Desmond del colorín poniéndose a parir entre ellos con una suerte de teatralidad blancuzca"

Es fácil ver a famosos con vocación de icono pop hacer el tonto mientras se sirven bazofia los unos a otros. Es fácil reírse de eso, ponerlo como hilo musical de ascensor tras una tarde agotadora de trabajo y nubarrones mentales, es fácil hacer hincapié en lo evidente (que una es boba, que el otro es heteropaleto, que aquella es pedante). Es fácil, o sea, escribir este artículo.

Ellos entran al ruedo sabiendo que van a mutilar y reordenar sus momentos más enredosos en la sala de montaje. Nosotros también somos conscientes y, aun así, hacemos nuestra parte, riendo, tuiteando o publicando esto a cambio de una cantidad seguramente menor de la que se necesita para cocinar la vichyssoise que sirvió anoche Obregón. Pero mira: cunde.

Cuando las celébrities se vuelven salvajes.
Cuando las celébrities se vuelven salvajes.

Ese es el verbo. Cunde. La sintaxis visual hortera del programa; su voz en off empeñada en subrayar todo lo que es, ya, manifiestamente grotesco; la resignación con la que los protagonistas desfilan (gladiadores del trash, ellos) al centro del coliseo. Todo ello resulta gratificante a un nivel primario pero aliviador. De vez en cuando reconforta la telebasura sincera. Aquí todos son cómplices de un espectáculo tan divertido e inofensivo como las pullas de una comida entre primos lenguaraces.

Por eso disfruto de las túnicas, de la torpeza machocabría del Jesulín bis, de la ternura de Rappel cuando empatiza con las anécdotas procaces de Lucía, de los breves segundos en los que esta última parece abstraerse de la necesidad alimenticia de seguir allí presente. Y por eso creo que es importante que existan estos formatos, aunque revelen algo pegajoso sobre quienes los prestigiamos con nuestro sarcasmo banal, regalado en flor para que la rueda siga girando.

"La sintaxis visual hortera del programa; su voz en off empeñada en subrayar todo lo que es, ya, manifiestamente grotesco; la resignación con la que los protagonistas desfilan (gladiadores del trash, ellos) al centro del coliseo"

Desde hace tiempo llego al final del día con la sensación de tener un tiovivo demente girando en la cabeza. Siempre a un correo laboral más de convertir mis orejas en pitorros de tetera, el ánimo derretido y la cabeza rodeada por el rucu-rucu mental de una locomotora conducida por un manco puesto de speed. Me cuesta concentrar la atención en un libro, en una película, en una serie. El otro día ni siquiera fui capaz de ver esa película de Netflix, Aniquilación, pese a que me estaba gustando. Rucu-rucu. Cosas.

Pero la televisión siempre está ahí, sin exigencias, como un edredón maternal que te cubre cuando menos te lo esperas y cuando más lo necesitas. El programa, que parece diseñado para el escarnio, acaba salvándome el día por accidente porque I didn't see that the joke was on me. Como La cena de los idiotas en la que los idiotas eran los demás. Como Olga Baklánova cuando, al denunciar la aberración de sus compañeros de mesa en Freaks (1932), acaba revelándose como el verdadero y único monstruo.

Ven a cenar conmigo es una chorrada que me acaba diciendo más sobre mí mismo de lo que me esperaba. No es poco. Deja como poso ese consuelo que es, también, una condena. La certeza humanísima y escalofriante de necesitar, de vez en cuando, pasar algo de tiempo con gente más desagradable que yo. Y la certeza, todavía peor, de que esa gente suele tener intenciones mucho más honestas que las mías.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_