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Tribuna
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La distorsión silenciadora

Se habla mucho de la mayoría silenciosa de Cataluña, pero poco de cómo ha sido silenciada

Chiringuito independentista en la  Plaza de Cataluña en Barcelona.
Chiringuito independentista en la Plaza de Cataluña en Barcelona. G3 (GTRES)

Muchos hablan de la “mayoría silenciosa” en Cataluña, pero pocos de cómo la silenciaron: básicamente, los nacionalistas activaron el miedo a discrepar. Según el GESOP, mientras el 91,7% de los votantes de la CUP habla sin tapujos sobre el procés, más de la mitad no nacionalista prefiere callar.

Su silencio, hoy temeroso, estuvo ligado a la vergüenza que todos sentimos ante la desaprobación general: ocurre que la mayoría no crea una cosa, pero que cada uno crea que los demás sí la creen. Un ejemplo: en Cataluña todos creen que la mayoría está por la inmersión lingüística, aunque las encuestas (instituto Gad3, 09-2015) lo niegan: si les damos a escoger privadamente entre inmersión, bilingüismo o trilingüismo, solo un 14,4% elige inmersión.

Se abre en estos casos una brecha entre nuestra percepción de la realidad y la opinión que presuponemos a los demás. Inseguros, preferimos adaptarnos a la percepción mayoritaria. Pero esta disposición, habitualmente provechosa, sacrifica también nuestros mejores juicios ante un previsible consenso adverso. Hay dos formas de acabar con esta fastidiosa miopía. Una es ceder: si quienes rechazaban en privado la inmersión acaban creyéndose sus bondades, acabará quedando una mayoría real favorable a la inmersión. La segunda es lograr que muchos dejen de sostener en público lo que negarían en privado. Varios estudios muestran que cuando un 20% de los sometidos a artificial minoría combate el credo dominante, el 80% restante cobra valor para reconocer públicamente sus creencias. Consecuentemente, podría romperse la unanimidad sobre la inmersión si un 20% de quienes prefieren otra opción rechazara imponer a los hijos del 55% de castellanoparlantes la lengua que usa habitualmente el 31,6% de los catalanes.

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Bien, para evitar esto, el catalanismo extiende una ilusión de consenso mediante una estrategia que distorsiona la realidad social. Silencia, oculta y confunde a una mayoría acomplejada. Verbigracia, cuando una familia en Balaguer reivindicó que sus hijos cursaran el 25% de horas en castellano, les lanzaron un brutal acoso. Alcalde (ERC) y presidente del AMPA hablaron de “injusticia” porque “los derechos de una persona prevalecen más que los de 50 alumnos”. Nació Digital reveló datos para señalarlos. Un periodista tuiteó: “La familia cuelga el teléfono. Así me gusta, dando la cara. P. D.: El mundo es muy pequeño”. Hacía referencia al chiquipark (Petit Món) regentado por la familia. Varios padres lo boicotearon. La presión de los distintos agentes y el desamparo institucional nos descubrió la cara extorsiva de esta trama. La familia cerró el negocio, dejó el pueblo… y el colegio.

Este caso, por extremo, revela su estrategia. Y muestra sus pies de barro: que la familia venciera su miedo disparó el pánico a que se desmontara —denuncia a denuncia— todo el entramado. El presidente del AMPA temió que, ejecutada la resolución judicial, reivindicaciones similares se extendiesen “como setas”. Pero la estrategia de la distorsión tiene mayor alcance: el nacionalismo construye toda una Administración pública a su medida. Cuando toda la esfera pública autonómica le devuelva la imagen —ni real, ni neutral— de una sociedad exclusivamente catalanoparlante, el castellanoparlante se creerá solo… o de prestado. Negando y atomizando, procede toda construcción nacional.

El estigma de la procedencia condena a unos mientras encumbra a una élite que excluye la competencia. Potenciales opositores quedarán frenados donde el catalán es requisito. Dada la oferta escolar, trabajadores de otras regiones verán desincentivada su movilidad. Y el ciudadano verá mermados sus derechos lingüísticos, al tiempo que se le arrebata una Administración regida por mérito y capacidad, al primar el sesgo catalán.

Apuntalada la construcción nacional y maniatada la resistencia, podrán anteponer su identidad a la igualdad de todos. En el peor caso, amenazarán con la secesión. En el menos malo, reclamarán privilegios fiscales.

¡Y, en estas, un millón de personas dijo basta en Barcelona! Reclamándose catalanes en dos lenguas y con tres banderas. Pedían ley e igualdad. Quebraron disonancias, destaparon el falaz “consenso catalanista”. Pues bien, desentendiéndose del despertar social, sigue habiendo partidos constitucionalistas que insisten en blindar la inmersión, distinguir a Cataluña como “nación” o mejorar su financiación. Todo fuera de la sede común. La cosa se retuerce: como en los países totalitarios, acabaremos sosteniendo lo que sabemos que casi nadie quiere. En lugar de defendernos, mejor les bailamos… el agua.

Mikel Arteta es doctor en Filosofía Política y autor de Construcción nacional en Valencia

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