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Tribuna
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Monseñor Romero, el arzobispo que desafió al Imperio

Urge recuperar su figura profética y liberadora, su teología de la liberación y su dimensión política subversiva

Juan José Tamayo
La directora de organización comunitaria de la Clínica Monseñor Oscar Romero, Ana Grande, junto a la estatua de Romero, en un parque de Los Ángeles (EE.UU.)
La directora de organización comunitaria de la Clínica Monseñor Oscar Romero, Ana Grande, junto a la estatua de Romero, en un parque de Los Ángeles (EE.UU.)Iván Mejía (EFE)

Hoy, 15 de agosto de 2017, se celebra el centenario del nacimiento de Óscar A. Romero, arzobispo de San Salvador (El Salvador), asesinado por un francotirador a la órdenes del Mayor Roberto D’ Abuisson el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia, en la colonia Miramonte.

Durante las tres décadas que siguieron a su asesinato en los sectores eclesiásticos y políticos salvadoreños se tendió un velo de silencio sobre su figura y se olvidó el legado profético de su cristianismo liberador y de su compromiso con las mayorías populares. Durante ese tiempo Romero vivió en una especie de clandestinidad eclesiástica, un arrinconamiento por parte de la mayoría de los obispos y buena parte del clero del país y un olvido en las altas instancias vaticanas. El propio arzobispo de San Salvador de 1995 a 2008, el español Fernando Sáenz Lacalle, miembro del Opus Dei y general de brigada de la Fuerza Armada de El Salvador, puso todos los obstáculos posibles para que no fuera elevado a los altares.

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Pronunciar el nombre de Romero estaba vetado en muchos de esos sectores. Pocos eran los movimientos y las personas que se declaraban seguidores suyos en El Salvador. Hubo, sin embargo, honrosas y muy significativas excepciones. Por ejemplo, el arzobispo auxiliar de San Salvador Rosa Chavez, a quien el papa Francisco acaba de nombrar cardenal; la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas; los teólogos Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría –asesinado en 1989-; la Fundación Monseñor Romero; el Comité de Solidaridad Monseñor Romero y pocos más.

Juan Pablo II (1979-2005) y Benedicto XVI (2005-2013) contribuyeron en buena medida con sus recelos a esa marginación. Hubo que esperar al papa Francisco para que se le devolviera el reconocimiento que merecía como mártir por la justicia y testigo del Evangelio. Tras su beatificación, Romero está hoy en boca de todos y es objeto de culto popular. Pero creo que se está desenfocando su verdadera personalidad. La imagen que se está difundiendo es la de un obispo piadoso, devoto de la Virgen, milagrero, fiel a Roma.

Urge recuperar su figura profética y liberadora, su teología de la liberación, su dimensión política subversiva, su permanente desafío al Gobierno de la Nación, al que acusa de represión sangrienta y aun mortal y de estar haciendo gran mal al país; a la oligarquía, a la que acusa de poseer la tierra que es de todos y de asesinar a campesinos, estudiantes, obreros, maestros, etc.; al Ejército y a los cuerpos de seguridad, a quienes responsabiliza e sembrar la muerte y el aniquilamiento; al Mayor D’ Abuisson, al que califica de falaz, mentiroso y deformador de la realidad.

Pronunciar el nombre de Romero estaba vetado en muchos de esos sectores. Pocos eran los movimientos y las personas que se declaraban seguidores suyos en El Salvador

Romero osó desafiar también al Imperio. Sí, al imperio norteamericano. Y lo hizo a través de una carta dirigida al presidente de EE UU Jimmy Carter el 17 de febrero de 1980, cuando tuvo noticia de que iba a enviar ayuda económica y militar a la Junta de Gobierno de su país. Esa ayuda, le decía a Carter, lejos de “favorecer una mayor justicia y paz en El Salvador agudiza sin duda la injusticia y la represión contra el pueblo organizado que muchas veces ha estado luchando por que se respeten sus derechos humanos más fundamentales”.

En la carta acusaba a la Junta de Gobierno, a la Fuerza Armada y a los cuerpos de seguridad salvadoreños de haber recurrido solo a la violencia represiva produciendo un saldo de muertos y heridos mucho mayor que los regímenes militares pasados. Por eso pedía a Carter que no permitiera dicha ayuda militar y le exigía que no interviniera directa o indirectamente con presiones militares, económicas, diplomáticas, etcétera, en determinar el destino del pueblo salvadoreño. La carta fue calificada de “devastadora” por un miembro del Gobierno norteamericano.

Los múltiples desafíos a los que sometió Romero a influyentes actores políticos y militares tanto nacionales como internacionales desembocaron en su asesinato, que bien puede calificarse de crónica de una muerte anunciada. Su autoridad moral tanto en El Salvador como a nivel mundial desafiaba la alianza Gobierno-Ejército-Oligarquía-Estados Unidos. Si a esto sumamos la poca estima en que era tenido en el Vaticano y en la jerarquía de su país, la sentencia estaba dictada: “Romero es reo de muerte”. Su recuerdo en efemérides tan significativa como el centenario de su natalicio es un verdadero ejercicio de memoria histórica ante tan injusto olvido

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría”, Universidad Carlos III de Madrid, y director y coautor de San Romero de América, mártir por la justicia (Tirant lo Blanch, Valencia, 2015)

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