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Columna
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El tirano, sin máscara

Están en juego la legitimidad de las elecciones, el papel de Rusia y los poderes del presidente

Lluís Bassets
El presidente Donald Trump en un discurso en la Casa Blanca
El presidente Donald Trump en un discurso en la Casa BlancaEvan Vucci (AP)

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Ahora empieza de verdad esta presidencia. Todo el mundo sabía que el novato presidente de los Estados Unidos entiende poco de leyes y constituciones. Gracias a su formidable ego, a su poder económico y a su limitada cultura política, Trump tiene tendencia a considerarse por encima de las reglas de juego que tienen vigencia para el resto de los mortales. La suya es la regla de uno y no la regla de todos.

Hasta ahora ya había hecho suficiente gala de tal actitud como para suscitar la preocupación de sus conciudadanos. Aunque su nepotismo en los nombramientos, su opacidad respecto a su patrimonio e impuestos y sobre todo sus extremistas decretos presidenciales, especialmente contra los extranjeros y contra el Obamacare, bastaban para dibujar el perfil de un tirano, todavía no había incurrido en un acto escandaloso en el que se situara por encima de la ley y utilizara sus enormes poderes al servicio de sus intereses más particulares.

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Todo el mundo sabía que más pronto que tarde iba a producirse una tal situación, como ha sido el caso de la destitución del jefe del FBI, James Comey. Más sorprendente es la rapidez con que ha quemado las etapas, todavía en la estela de sus primeros y estériles cien días de presidencia, de forma que en pocas horas se han disparado las alarmas que caracterizan a la democracia estadounidense, en un anuncio bien explícito de que entramos en un momento decisivo.

Todo el mundo sabía que el novato presidente de los Estados Unidos entiende poco de leyes y constituciones. La suya es la regla de uno y no la regla de todos

Muchas cosas están en juego. En primer lugar, la legitimidad y limpieza de su elección presidencial. Trump decidió destituir a Comey tras escuchar sus declaraciones ante el Congreso en las que reconocía que le producía náuseas la mera posibilidad de que el anuncio de una nueva investigación sobre los correos e-mail de Hillary Clinton hubiera sido la causa de la derrota de la candidata demócrata. También el turbio papel de Rusia en la campaña electoral y los tratos del equipo de Trump con el Gobierno de Putin, y especialmente el general Michael Flynn, efímero consejero nacional de seguridad, encargado de negociar el levantamiento de las sanciones a Rusia por la anexión de Crimea.

Pero ninguna tan importante como la que afecta a los poderes constitucionales del presidente, sometido al imperio de la ley como todo ciudadano, obligado por tanto a respetar la división de poderes y la autonomía de los cargos públicos, y ahora bajo sospecha de utilizar su potestad ejecutiva para obstruir una investigación que le perjudica, con la ayuda del fiscal general Jeff Sessions, afectado también por la sospecha de colaboración con Moscú.

La sombra de Richard Nixon, que incurrió en prácticas similares y tuvo que dimitir para evitar la destitución por el Congreso, se proyecta desde ayer sobre la presidencia de Trump. Las caretas grotescas han caído y el rostro que aparece debajo es el que mayor prevención suscita en la historia del sistema constitucional de EE UU, pensado para dotar a la nación de un ejecutivo a la vez fuerte y limitado, para evitar sobre todo que sea un tirano quien se sitúe al frente de sus destinos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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