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Mi vida con el Lorazepam

Jean François Martin
Marta Sanz

Para poder dormir, la escritora Marta Sanz toma un ansiolítico, lorazepam. No se lo salta ni un solo día. Este testimonio irónico sobre su adicción forma parte del libro Drogadictos, en el que varios autores recrean su experiencia con una droga.

1.

EN LA ESTACIÓN de Águilas me hago una foto de los pies mientras aguardo el autobús de línea que me llevará a Almería. Allí esperaré dos horas para coger el autobús que sale hacia Málaga a las cuatro de la tarde. Cuando llegue a Málaga, un taxi me transportará hasta San Roque, donde mañana daré una charla sobre el amor. El taxista me señalará con el dedo los hoteles de cinco estrellas que jalonan la carretera que recorre Marbella, Estepona, Ojén. Me desvelará un secreto: “Yo fui chófer de la primera mujer de Mario Conde. Un lujo de persona. Una belleza”. Yo me acordaré de que aquella dama afortunada murió de cáncer prematuramente. Pasaré la noche en un hotel de cinco estrellas con un precioso jardín. Detrás del jardín se sitúa una de las bahías más contaminadas de España. Chimeneas de Petronor. O de Campsa. Submarinos radiactivos. Al fondo, el peñón de Gibraltar y sus monos locos. Por la noche, dentro de la cama, notaré una extraña vibración en la barriga. Y abriré los ojos como platos. Desayunaré pan con aceite. En cuanto acabe mi charla en San Roque, otro taxista me llevará de vuelta a Málaga. No sé si prefiero que sea otro taxista o el mismo taxista. No sé si prefiero la falsa confianza que se ha forjado en el viaje de ida o el esfuerzo que requiere conversar con un desconocido con el que repetir los lugares comunes del día anterior. O hablar de política: “Hay demasiados funcionarios”, “Los rojos mataban curas”, “El que no trabaja es porque no quiere”. En Málaga comeré, esperaré, beberé una cerveza y tomaré el autobús hacia Almería, donde tendré que dejar pasar otras dos horas para coger el autobús que me devolverá a Águilas. A partir de las siete de la tarde, la estación de Almería se irá llenando de personas que no quiero ver. Personas que me harán sentirme demasiado blanca, demasiado limpia, incluso demasiado rica. El último sentimiento es un auténtico delirio. O una expresión de la culpa. Llegaré a las diez y media de la noche al mismo lugar donde hoy espero. Vendrán a recogerme y mi padre se asustará mucho al no encontrarme dentro del autobús procedente de Cartagena. Yo procedo de Almería. Una vez superado el disgusto, nos iremos a la feria y yo me subiré en el cangurito feliz./

2.

Conozco muy bien en qué negros pensamientos deriva el insomnio.

ANTES de emprender mi periplo, en la estación de Águilas me hago una foto de los pies. Adjunto documento gráfico. Llevo unas manoletinas color de rosa. Parecen inofensivas, pero me hacen rozaduras. Hay una mancha de grasa sobre el pavimento. Sobre la tela del pantalón se ha posado una mosca atontolinada de calor. Somnolienta. Yo, para dormir por las noches, tomo lorazepam.

3.

ESTOY en la estación de autobuses de Águilas previendo lo cansada que regresaré mañana. Aún no sé que, al día siguiente, iré a la feria ni que cenaré patatas con ajo. El viaje es una paliza y, además, yo nunca puedo dormir la primera noche en una habitación de hotel. Menos en una sometida a emanaciones radiactivas de toda índole. He generado cierta resistencia a los hipnóticos, a los relajantes musculares, a los somníferos. Pero nunca, bajo ningún concepto, tomo más de uno al día. Tampoco dejo ni un solo día de tomarlos.

Fotografía realizadas por la escritora en el curso de un viaje en autobús.Jean François Martin

4.

EN LA ESTACIÓN de autobuses de Águilas, a un señor le suena el móvil. El tono de llamada es el himno nacional. Es un himno sin letra, pero a las personas de varias generaciones unos versos nos empastan el oído: “Viva España, alzad los brazos hijos del pueblo español que vuelve a resurgir”. Pemán. Man. Los antiguos libros de texto. Una señora pasa por detrás de un autobús justo cuando el vehículo da marcha atrás. Está a punto de atropellarla. Alguien ahoga un grito dentro de la saliva de la boca. La señora que ha estado a punto de morir aplastada bajo las ruedas de un autobús no se inmuta. Sigue cruzando las dársenas. Como si tal cosa. Dudo si padece una pertinaz sordera o un exceso de orgullo. A mi lado otra señora le dice a su marido: “Tengo que ir al ginecólogo”. La miro. La huelo. La peso. La mido. Le calculo la edad. Todo de reojo. De un reojo negro. Debe de ir a consulta por algo malo porque la señora ha sobrepasado la edad ginecológica. La pareja calla. Después, ella añade: “Vaya cuerpo que tienen las negras”. Empieza a hacer bastante calor. Se nos comen las moscas.

5.

EL PADRE de Heath Ledger acaba de declarar que su hijo es el culpable de todo. Mezcló oxicodona, hidrocodona, diazepam y doxilamina. Virgen santa. Supongo que llega un momento en que nada funciona y tenemos que ponernos la bata blanca y combinar líquidos de distintos matraces. Buscamos una amapola que no se marchite. Pasar, un rato, inadvertidos. Yo y Heath Ledger. Sobre todo, Heath Ledger. Yo, cuando duermo bien, me levanto cantando. Canto a Las Grecas. A Shakira y Alejandro Sanz. A los Tahúres Zurdos. “Presiento que dentro aún quedan restos de oscuridad, quiero que entres túuuuuu y que me inunde la luuuuz. Que entre la luz, que inunde y que funda este hielo que me cubre”. Me invento la letra, pero le pongo entusiasmo. Quiero ser enorme e hisperestésicamente feliz. Cuando duermo mal, de noche, pienso en la muerte y en las cosas más turbias de la vida. No hay luz ni funcionan las linternas de los móviles. Me levanto con dolores en los huesos. La boca agria. No tengo ninguna gana de hablar. Me pesan estas carpetas. Todo este trabajo.

6.

EN LA ESTACIÓN de Águilas me entran muchísimas ganas de hacer pis. Dejo de fotografiarme los pies y me dirijo a un cubículo que una mujer friega con agua y lejía. “¿Adónde va usted, señora?”, la fregona me observa con cara de comandante de algún cuerpo de seguridad del Estado. Le doy asquito. “¿Los aseos, por favor?”, mi voz, como huevo hilado, es un resto de la infancia que se enquista en mis cuerdas vocales. De niña dormía con la luz dada. Miraba dentro del armario. Me despertaba cualquier ruido. Me daban leche caliente con azúcar. “Al fondo”. En el váter relimpio no hay papel. La puerta no tiene pestillo. Mi pis humea al entrar en contacto con la lejía que higieniza el fondo del inodoro. Me aparto bruscamente para que sus vapores no me hieran. No quiero que nada me reseque la flor. Me desertice las mucosas y la flora intestinal. Todo, todo huele a ese penetrante olor a limpio que asesina a los afectados por el síndrome de sensibilidad química. Al salir del retrete, la mujer me ignora. Mientras habla por su móvil, su tono también es desabrido. A veces me pregunto cómo puedo sobrellevar estos pesos. Estas desatenciones. Estas puntas. Aunque casi todo podría ser mucho peor. Por la megafonía de la estación de autobuses de Águilas –­adjunto documento gráfico– anuncian que el autobús con destino a Almería, procedente de Cartagena, sufre un considerable retraso. Me arde un poquito el estómago cuando pienso que tal vez no llegue a tiempo para transbordar hacia Málaga. Necesito el dinero que me pagarán por el curso. Me pongo un poquito nerviosa, pero nadie se da cuenta. Transmito calma y tranquilidad.

Fotografía realizadas por la escritora en el curso de un viaje en autobús.Jean François Martin

7.

SÉ MUY bien que el lorazepam en dosis masivas puede causar la muerte. Conozco el caso de la niña Asunta, anestesiada, semimuerta, por la versión lujosa, la máscara no genérica del medicamento: Orfidal. El asesinato espectacular de la crónica de sucesos necesita de una marca. La crónica de sucesos actúa a menudo como una ­pastillita. Yo escucho “Orfidal” y veo orquídeas negras y blancas, orquidal, orquitis, testículos abultados, proteína pura, yema, un orfeón de xilófonos; cuando escucho “Orfidal”, veo a Orfeo que rescata a Eurídice del infierno, la primavera para siempre secuestrada y, por fin, Morfeo que nos acoge en su regazo y nos acuna mientras a los pacientes se nos cae un hilillo de baba entre las comisuras. No dormir es mortífero y que las brujas te den una manzana envenenada también. La madrastra inyecta una dosis masiva de Orfidal en una manzana roja. Asunta se la come y se desmadeja su pequeño y fibroso cuerpo chino superdotado. Sus ganas de vivir en cada movimiento. Todas sus sinapsis cerebrales que se mantienen encendidas incluso de madrugada y no le dejan dormir por un exceso de vatios y de incandescencia. Sé que consumo una medicina que puede matar. No me disgusta la idea de dominar estos pesos y estas medidas.

8.

ME ACUERDO de mi suegro que, después de haber ingerido una pastilla para dormir mejor, se levantaba sonámbulo de la cama. No reconocía a su mujer, que lo agarraba del brazo y lo volvía a acostar. Existen naturalezas muy sensibles a los efectos de los medicamentos. Y viejos nerviosos inmunes a una sobredosis. Por lo demás, mi suegro estaba bien de salud. Yo creo que el miedo a la muerte lo llevó a querer morirse. Contó con los dedos los años que tenía. Y se murió. Fulminantemente. Yo lo entendí porque sé muy bien en qué negros pensamientos deriva el insomnio. La incapacidad para afrontar los problemas. El exceso de trabajo. El exceso de tiempo. El lorazepam es una droga familiar. Hereditaria. Lo tomaba mi suegro, mi abuelo, mi madre. Lo tomo yo que, hija única, noto que cada vez tengo más hermanos. Me pregunto si se trata de un problema genético o ambiental. Materia o historia. Las dos grandes palabras en triste conjunción.

9.

Soy una mujer de apariencia serena. Pero bendigo al científico que inventó la anestesia.

EN EL AUTOBÚS de la línea Águilas-Almería, una mujer paga su billete con monedas de 10 céntimos. Va vestida de negro de pies a cabeza. No habla español y sonríe cuando no entiende las palabras que le dedica el conductor: “Como me pagues así, vamos a estar aquí hasta mañana, reina mora”. Me la imagino pidiendo monedas entre las sillas de una terraza con su vasito de plástico. Ella lo mira como el perro que no entiende las instrucciones de su amo, pero quiere ser complaciente y finge que sí, que sí, que sí. El autobús arranca y es precioso el paisaje. Los barrancos. Vera. Los campos de Níjar. Yo me fijo en lo que se queda por dentro de los cristales irrompibles: en las plazas 3 y 4, dos chicas revisan sus fotos en el móvil, beben cocacolas, comen chuches. Incluyo foto tomada a traición. Soy una mujer con una apariencia serena. Pero bendigo al científico que inventó la anestesia, el lorazepam y las pastillas somníferas.

10.

HACE UNOS meses, al entrar en la consulta del ambulatorio, el corazón me late a 150 pulsaciones por minuto. Me tienen que dar los resultados de unas pruebas. No puedo dormir. La médica me ve muy nerviosa y me receta tres lorazepanes al día. Me recomienda que, si me siento muy mal, me coloque uno debajo de la lengua. “Sabe amarguísimo, pero es mano de santo”. Me pregunta si trabajo y si viajo mucho, yo le digo que sí. Revisa mi breve y reciente historial médico: “Veo que has dejado de fumar”. Por una vez me siento ufana frente a un doctor. He hecho algo correcto y saludable. Algo que exige un sacrificio. Ergo: soy moralmente buena. No castigo a mi cuerpecillo, aunque me castigue a mí misma. He dejado de fumar. La médica me interroga: “¿Por qué?”. Era la única pregunta que no me esperaba. Debo pensarla despacio. Respondo con la verdad: “Tenía miedo”. La médica me contempla con cara de guasa: “¡Ah!”. Prosigue: “Yo fumo. ¿Sabes por qué?”. Niego con la cabeza. “Yo no tengo miedo”. La felicito. La médica nos quita el miedo a muchas mujeres. A cada vez más mujeres. Y hombres, también. Cada vez más gente se muerde las uñas y cena yogures. Y se asfixia porque tiene mucho trabajo. O ninguno. Nunca tomo los tres lorazepanes que la médica me prescribe. Solo uno por la noche para poder dormir. Al principio duermo y sufro extrañas pesadillas. Orquídeas negras y blancas. Mosquitos que flotan sobre la superficie del agua contenida en un tonel. Al principio duermo, pero enseguida me acostumbro. Lo sigo tomando porque creo que, si lo dejara, sería peor. A veces pienso que el efecto del lorazepam me emborrona los días. Como el aceite que impregna poco a poco un papel absorbente. Como la tinta que tiñe poco a poco un barril de agua. Otras veces pienso que, en realidad, el fármaco actúa como un linimento que alivia las quemaduras.

Fotografía realizadas por la escritora en el curso de un viaje en autobús.Jean François Martin

11.

EN EL BAR de la estación de autobuses de Almería pido una caña. A mi lado, un hombre me pregunta si me llamo Ana. “Claro, Ana”. Me muestra su móvil. Quiere borrar un mensaje y no sabe. Yo no me atrevo a manipular su teléfono. Le digo: “Sube, baja, así, encima, aquí, no, aprieta en el centro”. Me oigo y me callo inmediatamente. El hombre está muy borracho, pero al final entre los dos logramos borrar el mensaje que tanto le molesta. Lo remite una compañía de telefonía móvil. “¿Eres arqueóloga?”. Le digo que sí, que de toda la vida. El hombre sonríe, mira mi maletín de cuero, se va al váter. Yo cojo mi maletita y me deslizo sigilosamente hacia la puerta. Desaparezco de su vida. Soy una mujer sola en una estación de autobús. Tengo casi cincuenta años. Ojos en el cogote. Y en el culo. Se me pegan los raros y los delincuentes. Los irremediables alcohólicos. Camino como los gatos cautos de los dibujos animados. Me desplazo por la estación pegada a las paredes. No hay solución. Sigue siendo una aventura ser mujer y viajar sola. Que Dios y Almería, Andalucía, España me perdonen: sigue siendo una aventura ser mujer y viajar sola. Sobre todo, por el Tercer Mundo. “Sí, sí, claro que soy arqueóloga”. Sigue siendo una aventura –no un anuncio de compresas– ser mujer en el Tercer Mundo y en el primero y en el segundo que no sé dónde se encuentra, pero es el mío. Purgatorio del lorazepam. Duermevela. Universo interpuesto. Veladura. El lorazepam es una droga triste.

12.

ME ESCONDO detrás de los libros cuando no quiero ser encontrada. Joan Medford toma talidomida como sedante en La camarera, novela póstuma de James M. Cain. Puede que Joan haya asesinado con talidomida a alguno de sus amantes. Dios, por supuesto, le impone un correctivo: Joan Medford se queda embarazada y, cuando acaba la novela, ella aún no sabe que deberá criar una hijita que nacerá sin piernas y se deslizará sobre un carrito por las baldosas pulidas de su mansión. Yo, en la estación de Almería, conservo mis propias piernas, que fotografío desde un ángulo amorfo y desconcertante. Incluyo un estremecedor testimonio gráfico. La misma droga seda, mata, alivia, amputa.

13.

SIGO MI VIAJE y mañana, de vuelta, en el autobús que recorre de noche el trayecto que separa Los Lobos de San Juan de los Terreros, al menos tres murciélagos chocan contra el parabrisas. Voy sola en el autobús con un conductor muy joven que se detiene en paradas donde no sube nadie y a veces pisa el acelerador. Se lo agradezco, porque estoy deseando volver a casa. Los murciélagos chocan contra el parabrisas y el chico me dice: “Todas las noches lo mismo”. Me aclara: “Son murciélagos”. Calla y vuelve a hablarme: “Porque es de noche y no pueden ser pájaros, ¿verdad?”. Frunzo la boca y me trago las respuestas. El conductor es un niño que quiere que le diga que los perros tiesos de las cunetas están dormidos. Me gustaría consolarlo: “Ea, ea, ya pasó, ya pasó”. Ea, no hay enfermedad ni muerte ni catástrofes ni especu­ladores ni monstruos. No hay mujeres que friegan los váteres con lejía por 300 euros al mes. Yo vuelvo de ganarme un jornal. Ea, chaval, tómate una pastilla. Ya pasó, ya pasó. Pero yo tengo el ojo sucio y sé que hay especies de pájaros nocturnos. Acaparo un montón de trabajo. Duermo mal.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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