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El aroma que despierta al mundo

Edgar Fernández recolecta café en su finca, en la que también cultiva distintas frutas.
Álvaro Corcuera

EDGAR FERNÁNDEZ recoge a mano las cerezas de los árboles de café que tiene en su hacienda, a dos horas en coche de San José, la capital de Costa Rica. Con suma destreza, cuidado y una asombrosa velocidad separa los frutos, de color predominantemente rojo (también hay tonos verdes y amarillos), depositándolos en una cesta anudada a su cintura. A más de 1.200 metros de altitud, a veces recolecta en laderas escarpadas, en la tierra que compró hace 30 años. “En esta finca crecen 47 especies de árboles. Aquel floreado tiene unos aromas fenomenales: se llama estoraque. Abejas y pájaros acuden a chupar su miel. También hay jorcos, que plantamos nosotros, y este otro es un boribo…”, relata.

Las llaman cerezas. En su interior hay dos granos de café enfrentados, recubiertos por una fina película beis, húmeda, difícil de pelar, azucarada. Las semillas, marrones, son muy duras, imposibles de masticar. Una leyenda cuenta que un rebaño de cabras en Etiopía comió unas cuantas y se pusieron a bailar. La fábula, recogida en el libro Uncommon Grounds, the History of Coffee and How It Transformed the World (Basic Books), de Mark Pendergrast, sobre la historia del café y cómo su descubrimiento cambió el mundo, representa el inicio de un viaje apasionante a través de guerras, conquistas, colonialismo, esclavitud, procesos de independencia…, y hoy de globalización.

“Es muy importante la labor en el campo. Lo que se hace mal en origen no lo podemos arreglar en suiza”.

De Etiopía el café pasó, en el siglo VI, a la península arábiga, convirtiéndose en una bebida muy popular en La Meca –ya que no tiene alcohol– y extendido su consumo por los peregrinos hacia Persia, Anatolia y norte de África. En 1536, con la conquista del Imperio Otomano de la costa del mar Rojo, los turcos se adueñaron del monopolio del cultivo. Hasta un siglo más tarde, cuando los holandeses consiguieron un árbol y lo llevaron a Sri Lanka (1658) y a las colonias oranje en el sureste asiático, hoy Indonesia y Malasia.

El salto a América llegó después. Fueron los franceses, que a su vez lo habían obtenido de los holandeses, quienes transportaron con éxito un árbol hasta la isla de Martinica en 1714 y poco más tarde a Haití. Francia controló la mitad de la producción cafetera mundial hasta que los esclavos, desplazados por miles a Haití, se rebelaron y consiguieron la independencia del país. Hacia finales del siglo XVIII, el café se había popularizado en Europa, pero también en Norteamérica.

Tipos de café.pulsa en la fotoTipos de café.

Allí, el motín del té o Boston Tea Party acaecido en 1773, en el que 13 colonias se alzaron contra el Imperio Británico como protesta por el impuesto al té, tuvo como consecuencia la Revolución Americana y la fundación de Estados Unidos. El café se adoptó como bebida nacional y patriótica, en contraposición al té.

En América del Sur el café siguió expandiéndose a base de la mano de obra de esclavos africanos (en el caso de Brasil llegaron a ser un millón de personas, de los tres que habitaban el país) e indígenas a los que explotaban. La excepción fue Costa Rica, diezmada de población autóctona tras la conquista. Por eso, el crecimiento se produjo de manera algo más ordenada y democrática, según el libro del periodista y escritor formado en Harvard Mark Pendergrast. La consecuencia fueron fincas minifundistas y de ámbito familiar.

Y así hasta nuestros días.

“Una vez un productor de café vino a verme y vio árboles de distinta variedad mezclados con los cafetales. Me dijo: ‘¿Cómo se le ocurre? ¡Es malísimo para el café!’. No se daba cuenta de que estaba equivocado. Lo importante es poder dar de comer a la familia, pero también a los pájaros, a los mapaches, a los manigordos… ¿Para qué van a tocarlo los animales si no les gusta? ¡Ellos prefieren otras frutas!”, subraya. Junto a Edgar vigilan el proceso dos ingenieros agrónomos, Juan Diego Román y Giovanni Guerrero, que trabajan para la marca suiza Nespresso, cuidando del cumplimiento del programa que en la compañía denominan Triple AAA, que busca la mayor calidad y sostenibilidad. Para conseguirlo, empiezan realizando la recolección a mano para lograr que cada cereza esté en su punto. Por eso Edgar realiza varias batidas por los mismos árboles durante los tres meses que dura la cosecha. Todo ello encarece el precio que se paga, hasta un 40% mayor que al resto de productores. La idea de la empresa pasa por establecer relaciones de larga duración con 63.000 agricultores como Edgar repartidos en tres continentes.

“Cuando baja el precio del café, el caficultor no tiene dinero para fertilizar y baja la calidad”.

“Si nutrimos bien la tierra, si aplicamos distintas técnicas a los árboles, si los exponemos menos a las condiciones climatológicas…, obtendremos más consistencia en el producto. Es muy importante la labor en el campo, porque lo que se hace mal en origen luego no lo podemos arreglar en Suiza”, defiende Karsten Ranitzsch, máximo responsable de café de Nespresso. “Al principio rechazábamos más de un 10% de los contenedores que nos llegaban a fábrica. Ahora estamos por debajo del 1%”, detalla paseando por un cafetal. Las cerezas pasan del campo a una planta procesadora, donde se separan los granos. Estos se secan en el suelo, a la intemperie si es de peor calidad, bajo techo en el caso de Nespresso. Por último, el café se empaqueta en sacos y se envía en barco a Europa.

A Suiza llega en tren. En Avenches, una localidad de 3.000 habitantes entre Lausana y Berna, está una de las tres factorías que tiene Nespresso, todas en el país. El proceso a partir de ahí es opaco. La compañía deja claro que no se pueden tomar fotografías. Son inflexibles. Los laboratorios donde se hacen pruebas de tostado y donde se catan los cafés recién llegados de hasta 13 países del mundo, entre ellos Costa Rica, están amueblados con alta tecnología. Desde lo alto de un pasillo acristalado sobre la cadena de montaje se observa el ensamblaje de millones de cápsulas, fabricadas en aluminio, rellenas de café y selladas a presión. Desde el punto de vista del producto, parece el mejor material para preservar los aromas y el sabor, algo que Nespresso borda. Desde una perspectiva medioambiental, es reciclable infinitas veces. Pero el tema es delicado para la empresa, que se pone ligeramente a la defensiva cuando se menciona la noticia, conocida el pasado febrero, de que Hamburgo (Alemania) prohibía utilizar en todos sus edificios oficiales las cápsulas de café.

A la izquierda, detalle en un cafetal. A la derecha, planta procesadora en San José de Costa Rica.

“En 39 países en los que vendemos, nuestra capacidad de reciclaje es del 86% de las cápsulas que producimos”, defiende un portavoz. Pero eso no significa que se recicle tanto. “No podemos calcular el porcentaje recuperado”, reconoce. “Dependemos de que los consumidores entren en el juego. Hay países como Alemania, Suecia o Finlandia en los que la gente puede tirar las cápsulas al contenedor amarillo y se reciclan…, pero en otros no. Para esos mercados tenemos un programa concreto”, prosigue el portavoz. En el caso de España, en las boutiques de la marca y en puntos verdes de las ciudades (900 en total), los consumidores pueden depositar sus cápsulas usadas. “Quizá hemos hecho mal nuestra labor de educar a la gente”.

El portavoz no ofrece el número de cápsulas fabricadas anualmente. En un artículo publicado en 2012 por The New York Times titulado Con el café, el precio del individualismo puede ser alto, el periódico estado­unidense hablaba del boyante negocio del café encapsulado. Nespresso, decía el reportaje, había fabricado 27.000 millones de cápsulas desde su fundación en 1986. En un análisis de varias marcas, resultaba ser el más caro de todos: costaba unos 21 euros el kilo.

Una camioneta llega desde el campo hasta la cooperativa donde depositará las cerezas.

El precio base del café arábigo en origen se marca precisamente en Nueva York, en Wall Street. Cuando Nespresso llegó a Costa Rica y montó su programa Triple AAA, la bolsa marcaba un valor de aproximadamente un euro el kilo. Una década más tarde se había multiplicado por seis, rozando el máximo desde 1972. Hoy, según la cotización bursátil, supera ligeramente los tres euros por kilo. En Lausana (Suiza), en una sala de cata, el colombiano Alexis Rodríguez (su cargo oficial dice que es el mánager de Calidad y Desarrollo del Café Verde) defiende su precio: “Cuando baja el precio, el caficultor no tiene dinero para fertilizar y por tanto el producto será de peor calidad”.

Alexis es el alquimista de Nespresso, el genio que realiza las mezclas, quien experimenta con cafés de diferentes países del mundo, los junta y crea cada cápsula, con una variedad de 25 modelos en el mercado español (de ellos solo cuatro llevan café 100% de un solo origen). Junto a él se aprecian los matices y se entiende por qué es tan importante el aluminio que encapsula el producto. Despieza una dosis y el olor que desprende es perfecto. “El café tiene 800 compuestos químicos que garantizan el aroma y el sabor”, explica. Sobre la mesa, diferentes procedencias. Ninguna se ha cultivado en Suiza, lógicamente. Pero eso no es impedimento para que el país sea el quinto mayor exportador mundial, solo superado por Brasil, Vietnam, Colombia y… Alemania, otro Estado no productor. Cosas de la globalización.

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Sobre la firma

Álvaro Corcuera
En EL PAÍS desde 2004. Hoy, jefe de sección de Deportes. Anteriormente en Última Hora, El País Semanal, Madrid y Cataluña. Licenciado en Periodismo por la Universitat Ramon Llull y Máster de Periodismo de la Escuela UAM / EL PAÍS, donde es profesor desde 2020. Dirigió 'The Resurrection Club', corto nominado al Premio Goya en 2017.

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