Refugiados de por vida en Palestina
Dheisheh se creó en 1948 en Belén como solución temporal a los palestinos desplazados tras la creación de Israel. Hoy conviven tres generaciones
El campo de Dheisheh, uno de los primeros campos de refugiados, creado en 1948 por Naciones Unidas como solución humanitaria temporal, continúa acogiendo hoy, después de casi 70 años desde que se instalara la primera tienda de campaña, a tres generaciones de palestinos: aquellos que vivieron en primera persona la llamada Nakba (catástrofe, en árabe) o exilio masivo durante la guerra de 1948 y la posterior creación de Israel; aquellos que nacieron, crecieron y han vivido toda su vida en él y, por último, los hijos y nietos de los anteriores que siguen acudiendo a los colegios bajo la bandera blanca y azul de Naciones Unidas y sueñan con un futuro fuera del campamento.
Mahmoud Ilayn Abu Laban, de 95 años, es el refugiado más longevo del campamento de Dheisheh, situado a las afueras de la ciudad palestina de Belén (West Bank). Él, su hijo Saa’di Abu Laban, de 50 años, y su nieto Mohannad Abu Laban, de 20, relatan persona lo que es vivir toda una vida como refugiados esperando un derecho al retorno (right to return, en la jerga del derecho internacional) que no parece llegar a pesar de ser reconocido en el punto 11 de la resolución 194 de la ONU.
Hoy, la Agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos (UNRWA, en sus siglas en inglés) sigue gestionando los servicios básicos de salud, educación e infraestructuras sanitarias en el campo de refugiados de Dheisheh con casi los mismos recursos que hace algunas décadas para una población que durante la espera se ha cuadruplicado. Entre 1948 y 1950 el número de refugiados palestinos que llegaron a Dheisheh apenas alcanzaba los 4.000. Actualmente, más de 15.000 residen en este campamento, cuya fisionomía ha cambiado considerablemente desde que los propios refugiados palestinos comenzaron a construir sus casas en el mismo terreno arrendado por UNRWA en vista de que la solución humanitaria temporal se alargaba años y años.
Mahmoud recuerda como si fuera ayer el día que él y su mujer se vieron forzados a abandonar su hogar en Zacaria, un pequeño poblado entre Jerusalén y Hebrón donde hoy residen varias comunidades de israelíes. “Los bombardeos y explosiones eran continuos, la gente tenía miedo. Tuvimos que abandonar el pueblo con la ropa que llevábamos puesta. Dejamos las casas y aquellos que tenían camellos o burros también los dejaron allí, la gente solo se preocupaba de llegar hasta un lugar seguro”, relata en árabe este nonagenario refugiado que asegura saber muy bien lo que hoy están sufriendo miles de refugiados sirios: “Nosotros lo vivimos en nuestras propias carnes, sabemos lo que es perder todo de la noche a la mañana”.
Testigo de la resiliencia y resistencia palestina
En estos últimos tiempos de cumbres humanitarias internacionales y crisis de refugiados, en los que tanto se habla de mejorar la asistencia humanitaria y la capacidad de resiliencia, no hay mejores expertos que los propios refugiados que han sobrevivido a situaciones extremas derivadas de guerras, conflictos y desastres naturales.
“Lo peor fue el hambre, no teníamos comida, no teníamos nada, fue una situación durísima, logramos sobrevivir ayudándonos entre nosotros. Después llegó la Cruz Roja y nos ayudó con lo básico: alimentos y agua”, recuerda Mahmoud sentado en el sofá del salón de su casa más de 65 años después de aquellos duros días. Antes de llegar al campo de refugiados de Dheisheh, en Belén, Mahmoud y su mujer permanecieron durante cinco meses en otro improvisado en la localidad de Jericó, en la frontera con Jordania. Muchos refugiados palestinos continuaron su camino hacia Jordania y otros permanecieron en Palestina, siendo realojados en distintos campamentos. “Si dejabas el campamento, tenías que arreglártelas tú, no tenías ningún tipo de asistencia”. Desde 1949, Mahmoud reside en el campamento de Dheisheh, allí tuvo nueve hijos y “unos cuantos nietos”, sonríe.
“Cuando llegamos a Dheisheh no había absolutamente nada, sólo tiendas de campaña, después de varios meses de espera, necesitábamos trabajar para mantener a nuestras familias y decidimos ir a trabajar a Jordania, entonces no había fronteras como ahora”, relata Mahmoud.
Durante la ausencia de los maridos, las mujeres se hicieron cargo de alimentar a sus hijos, traer el agua, la leña, limpiar y hacer todas las labores de la casa. “Los hijos ayudábamos lo que podíamos, la situación fue muy dura para ellas, que soportaron la mayor carga”, interrumpe Saa’di Abu Laban, hijo de Mahmoud, quien recuerda cómo de pequeño iba a recoger agua para ayudar a su madre.
A partir de 1951, la UNRWA se hizo responsable de los refugiados palestinos. Entonces se contabilizaron unas 700.000 personas que huyeron o fueron forzadas a abandonar sus casas durante la guerra y posterior creación de Israel en 1948. Según sus cifras, unos cinco millones de refugiados y sus descendientes viven actualmente en campos de refugiados localizados en West Bank, la franja de Gaza, Jordania, Líbano y Siria.
La ONU sigue gestionando el campamento con los mismos recursos que hace décadas a pesar de que la población se ha cuadruplicado
“Nos dijeron que era una solución temporal, unas semanas, después unos meses y a los dos años, nos dimos cuenta de que la situación se iba a alargar”, recuerda Mahmoud. Después de un año y medio en tiendas de campaña, la UNRWA se hizo cargo de la construcción de pequeñas casas de cemento, con una única habitación y ninguna infraestructura, ni agua, ni electricidad. Al principio, solo había un suministro de agua potable para cada campamento y dos áreas de baños públicos para cientos de personas, señala Saa’di. Gradualmente, a lo largo de los años los refugiados comenzaron a construir casas más habitables, con varios pisos, hacia arriba, sin salirse del kilómetro cuadrado de extensión que ocupa Dheisheh camp.
La pregunta que algunos se hacen es qué ocurrirá cuando el contrato de arrendamiento por 99 años, de los que casi 70 ya han expirado, concluya. “Ese es un tema político y lo tienen que resolver los políticos, no nosotros. A mí no me preocupa si el terreno fue arrendado por la UNRWA al Gobierno de Jordania o a un propietario privado, nosotros permaneceremos en el campamento, ahora nuestro hogar, hasta que se nos reconozca nuestro derecho a retornar a nuestros pueblos de origen, de donde nuestros familiares fueron expulsados. Lo que sea que suceda, no importa el tiempo que estemos esperando aquí, esta situación es temporal”, subraya Saa’di, quien nació en el mismo campamento, heredó su estatus de refugiado y el mismo compromiso de resistencia de su padre.
Precisamente, Mahmoud, antes de ausentarse para su oración, concluye afirmando a sus 95 años que le encantaría volver a su hogar: “Dheisheh es mi casa ahora, pero preferiría volver a mi hogar en Zacaria, incluso viviendo en una tienda de campaña antes que en esta bonita casa en este campamento de refugiados”. “A nadie le gusta ser un refugiado y depender toda la vida de Naciones Unidas y la caridad de los países donantes”, sentencia.
“Nací, crecí y me casé en este campo de refugiados”
La primera imagen cuando pensamos en un campo de refugiados son tiendas de campaña. Hoy, Dheisheh camp se ha convertido en un pequeño poblado en los suburbios de Belén, formado por numerosas casas de piedra apiñadas a lo largo de callejones estrechos de los que cuelgan marañas de cableado eléctrico. Apenas hay espacio para el esparcimiento y los recursos de limpieza son escasos.
Según detalla Naji Owdah, director de Laylac, una ONG local que trabaja con adolescentes, los principales problemas en el campamento son, además del desempleo, la falta de personal de limpieza y la falta de espacio para el esparcimiento de los jóvenes: “Hay sólo once personas contratadas para limpiar 10 toneladas de basura que generan diariamente los 15.000 refugiados que residen en este campamento, estos operarios van con carros porque el nuevo tractor no entra en la calles. Apenas hay lugares para el entretenimiento, la práctica de deporte o la organización de eventos culturales”, lamenta Naji.
Lo peor fue el hambre, no teníamos comida, no teníamos nada, fue una situación durísima, logramos sobrevivir ayudándonos entre nosotros
Otro de los problemas, añade este trabajador social —también residente en el campamento durante toda su vida—, es la falta de privacidad en las casas, casi pegadas unas con otras y donde el hacinamiento es común. Además, sólo hay dos doctores para atender a todos los refugiados y las medicinas “a veces no son suficientes”, denuncia Naji.
Aún así, Saa’di y otros muchos refugiados de Dheisheh camp se sienten orgullosos de su hogar. “Yo nací, crecí y me casé en este campo de refugiados”, relata con una sonrisa de satisfacción Saa’di, quien asegura haber trabajado duro toda su vida para pagar sus estudios de farmacia y regentar hoy una clínica.
Sorprende el alto porcentaje de jóvenes refugiados palestinos con educación universitaria. En Dheisheh camp, más del 65% de los jóvenes van a la universidad, según datos recogidos por la citada ONG local. “La educación ha sido nuestra única ambición en el campamento. Nuestros padres no tenían tierras ni casas ni propiedades, no tenían nada, lo perdieron todo, lo único que podían ofrecer a sus hijos era educación”, afirma Saa’di, quien a sus 50 años solo ha conocido una vida, la de refugiado bajo los colores blanco y azul de la bandera de Naciones Unidas.
Las nuevas generaciones de refugiados
Mohannad Abu Laban, de 20 años, también ha vivido toda su vida en Dheisheh camp, pero a diferencia de su abuelo Mahmoud y su tio Saa’di, sueña con un futuro fuera de la línea que delimita el terreno gestionado por Naciones Unidas con el dinero de los distintos países donantes europeos y de EE UU.
Este joven refugiado palestino sueña con viajar y estudiar un Máster en una universidad europea. Sueña con vivir una vida normal, sin el estatus de refugiado. Sin embargo, cuando es preguntado por el derecho al retorno es tajante: “Ser refugiado significa muchas cosas, es algo que he heredado de mi abuelo y mis padres, y está fuertemente vinculado con el derecho al retorno. Ese derecho no sólo lo verán mis padres, sino también mi abuelo”, dice con firmeza.
Una de las mayores preocupaciones de Mohannad, que está cursando en la actualidad la carrera de ingeniería electrónica, es el desempleo y las escasas posibilidades de encontrar un trabajo en su campo. “Aquí no tenemos futuro, no hay trabajo”, insiste. Actualmente, el desempleo juvenil en Palestina alcanza el 40% entre los hombres y supera el 60% entre las mujeres jóvenes.
Junto con el problema del desempleo, las condiciones de vida de los refugiados nunca han sido fáciles. Naji Owdah asegura que en más de una ocasión se ha intentado eliminar el estatus de refugiados de los palestinos: “Cuando comenzamos a construir nuestras casas hubo voces desde Naciones Unidas que nos advertían de que teníamos que dejar las tiendas de campaña o las minúsculas casas en las que vivíamos, porque de lo contrario estaríamos ante una situación de normalización y no en una situación temporal que es lo que determina el estatus de refugiado. La pregunta es ¿los refugiados no tenemos derecho a tener una vida digna, mientras esperamos a que se reconozca nuestro derecho al retorno?”.
La respuesta por el momento parece seguir estando en la definición de campamento de refugiados como asentamientos temporales con servicios mínimos sanitarios y de agua, educación y salud. Unos servicios mínimos que tras más de 60 años y con la población cuadruplicada no son suficientes en Deheished camp. Y dentro de lo malo, matiza Naji, “nosotros somos refugiados o desplazados internos y tenemos derecho a trabajar legalmente fuera del campamento”, no así los otros miles de palestinos refugiados en los países vecinos, como Jordania, donde la familia Abu Laban tiene parientes. Los tres miembros de esta familia coinciden en lamentar que el apoyo de Naciones Unidas no ha traído más que caridad. Sin embargo, las soluciones políticas para poner fin a esta interminable crisis de refugiados que comenzó en 1948, y no en el presente siglo, siguen haciéndose esperar.
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