¿Es San Patricio nuestro nuevo Halloween?
Hoy celebramos una festividad irlandesa que, en realidad, ni nos va ni nos viene. ¿Otra excusa barata para beber como si no hubiera un mañana?
Hay festividades que, por muy buena voluntad que tengan, no hay por dónde cogerlas. En Cataluña, sin ir más lejos, algo tan típico como las castañeras están en peligro de extinción porque, por arte y magia de las tiendas de disfraces, ahora los púberes (y algunos otros más creciditos) prefieren celebrar la noche del 31 de octubre con ese carnaval estadounidense llamado Halloween. Aunque el súmmum del sinsentido hedonista se va a vivir en muchas calles de nuestro país hoy mismo por culpa de San Patricio, la fiesta por antonomasia del patrón de Irlanda.
Si estuviésemos en Dublín, Cork o Belfast entenderíamos que riadas de gente se lanzasen a las calles para celebrar las bondades de Patricio con una pinta XXL de cerveza en cada mano mientras emulan las artes danzantes de Michael Flatley, el creador de Lord of the Dance. ¿Pero a nosotros, realmente, qué nos importa? Puestos a exportar fiestas, ya de paso, ¿por qué no llenamos todas las plazas de nuestros pueblos y ciudades con mascletás y mastodontes ninots aprovechando que las fallas valencianas ya han dado el pistoletazo de salida? El postureo ilustrado nos ha llevado a imitar patrones de conducta ajenos a todos nosotros por un mero objetivo: darle como nunca al bebercio.
Porque no hay que engañarse: la clave de que San Patricio se haya puesto de moda fuera de tierras irlandesas responde al hecho de que nos gusta beber. Y mucho. Parece mentira a estas alturas, pero es como si el ser humano necesitara una excusa, una fecha señalada, para hincar el codo como si no hubiera un mañana en manada. Ya no es suficiente el fin de semana ni el afterwork, por lo que parece, para matar la sed como si uno tuviera un hijo encarcelado. Habría que preguntarles a las buenas gentes de Guinness, unos de los mayores beneficiados de esta fiesta, cuánto facturan a costa de la salud de nuestro hígado, ya que ahí reside una de las claves del asunto.
Suciedad aparte (aún siguen habiendo muchos alérgicos a las papeleras), hay otro elemento desconcertante que no se puede obviar: los dichosos gorros de leprechaun que atentan no sólo contra el buen gusto, sino también contra cualquier avance que desde el siglo XX haya instaurado el mundo de la moda. A nadie, ni siquiera a Irina Shayk si se lo pusiera, le puede quedar bien un vasto gorro verde. Aunque quizás por eso se recurre a las cataratas de cerveza, porque si uno no estuviera embriagado de la cabeza a los pies muy dudosamente se encasquetaría un atentado textil de ese calibre en la vía pública.
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