Las huellas de Dorothy Parker
Un recorrido por las calles de Manhattan que formaron el universo de la más neoyorquina de las escritoras
Quiso el azar que la escritora más neoyorquina que en la literatura ha habido, Dorothy Parker, naciera en una pequeña población costera de Nueva Jersey y sus cenizas encontraran reposo 74 años más tarde en Baltimore. El parto se le adelantó a su madre en la casa de veraneo: fue la única vez, según solía afirmar Parker irónicamente, que en su vida había llegado a una cita antes de la hora.
De cualquier manera, como corresponde a una neoyorquina de pura cepa, para el Día del Trabajo, primer lunes de septiembre, cuando contaba apenas un mes, ya estaba incorporada a la ciudad que contribuyó a definir a través de su obra y de sus propios pasos.
Son esos pasos los que me dispuse a seguir una mañana del pasado otoño. Reuní en una libreta todas las direcciones en las que vivió Parker desde aquel septiembre de 1893 hasta su muerte en 1967, y salí dispuesta a conocer el espacio por el que se había movido esa mujer que ha pasado por ser paradigma de la cronista mundana y cosmopolita. Mi primer asombro fue lo increíblemente pequeño que era el mundo de Parker hasta los 30 años. Infancia y juventud se desarrollaron en distintas calles de un solo barrio, el Upper West Side, un área de expansión de Manhattan a principios del XX en donde se instaló la clase media acomodada. Era el padre de Dorothy, Jacob Rothschild, un comerciante judío propietario de una pequeña fábrica de ropa de hombre; refractario a las servidumbres de la ortodoxia judía, se casó primero con una mujer protestante, la madre de Dorothy, y al quedarse viudo contrajo segundas nupcias con una maestra católica que atosigó a la pequeña huérfana instruyéndole machaconamente en las enseñanzas de Jesús.
Sin duda, fue el rechazo a la madrastra beata y a la escuela católica donde estudió lo que vacunó para siempre a Dottie contra toda fe. Aquella escuela de monjas donde se sabía distinta –a pesar de que su padre la inscribiera como si fuera episcopaliana, su físico delataba el origen– es hoy un colegio judío. Estoy en la puerta, viendo salir a las niñas en esta mañana apacible de noviembre, tras haber recorrido los distintos domicilios que habitó la familia Rothschild. He tardado poco más de una hora en este caprichoso zigzag que me ha llevado de una calle a otra desde el río Hudson hasta Central Park, los dos pulmones urbanos que vertebraron la vida de la escritora: de niña, los recorría a diario paseando a los perros que su padre le compró para mitigar las deficiencias emocionales de la orfandad; de joven, a esos otros chuchos, a veces encontrados en la calle, que fue incorporando a su vida bohemia. Por aquel entonces sólo viajó al sur de la isla cuando junto a su padre hacía una ronda navideña por el Lower East Side para repartir de casa en casa un aguinaldo a las modistillas que trabajaban para él.
Muchos edificios en los que vivió la pequeña Dottie siguen en pie, pero sólo uno de ellos, en la calle 72, en el que residió a los cinco años, recuerda que aquel fue su barrio con una placa conmemorativa. De la misma forma que ella se mostraba reticente a hablar del pasado (“¡Todos esos escritores que escriben sobre la infancia! Dios mío, si hablara yo de la mía no te sentarías conmigo en la misma habitación”), el barrio en el que vivió la mitad de su vida parece haberla borrado de su catálogo de celebridades, y si bien hay esquinas dedicadas a Humphrey Bogart, Bashevis Singer o Miles Davis, nadie ha parecido considerar que estas fueron las calles que forjaron la personalidad de la escritora. Es posible que contribuyera ella misma a ese desapego al borrar de su literatura todo rastro del pasado y situando poemas y cuentos en el más puro presente en el que transcurrían sus crónicas y sus críticas teatrales.
Treinta calles al sur de Manhattan bastaron a la joven Dorothy para dar un salto de un mundo a otro. Las que separaban su barrio de Midtown y la condujeron a las puertas del hotel Algonquin, en donde, ya es historia sabida, junto a críticos teatrales, cronistas, dibujantes y actores presidió la mesa redonda que habilitó generosamente el hotel para que se codeara en ella la aristocracia intelectual neoyorquina, el grupo que adquirió notoriedad a fuerza de ser incorruptible, practicar el sarcasmo sin contemplaciones y alardear de la réplica aguda y la maledicencia. El desdichado matrimonio con el corredor de Bolsa Edwin Parker fue su estreno en una vida rica en desengaños amorosos, pero al menos le concedió un apellido artístico al que sería fiel toda su vida. El señor Parker, alcohólico y morfinómano, tuvo mucho que ver con la afición de la joven escritora a la bebida, que desembocó en dependencia y que la avejentaría antes de tiempo, arrojándola a varios intentos de suicidio.
Es muy posible que también contribuyera a esta condición la ley seca, que plagó el corazón de la ciudad de speakeasies, bares clandestinos adonde se acudía para beber, prolongar la noche y matar la soledad. Los mismos integrantes del grupo artístico en torno a Dorothy Parker atribuían el éxito de su irrenunciable amistad en la década de los veinte a una enfermiza necesidad de no estar solos y enfrentar las borracheras en compañía. La escritora solía llevarse a su perro Robinson, que aguantaba los largos trasnoches debajo de la mesa de los bares. Cuando volvían derrotados al apartamento, Dorothy compartía con el chucho un somnífero y los dos dormían hasta bien entrada la mañana. Aunque algunos de los bares de la zona aún conservan en su carta algún cóctel en memoria a la ilustre bebedora, fue Parker consumidora de whisky, que administraba en pequeñas dosis a lo largo de un día que se daba por concluido casi al amanecer. Aún quedan pruebas de la existencia de aquellos antros clandestinos, algunos de ellos reconvertidos hoy en barras nostálgicas de un viejo Nueva York que a través de los textos de Dorothy Parker parece el escenario perfecto para la aventura prometedora y para el desenlace fatal.
La segunda parte de su biografía se resume en 10 calles en las que hizo deambular a sus heroínas desventuradas
Alrededor de esa calle 44 Oeste en la que se sitúa el hotel Algonquin ejercía la cronista su reinado: las oficinas del Vanity Fair no andaban lejos, y las de The New Yorker, en el edificio de enfrente, en donde hoy una placa recuerda el nacimiento de la revista: grabados sobre bronce están los nombres de los cuentistas que contribuyeron al prestigio de la publicación, pero asombrosamente quien redactó la leyenda olvidó a la mujer que desde el primer momento escribió en sus páginas unos deliciosos relatos cómicos.
No ocurre así en el Algonquin, el Gonk, como solían llamarlo, donde bien al contrario utilizan abusivamente el nombre de su más ilustre comensal para convertir el lobby en un santuario algo hortera de los años veinte, obsequiando a los visitantes con algunos souvenirs de diseño baratuno, chocante para rememorar a aquel grupo de lenguas afiladas, de personajes que se tomaban muy en serio su voluntad de vivir al límite hasta el punto de perder algunos de ellos la vida en el intento. Esa segunda parte de la biografía de Parker se desarrolló también en un área muy concreta, unas diez calles alrededor del hotel en las que hizo deambular a sus personajes, en su mayoría heroínas desventuradas, cuya desgracia parece calcada de su propia experiencia o de lo que escuchaba en los bares a diario.
Son chicas que esperan la llamada de un hombre que el lector intuye que se la está pegando; chicas que acaban de tener un aborto y están solas y lloran y se saben sometidas a la maledicencia de los amigos; chicas que aparentan ser cosmopolitas y dicen añorar París; chicas que esperan a un marido soldado que vuelve a casa de permiso. La desgracia de cada una de ellas puede ser diferente, pero todas comparten los efectos adversos del amor, el enamoramiento que las entontece las vuelve algo ridículas por su empeño en amar a hombres que tampoco merecen mucho la pena. El alcohol está tan presente en los relatos que una tiene la impresión de acabar intoxicada tras la lectura de algunos de ellos; pocos escritores han narrado con tal maestría la progresión del efecto de las copas en un diálogo entre un hombre y una mujer, diálogo de sordos, pues el entendimiento entre los amantes se muestra siempre imposible. Son personajes incapaces de hacer perdurable el amor y que carecen de voluntad. A veces desean volver pronto a casa, pero sucumben ante una última copa que acaba siendo la penúltima.
Poemas, cuentos, crónicas, todo rezuma presente en la escritura de Dorothy Parker. Su prodigioso oído para la lengua sigue siendo eficaz para el lector de hoy: hay réplicas que parecen cándidas y son brutales, y hay frases que se dirían sencillas pero esconden una música tan sofisticada como la que se estaba componiendo en Broadway en los años dorados de la señorita Parker. Celebramos que siga traduciéndose en nuestro país. Colgando de un hilo (Lumen) es un volumen de cuentos recién publicado que reúne algunos de los relatos que se representan con frecuencia en el Off Broadway, porque poseen una cualidad muy verbal que los hace ideales para interpretar en escena.
Echamos de menos, siempre echamos de menos, ese prólogo que nos la sitúa en la época, porque detrás de cada una de esas pequeñas historias están los hechos que condicionaron la vida de Parker y la de la sociedad americana: la ley seca, la I Guerra Mundial, la Gran Depresión, el aborto, los amores alcohólicos, la vida en los hoteles. No hay mejor manera de reconstruir la existencia de esta impenitente vividora que explicando lo que significó su voz en el habla de su ciudad. Si algunas expresiones shakespearianas se convirtieron en dichos de la lengua común, algunas réplicas de Dorothy trufan hoy el inglés de América sin que el hablante sepa quién las inventó. En la antología clásica de sus escritos (The Portable Dorothy Parker), que reúne poemas, cuentos y crónicas, contamos con un jugoso prólogo que nos ayuda a entender la importancia literaria de esta mujer astuta, valiente y temeraria.
Pasados los años veinte, Parker optó por el camino del compromiso político: su figura creció como defensora de grandes causas, como la República Española, pero sus editores se lamentaban de que la gracia que iluminaba su prosa había perdido brillo. Las puertas de The New Yorker se le cerraron. El mundo cambió tan rápido que la modernidad de Parker se quedó algo anacrónica. Murió sola en un hotel del Upper East Side, en una década de los sesenta que poco tenía que ver con su espíritu, acompañada, cómo no, de un perro, alcoholizada, protegida por la millonaria Gloria Vanderbilt, que la asistió económicamente hasta el último momento.
Algunos bares del Midtown neoyorquino aún conservan en su carta algún cóctel en su memoria
Cuando en 1966 preguntaron al venenoso Truman Capote por qué no la había invitado a su fiesta del blanco y el negro en el hotel Plaza, dijo: “Creí que estaba muerta”. Pero no, moriría un año más tarde. Ocurrió que la lianta de Lillian Hellman, que cada vez que aparecía en la vida de alguien era para ponerla patas arriba, fue la encargada de gestionar el funeral; al contrario de lo que hubiera deseado su amiga Dorothy, llenó de celebridades la capilla, pero luego se olvidó de la urna de las cenizas, que fue rondando de una oficina a otra hasta que, en 1988, la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color decidió hacerle un humilde templete en su sede de Baltimore. Y es que Parker quiso que su legado se destinara a la memoria de Martin Luther King, al que veneraba. Hoy todos los derechos de su obra pertenecen a esta organización. Y esa es la razón por la que los restos de la neoyorquina reposan fuera de su querida ciudad.
La mujer recordada por su agudeza, la cronista de la que se esperaba siempre una respuesta ocurrente, la que escribió aquello de “I like to have a Martini / Two at the very most. / After three I’m under the table, / after four I’m under my host” (Me gusta un Martini / dos como máximo / después de tres estoy debajo de la mesa / después de cuatro debajo del anfitrión), la que sostuvo en cada uno de sus relatos que el amor siempre trae consigo la perdición, ella, que tan desastrosamente manejó su vida, quiso contribuir a las grandes causas de la libertad y la justicia que protagonizaron los años treinta y cuarenta, una vez que su juventud parecía enmarcada en una postal de otro tiempo. Dicen que el expediente que sobre ella atesoraba el FBI superaba las mil páginas. Cuando en 1955 dos agentes federales irrumpieron en su apartamento para interrogarla sobre sus actividades izquierdistas, los dos perrillos que entonces la acompañaban comenzaron a corretear como locos sin atender a las órdenes de su dueña. Al ser preguntada por su influencia en el reclutamiento de activistas, ella contestó: “¿Mi influencia? Mirad a mis perros. Ni sobre ellos tengo la más mínima influencia”.
Termino el recorrido por su ciclo vital en el Upper East, al otro lado de su amado Central Park, y pienso que, dejando a un lado sus ocasionales viajes a España, a Francia o a Suiza, no ha habido una escritora más local que Dorothy Parker. Ella define un Nueva York ya extinguido que de vez en cuando revive fantasmal en la barra de algunos bares.
elpaissemanal@elpais.es
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