Cuatro madrileñas se comen Londres
Vivimos el fenómeno de la banda Hinds en un concierto multitudinario en Reino Unido
Dos chicas bajan por la calle alta de Camden. Caminan por el pedacito en sol de la acera cuando surge la fachada del teatro. En los toldos abombados se lee: “Koko”. No entran aún, quieren fumar un cigarrillo. Lo encienden junto a la salida de emergencia. Los rayos de luz filtran sus bocanadas. Mientras la otra mitad del grupo sigue descansando –“chilling”, dicen en inglés con la voz rota, los ojos hinchados y el pelo sucio–, confiesan que ayer la cosa se les fue de las manos. Vienen “directamente” de una fiesta. De los premios de la revista New Musical Express (NME), en los que estaban nominadas como mejor nueva banda. No ganaron; lo celebraron. Corre una brisa fría y apagan la colilla. Abren la puerta, penetran en el viejo edificio y las envuelve la negrura. Al acostumbrarse la vista, cobra forma el escenario, la sala vacía, el techo infinito, los balcones y las gradas suspendidas. Carlotta Cosials y Amber Grimbergen abandonan sus maletas como si hubieran llegado a un templo. Exclaman: “¡Qué dices!”, “¡Joder, hostia puta!”, “¡Qué escalofrío!”.
El lugar solía llamarse Camden Palace; y también Music Machine. Inaugurado en 1900, aquí actuó Chaplin en 1909. Tocaron los Rolling Stones en 1964. Y una madrugada de 1980 se vio por última vez a Bon Scott, cantante de AC/DC, antes de morir tras una borrachera. Su tarima la han pisado Sex Pistols, The Clash, Madonna, Prince, Oasis. Hay una enorme bola de luces enganchada en lo alto y en las entrañas de esta máquina musical caben 1.200 personas. En la taquilla han escrito “Sold out” para esta noche de febrero. La noche de Hinds en Londres. Un grupo de rock de cuatro madrileñas de entre 19 y 24 años que dio su primer concierto en 2014, editó su primer elepé este enero y, entre medias, ha tocado en cuatro continentes y se ha forjado un nombre en los medios más reputados, entre músicos de prestigio. Ni ellas parecen explicárselo. “¡Oh, Dios mío!”, gritan ahora Ana Perrote y Ade Martín –el resto de la banda– al atravesar el umbral. “Es enorme, ¡y solo para nosotras!”.
Corretean por el escenario como si fuera una pradera. Para entonces, Amber –rubia platino, espalda rotunda– se ha sentado en el taburete y pisa el pedal del bombo. Retumba la sala, y Ana y Ade imitan los pasos de Godzilla. La primera coge su guitarra color sangre. Se acerca al micrófono. Ade agarra el bajo. Carlotta, cubierta con la capucha de la sudadera, empuña una Danelectro negra y plata. Se oye a la técnico de sonido: “Your vocals, por favor”. Carlotta grita: “¡El rock ha llegado a su ciudad!”. Comienzan a desparramar acordes rítmicos, machacones; a cantar a coro, en inglés. “Garage-pop borroso”, define su música la revista online Pitchfork. Esbozan cuatro temas. Bailan como si la electricidad les insuflara vida. Vienen de tocar en Nottingham. En dos días lo harán en Manchester. Luego, Estados Unidos, Australia, Japón…
Y ahora en realidad se mueren por una ducha. En su hostal no hay agua caliente. Concluye la prueba y se adentran en el backstage. Atraviesan la estancia donde los músicos se relajan antes del espectáculo. En las paredes cuelgan fotos de ídolos; Amy Winehouse en un lugar destacado. Recorren decenas de peldaños y corredores laberínticos, hasta el camerino. Dentro hay dos sofás de cuero. Un buen puñado de cervezas. Vino, ginebra, tequila. También fruta y hummus y ensalada. “¡Así deberíamos vivir siempre!”. Despanzurran sus maletas con ropa para un mes. Más tarde confesarán que disfrutan cada vez más poniendo lavadoras, doblando bragas. Esa es la cara B del rock. Pero ahora, mientras calientan motores, se meten en la ducha con una Budweiser. Lo llaman “beer shower”. Y entre tanto el camerino se anima como el camarote de los hermanos Marx. Se suceden escenas desordenadas. Ana se seca la melena. Aparece Nick Holroyd, booking agent de la banda. Muestra su nuevo tatuaje: una cierva (hind, en inglés). Unos amigos de Madrid pinchan música. Abren una cerveza. Llegan los de Berlín, otra birra. Entra el líder de la banda telonera. Se manifiestan dos botellas de Moët & Chandon, cortesía del promotor. Ade se funde en el sofá: “Me siento fatal…”. Amber pelea con su bolsa de viaje. Carlotta surge con pelo húmedo, envuelta en la toalla. Se preguntan: “¿Qué me pongo?”. “¿Cómo me queda?”. Y también lo que van a beber: “¿Un red bull?”. “¡Mejor otra cerveza!”.
“Poseen un directo libre, salvaje, enérgico. Un verdadero ‘show’ de ‘rock and roll”, dice Simon Vozick-Levinson, editor sénior de ‘Rolling Stone’
Antes que una banda fueron mejores amigas. Se encontraron en los bares, entre conciertos, sobre los adoquines del barrio de Malasaña en Madrid. Carlotta Cosials, de 24 años, empezó Medicina, pero lo dejó para entrar en Arte Dramático. Es hija de un realizador y de una intérprete. “Fui actriz”, dice en pasado. Conoció a Ana en 2009: comenzó a salir con un amigo suyo. En 2011 viajaron a la playa con un par de guitarras. Sacaron temas de Dylan y dieron dos conciertos. Lo abandonaron, pero quedó la semilla. Ambas son el alma de Hinds, el origen. Ana, de 21 años, comenzó a estudiar Publicidad y Relaciones Públicas. Lo aparcó cuando todo se volvió demasiado grande. “No nos dio tiempo a elegir”, dice. “Nos escogió esta vida”.
Ocurrió muy rápido. En 2013 se dieron otra oportunidad como dúo. Buscaron nombre: Deers (ciervos; cambiaron a ciervas en 2015). Compusieron en inglés. Estrenaron 2014 tocando en el restaurante de un familiar. Y poco después, en La Vía Láctea. Hay un vídeo de esa noche en este local legendario de Madrid: suena Warning With The Curling, con la que aún abren sus conciertos y cuya letra, según Carlotta, refleja un sentimiento concreto: “¿No te ha pasado alguna vez, tirado en el sofá a las tres de la madrugada, que pones la tele y aparecen jugando al curlin?”. En el vídeo, en primera fila, se ve a Ade. Las tres se habían vuelto inseparables.
Adelaida Martín, de 23 años, conoció a Ana y a Carlotta en 2011. Hija de arquitectos, comenzó la misma carrera tras la burbuja del ladrillo. Un profesor les avisó: “No vais a construir en la vida, así que este cuatrimestre escogéis cualquier tema y hacéis un proyecto con eso”. Ade eligió música, montó un festival. Canta y toca la guitarra desde hace años. Solía grabar un programa de radio: entrevistaba a bandas mezclando preguntas y cerveza. En su grupo de amigos, “todo el mundo hacía algo”. Uno, fotos a grupos. Otro, un blog musical. Ella, la radio. Carlotta, los videoclips. Ana aparecía en ellos. “Era una especie de minimovida”, dice Ade.
“Nos sentíamos capaces de conseguir lo que quisiéramos”, añade Carlotta. Empieza el cuento de hadas. El dúo graba un vídeo con el tema Trippy Gum, que narra una noche de gin y alucinaciones; lo envían al concurso de bandas Make Noise Malasaña; se clasifican para la final, donde tendrán que tocar en directo; les regalan dos meses en un local para ensayar; deciden ampliar la formación para el evento; convencen a Ade para tocar el bajo, y hallan entre sus 300 seguidores de Facebook (hoy 50.000) una chica que aparece tocando la batería en su perfil: Amber Grimbergen, de 19 años (tenía 17), hija de músicos de clásica de origen holandés, versada en solfeo y varios instrumentos.
Nada más entrar al local, Ana y Carlotta graban dos temas malamente. Los cuelgan en Internet, y ese día contacta con ellas Joan Vich, al que conocían como mánager del grupo de unos amigos, además de ser el responsable de contratación del Festival de Benicàssim (FIB). Quería llevarlas. “Las escuché un par de veces porque eran amigas”, recuerda Vich. “Luego, las puse de nuevo. Y cuando me di cuenta de que llevaba toda la mañana, las llamé”. Un día después, la revista DIY británica recomienda sus temas: “No se parecen a nada”, escriben. “Canciones punk con tres acordes y una provocación brutal”. Pasa otro día y el blog musical Line of Best Fit vuelve a recomendarlas. Su editor, Paul Bridgewater, acaba de entrar en el camerino. Rememora: “Fue una de esas cosas… Cada año hay dos o tres canciones como estas. En un tema de alguien nuevo, el 10% muestra su potencial. Y ese 10% era su contoneo, ese ‘me importa todo una mierda’; podías asomarte a sus vidas, transmitían amistad. Confianza. No intentaban hacer más de lo que eran capaces”. Esa tarde, dos días después de lanzar su música, llegó el e-mail de la prestigiosa revista NME. Sucedió el big bang. Y mientras el universo se expandía, tocaron su primer directo como cuarteto, la final del Make Noise. Ganaron. En el público había ojeadores ingleses. Entre ellos, Stephen Richards, dueño de la compañía Lucky Number con la que Hinds acaba de editar su primer elepé, Leave Me Alone. Y como no dejaban de llover correos, Vich, ya como mánager, decidió montar un concierto en Londres, en un local para 150 personas llamado Sebright Arms.
En su tierra, las críticas han sido menos elogiosas. “En España, cuando llega algo nuevo, hay un rechazo”, responde una de ellas
Carlotta. No podía ni hablar de los nervios. Vino toda la prensa, booking agents, los sellos…
Ana. Habría 30 fans, el resto era como son aquí: ¿una banda nueva y nadie ha firmado con ella? Son vírgenes. Se matan por atraparte.
Carlotta. Recuerdo el agobio de ver en el público gente como que te quiere coger.
Ade. Éramos como la carne nueva.
Carlotta. ¡El corderito, el corderito!
Ana. Al día siguiente, Joan dijo que su e-mail echaba fuego.
Dos años después, The Guardian valora su disco con cuatro de cinco estrellas: “Una alborotadora avalancha de energía”. Según NY Mag, “no podrás escucharlo sin que te apetezca abrir una Budweiser”. Para Simon Vozick-Levinson, editor sénior de Rolling Stone, “poseen un directo libre, salvaje, enérgico. Un verdadero show de rock and roll”. Hasta el cantante de Primal Scream las ha recomendado a sus 230.000 amigos de Facebook: “Suena mejor en vivo, con guitarras desafinadas. Inocencia y disonancia”.
En la puerta de Koko comienza a formarse cola. La encabeza Rosie, londinense de 21 años. Quinto concierto de Hinds. Las vio en Sebright Arms. “Y me convirtieron. Son muy divertidas en el escenario”. Frankie, al lado, tiene 17: “Son tan cool. ¡Adoro cómo visten!”. Abren las puertas y corren a primera fila. Para entonces, en el camerino se han acabado las cervezas y uno sale a por otra remesa. Llegan más amigos. Vich discute nuevas fechas de la gira. Carlotta se sienta y menciona la espinita que les queda en su tierra, donde, en general, las críticas han sido menos elogiosas y han comparado su directo con una “fiesta de graduación escolar”. Según Carlotta, “en España, cuando llega algo nuevo, se desconfía. Hay un rechazo”.
En alguna ocasión, Ana y Carlotta han explicado que cantan en inglés porque simplemente les salió así (ahora ni se plantean cambiar). Sus canciones “van de amor”; “somos amigas, es de lo que hablamos”. Cuando componen, se preguntan cómo se sienten, forman “una nube” y la descargan sobre papel. Al cuaderno solo llegan versos en inglés. Una de sus estrofas más coreadas: “I need you to feel like a man when I give you all I am / I know you’re not hungover today you’re classifying your cassettes” [Necesito que te sientas como un hombre cuando te doy todo lo que soy / sé que no tienes resaca, estás ordenando tus cintas]”.
Se acerca la hora. Ana interroga a Carlotta: “¿Cómo estás?”. Responde: “Rara de personalidad”. Se miran al espejo. Labios rojos, ojos negros. Vaqueros y camiseta. Pendientes de aro. Vuelven a mirarse. Flequillo recogido en una coleta alta; suelta la melena. Su Instagram, bien surtido, suma 31.300 seguidores. Se graban en vídeo. Se retratan. Sergio Alberto, fotógrafo que las conoció en el Make Noise y hoy pasaba por Londres, les pide una foto. Posan. “Awesome”, les dice. Y comenta: “Conectan con la gente de forma impresionante. Interpretan en escena. Tienen 20 años, son felices y cantan por eso”. De hecho, faltan cinco minutos y empiezan a hacerlo. Carlotta grita “¡Yes!” y entona Sarandonga. Hasta que se da cuenta de lo que necesitan: “¡Upton funk!”, y corre a pinchar el tema de Mark Ronson. La fiebre funky se contagia, danzan en corro, corean el estribillo: “¡Girls hit your hallelujah!” ‘[¡Chicas, disparad vuestro aleluya!], y acto seguido trotan escaleras abajo. Una voz anónima queda flotando: “Están locas”.
El escenario a oscuras. Ellas a la espera. Se prenden los focos y brama una jauría. Salen las cuatro. Se quedan bloqueadas ante el millar de ojos. No han visto nada igual; al menos, no por ellas. Una voz desde el público: “¡Amber, guapa!”. Cogen los instrumentos. Ana rasguea los acordes de Warning With Curling. Entra la batería. El bajo de Ade. La masa comienza a saltar, mientras 12 fotógrafos pelean por un hueco. Cuando cierran el primer tema, comparten su felicidad: es su noveno concierto en Londres; el mayor de su vida. Arrancan de nuevo y parecen contagiar su alegría, su sonoridad lo-fi. Y si uno se cuela ahí abajo, y mira alrededor, se ven pogos a menudo, dos chicas danzando como en una película de Tarantino, un asiático dando botes, una mujer a hombros grabándose con el móvil, una pareja derramándose cerveza, un tipo arrastrado en volandas durante minutos, ingleses chillando en español, gente joven, menores de 25, patillas, barbas, sombreros de ala, labios color vino, pelos revueltos; y un bullicio que pide “¡Outra!” con acento británico cuando Hinds abandona la escena tras bailar con 20 personas ahí arriba y anunciar que la fiesta sigue en el pub The Lexington, donde pincharán de madrugada: “Si quieres reguetón, ¡Hinds!”. Bajan al foso para hacerse fotos, firmar lo que sea, regalar baquetas.
Y el camerino despega. Corre el vino, la ginebra, el tequila. Stephen Richards, el tipo de la discográfica, descorcha champán. “¡Brindis! ¡Toast!”. Dylan en los altavoces. Se puede fumar. Llegan pizzas. Se habla español e inglés como en una fiesta Erasmus. Richards cuenta que todo ha sido “orgánico”: siempre creciendo, siempre llenando. Ya han vendido 9.000 discos en Reino Unido. Unos 7.000 en EE UU, donde llevan semanas en lo alto de las listas de radio universitarias. Allí tocarán en el Bowery Ballroom de Nueva York, y en el Late Show de Stephen Colbert. Eso será un salto, calcula Richards. Dice que parte del éxito proviene de las letras. En inglés suenan como “poesías raras”.
La comitiva marcha hacia The Lexington, donde Hinds abre su sesión con Britney Spears y ellas bailando en lo alto. Uno de sus fans, tras nueve conciertos, confiesa que hay algo “infeccioso” en ellas; otro asegura que, a oídos de un inglés, sus letras resultan “sexy”. Y le pide un selfie a Carlotta. Son cerca de las 2.30. Con el local lleno, comienza Thunderstruck de AC/DC.
Al día siguiente, cuando se presentan por la discográfica, tratan de reconstruir la madrugada. Han dormido 12 en su habitación (con capacidad para seis) y a Ana se le incrustó un pendiente en la oreja y montaron una escabechina. Con el pelo revuelto y sin duchar, pasan el día arrastrándose entre fotos y entrevistas. The Independent, Evenening Standard, Q Magazine… Piden cafés: la cara B del rock. La de la resaca y la furgoneta con el suelo pegajoso y una mesita a rebosar con latas de cerveza vacías, zumo vertido, noodles de hace días, un espejo, el libro Please Kill Me sobre la escena punk y un tubo de vitaminas. Conduce el tour manager. Amber pone música. Y el resto recuerda cuando comían palitos de pan mientras preparaban su primer concierto para el Make Noise: “Éramos las soldados del rock”. Desde entonces, han tocado 183 conciertos. Por la ventanilla se ve una hilera de casas de ladrillo. Hasta hace poco, cuando venían aquí, dormían en el suelo de algún amigo. Lo han hecho por medio mundo. Se metían donde fuera. “Hasta en casa de fans”.
Tras la última sesión, Ade dice que a veces las han retratado como en “un anuncio de colonia”. Preferiría que reflejaran otra cosa: la música, el rock. De noche, regresan agotadas a Camden Town. Entran en su chino favorito, piden muchas gyozas y Carlotta pinta en el mantel la línea temporal de los dos años que cambiaron sus vidas. Todas dejaron la carrera en 2014. El mánager habló con los padres. Aunque saliera mal, les dijo, quedaría la experiencia. Hay quien sugiere que ha sido un camino sencillo. “¿Fácil?, los cojones”, replica Cosials. “Si algo no nos pueden criticar es que no trabajemos. Nos ofende hasta el punto de hacernos llorar. Tío, que hemos sacrificado mucho. Nos flipa, sí, y nos verás siempre sonriendo. Pero eso no quita la de horas, sudor, lágrimas, dinero, esfuerzo mental y creatividad que hemos invertido”.
Desde el inicio compusieron sus canciones. Crearon sus vídeos y merchandising. Gestionan y deciden todo. Les aconsejan, claro. Pero nadie se mete en su música, en su imagen. “¿Cuál es el misterio de Hinds?”, sigue Cosials. “Creo que las personas con las que trabajamos piensan: ‘No sé qué tiene el grupo, pero me engancha’. Y no quieren manipularlo, por si se perdiera: dejaría de ser auténtico, y entonces la has cagado”. Ana añade un ejemplo. El drama del próximo vídeo. Esta vez no lo ruedan ellas. De momento, las ideas son “una mierda”, es decir, “chicas maquilladas, con tacones y perlas, derramando champán”. Han quedado por Skype con un director. Y sobre los restos de comida, conectan el iphone con Los Ángeles. Discuten con un tipo con barba. Pregunta qué les gusta. Amber: “Tirarme en paracaídas”. Otra: “El mar”. El director ha debido de poner ojitos porque ellas zanjan: “¡Nada de bañadores!”.
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