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Tribuna
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30 años sin Olof Palme

El político sueco es el paradigma de la socialdemocracia y representa la lucha contra la inequidad

Emilio Menéndez del Valle

Se cumplen este mes 30 años del asesinato del entonces primer ministro de Suecia en una calle de Estocolmo. La moderna sociedad sueca es resultado de un pacto entre capital y trabajo. Disminuida la conciencia de clase, lograda por la clase media una función clave y superado el concepto de proletariado como actor privilegiado e imprescindible del proceso socio-político, el acuerdo sueco facilitó unas relaciones de producción y distribución de la riqueza aceptables para todos. Olof Palme era simultáneamente causa y producto de esa sociedad. Justa y abierta, progresista y tolerante, tierra de asilo para miles de perseguidos políticos de numerosas latitudes.

Conocí personalmente a Palme en 1976, cuando los españoles comenzábamos a dejar de ser exiliados en nuestro propio país. Él y otros dirigentes de la Internacional Socialista asistían al primer congreso del PSOE, celebrado en la relativa tolerancia política de aquel año. Lo acogí en mi casa, le enseñé Madrid y nos hicimos buenos amigos. En los años siguientes nos reunimos en varias ocasiones, en Suecia y sobre todo en África, que amaba, como su compatriota Henning Mankell. La conmemoración este año del 400º aniversario de la muerte de Cervantes me da pie a relatar una anécdota que desvela el temperamento de Palme. En 1982, época de relaciones internacionales convulsas, me invitó a su despacho del Parlamento en Estocolmo para cambiar impresiones sobre un tema de interés común. En dos ocasiones tuvo que atender sendas llamadas telefónicas. Una de su ministro de Defensa y otra del de Exteriores a propósito del grave incidente del submarino “desconocido” (en realidad, soviético) interceptado en aguas suecas.

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Hojeaba yo entretanto un Quijote que acababa de pasarme. Olof apreciaba la obra cervantina y de alguna manera su temperamento era quijotesco. Estimaba especialmente el ejemplar que yo tenía en las manos, regalado por su gran amigo Felipe González, con una dedicatoria de puño y letra que rezaba: “¡Si pudiera servirte de buen compañero de viaje, como a mí, estaría cumpliendo su misión!”. Por supuesto, le sirvió. ¿Acaso no es quijotesco pasearse por las calles de su ciudad, con una pancarta al pecho, reclamando ayuda de los viandantes a favor de la democracia en España?

Olof Palme es conocido por su hiperactividad en las relaciones internacionales. Por su compromiso con el Tercer Mundo, con los “condenados de la tierra”, en palabras de Frantz Fanon, por su lucha para avanzar hacia relaciones más justas entre países ricos y pobres, por la búsqueda incesante de soluciones pacíficas para los conflictos, por su oposición a la carrera de armamentos. Cargado de ética, denunció el apartheid en Suráfrica, la invasión soviética de Hungría en 1956, la de Checoslovaquia en 1968, la de Afganistán en 1978... En decidida confrontación con la política de agresión de ambas grandes potencias, tampoco fue parco en su crítica al comportamiento norteamericano en Vietnam al tiempo que en 1968 se manifestaba en la calle contra la guerra junto al embajador de Vietnam del Norte.

Pero Palme dedicó asimismo buena parte de su vida al perfeccionamiento de la doctrina socialdemócrata en las relaciones sociolaborales y económicas y contribuyó a lograr un país del que el presidente francés Pompidou, no precisamente de izquierdas, dijo: “Con algo más de sol, Suecia sería un paraíso”. Asombra la relevancia de sus escritos para la actual situación. Denunció el liberalismo y vio las dificultades para combatirlo en una economía globalizada. Concedió a la lucha contra el desempleo valor estratégico: “Si queremos evitar derrochar nuestros recursos económicos, aliviar las tensiones sociales y el sufrimiento personal que engendra, si deseamos reforzar la democracia, la lucha contra el paro es un valor crucial. No existe mayor división que entre quienes tienen trabajo y los que carecen de él”. De ahí su empeño en lograr una equitativa distribución económica en la que el bien común y la solidaridad no fueran desahuciados por el beneficio individual.

Hay quien ha definido a Olof Palme como un utópico. Él mismo lo hizo: “No podemos vivir sin utopías. La utopía se origina a raíz de la insatisfacción con lo establecido. Ahora bien, debemos basarnos en la realidad. El cambio ha de estar precedido de un estudio serio de la misma. Un diálogo continuo entre realidad y sueños, una dialéctica permanente entre idea y hecho práctico da sentido y valor a la política. Pero si dejamos de ser soñadores, nuestra ética e ideología desaparecerán”. He aquí el Palme que conocí.

Emilio Menéndez del Valle es embajador de España.

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