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Tribuna
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Democracia inacabada

Centroamérica es una de las regiones más inseguras del mundo. La combinación de bandas, narcos y Estado cautivo genera delincuencia y violencia. En algunos países, las grandes organizaciones delictivas están incrustadas en las instituciones

Jorge G. Castañeda
ENRIQUE FLORES

Guatemala vive un proceso electoral extraño: escoger un nuevo presidente, mientras que el saliente renuncia, acusado de corrupción por la calle, el Congreso y el Poder Judicial. Es una de las paradojas de una miniregión convulsa y a la vez anunciadora de cambios cruciales en América Latina.

Un recorrido por cuatro países centroamericanos muestra las consecuencias del olvido internacional y del legado de las guerras del siglo pasado. Sociedades entrañables, desgarradas por pobreza, violencia y corrupción, impulsadas por la emigración, instaladas en una democracia inacabada pero resistente: estas son características de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua.

Centroamérica es una de las regiones más inseguras del mundo. Pandillas desagregadas en Guatemala, maras organizadas en El Salvador y la combinación de ambas en Honduras desuelan ciudades y barrios, desangran a sus juventudes y ahuyentan a inversionistas. En Honduras, las pandillas se han entreverado con el crimen organizado, que se ha dedicado a traer drogas desde Venezuela a partir de 2005, y a reenviarlas a México y Estados Unidos.

En El Salvador, el narco tiene menor presencia y las bandas armadas encierran otro origen: las deportaciones de salvadoreños de Los Ángeles hace 15 años. El Gobierno anterior facilitó una tregua con sus dirigentes que, al principio, permitió disminuir la violencia, pero que ya se agotaba cuando el Gobierno actual la clausuró. La Barrio 18 y la MS-13 respondieron con fuego y la violencia alcanzó grados nunca vistos: 677 muertos en junio, 250 en la primera semana de agosto.

En Guatemala las grandes organizaciones delictivas se encuentran incrustadas en el Estado desde hace tiempo, y las pandillas son más un vehículo de movilidad social que otra cosa. Las carreteras y costas de Guatemala encaminadas a México son arterias cruciales de la circulación de drogas. Los narcos las aprovechan y se las disputan. Los efectos perversos en Centroamérica de la guerra sangrienta e inútil del expresidente mexicano Felipe Calderón se multiplican y se resumen en un factor: a pesar de sus debilidades, México es más capaz de administrar y acotar al crimen organizado que sus socios del Triángulo del Norte. Las consecuencias de esta tragedia son diferentes en cada país. En los tres casos la mezcla específica de bandas, narcos y Estado cautivo varía, el resultado no: delincuencia, inseguridad y violencia.

Emigración y remesas marcan la configuración social y económica del Triángulo del Norte

Ese resultado conduce a su vez a un segundo rasgo regional: el peso de la emigración y las remesas en las sociedades y economías. De Nicaragua los nacionales parten al sur: a Costa Rica y a la industria de la construcción de Panamá; las remesas equivalen al 11% del PIB. De Guatemala huyen a EE UU debido a la inseguridad; los envíos de expatriados alcanzan el 10% del ingreso nacional. Para Honduras, de donde la gente huye por la violencia, la cifra es del 15%; para El Salvador, de donde se alejan por la postración económica, es del 16%. Como lo describió Joaquín Villalobos, la región corre el riesgo de convertirse en el equivalente de una sociedad asistida, viviendo de remesas y del consumo que generan, pero condenada a la pobreza que aflige a los desterrados del universo de envíos de dólares.

Hace décadas que Washington no ejercía tal influencia en Centroamérica y centra sus esfuerzos en el narcotráfico y en asuntos que le afectan directamente: la migración, la violencia, la gobernabilidad y la corrupción. Sus políticas contrainsurgentes en los años ochenta y su guerra contra las drogas desde 1971 contribuyeron a las desgracias centroamericanas; hoy EE UU se ve forzado a rectificar y a atender los problemas que en buena medida creó. Lo cual nos lleva al acontecimiento más esperanzador de este tiempo en Centroamérica.

En 2006 Ban Ki Moon y el Gobierno chapín crearon la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Su propósito consistía en ser un coadyuvante de la fiscalía y del ministerio público en la investigación y juicio “de los delitos cometidos por integrantes de los cuerpos ilegales de seguridad... como en general en las acciones que tiendan al desmantelamiento de estos grupos... (para) fortalecer a las instituciones del sector Justicia para que puedan continuar enfrentando a estos grupos ilegales en el futuro”. Con el tiempo, la CICIG se ocupó más de temas de corrupción gubernamental, y se vinculó más a EE UU.

Un mayor apoyo de EE UU contra la corrupción gubernamental sería un gran avance en la región

En el primer semestre de 2015, la CICIG ocupó las primeras planas de los diarios guatemaltecos por sus acciones dirigidas contra miembros del gabinete del expresidente Pérez Molina, su vicepresidenta y él mismo. Con sus 200 oficiales de seguridad y 200 fiscales, todos extranjeros, trabajando directamente con el MP; con un nuevo comisionado colombiano vigoroso; con recursos suficientes y el apoyo de la Embajada norteamericana, la CICIG se ha convertido en un potente instrumento de lucha contra la corrupción en el país. Como contó un alto funcionario del Gobierno: “Duele reconocer que somos incapaces de limpiar la casa nosotros. Pero mejor que lo haga alguien a que no lo haga nadie”. Llegó hasta el final: la renuncia el 2 de septiembre de Pérez Molina, obligada por las investigaciones de la CICIG, el desafuero por el Congreso, y las protestas callejeras.

La idea ha hecho su camino. En Tegucigalpa se manifiestan exigiendo la creación de una CICIH: el equivalente en Honduras. En una visita a la capital hondureña, el emisario estadounidense Tom Shannon insinuó que la aprobación de los recursos para la llamada Alianza para la Prosperidad serían más rápidamente desembolsados de surgir una CICIH. En El Salvador, aunque el Gobierno confronta menores desafíos en materia de corrupción que sus vecinos, también han surgido demandas a favor de una comisión análoga, que hasta ahora el régimen rechaza.

La razón es obvia. Los 1.000 millones de dólares que prometió el vicepresidente norteamericano a los tres países del Triángulo hace casi un año no constituyen una cifra deslumbrante, pero revisten un valor emblemático. Washington puede condicionarlos a la perpetuación de la guerra antinarcóticos, o a la disuasión migratoria, o al combate a la corrupción a través del modelo de la CICIG. Los dos primeros temas serían más de lo mismo; el tercero, con todo y sus implicaciones de soberanía acotada, representarían un avance para la región.

Como lo sería la consumación de un viejo sueño: la unión aduanera de los países del Triángulo, y posiblemente también de Nicaragua y/o Costa Rica. Ninguna de estas economías, ni siquiera Guatemala, es verdaderamente competitiva —o incluso viable— por sí sola. No es seguro que lo sean en un esquema de mercado común, como en los años sesenta, sin México. Y los obstáculos políticos son monumentales. Pero al menos ya empiezan a hablar de eso y a negociarlo. Es otro rayo de esperanza en una región donde no abundan.

Jorge Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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