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UN OFICIO DEL SIGLO XIX
Columna
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Con disfraz de mendigo se hizo millonario

En efecto, el proteccionismo populista de aquel régimen se extendió al cine y Argentina llegó a tener su propia Cinecittà

Ibsen Martínez
PASIÓN DE GAVILANES (2003-2004). Con producción colombiana y guion de Julio Jiménez, cuenta en 118 episodios la historia de amor y desamor de los hermanos Reyes y las hermanas Elizondo. Hay secretos, traumas, secuestros y muertes. Y afanes de venganza y ambición por tener mucho dinero.
PASIÓN DE GAVILANES (2003-2004). Con producción colombiana y guion de Julio Jiménez, cuenta en 118 episodios la historia de amor y desamor de los hermanos Reyes y las hermanas Elizondo. Hay secretos, traumas, secuestros y muertes. Y afanes de venganza y ambición por tener mucho dinero.

Un día, entre los días de 1978, dos escribidores de telenovela venezolanos, galeotes de la palabra escrita que excretábamos guiones de una hora de culebrón a razón de seis libretos por semana, recibimos del gerente de producción del canal la orden de acometer la enésima adaptación para la pantalla chica de un añoso filme argentino.

Mi compañero en la experiencia era el ya desaparecido Salvador Garmendia, uno de nuestros mejores narradores, autor de una breve obra maestra titulada Memorias de Altagracia, Premio Nacional de Literatura, Premio Juan Rulfo y pionero en esto de ganarse la vida como escribidor de culebrones de radio y televisión a tanto la alzada. A Salvador y a mí nos invitaron, pues, a dejar a un lado la telenovela que por entonces nos ocupaba para sentarnos en una pequeña sala de proyecciones a ver aquel filme del que tanto había yo oído hablar con sorna a Rodolfo Izaguirre, penetrante crítico de cine, fundador de la primera cinemateca caraqueña y hoy día mejor conocido como “el papá de Boris”.

Debo confesar que me llevé una sorpresa tremenda y que hoy tengo para mí que pocas metáforas del siempre proteico populismo son tan iluminadoras como el clásico del cine argentino Dios se lo pague, dirigido en 1948 por Luis César Amadori y protagonizado por Zully Moreno y el legendario Arturo de Córdoba.

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En aquel momento, hace casi setenta años, Dios se lo pague fue un genuino acontecimiento continental. Exhibida en el Festival Internacional de Venecia, cosechó reseñas entusiastas de la crítica europea de posguerra. Como todo éxito de taquilla, ha recibido también el homenaje de nuevas versiones, tanto para el cine como para la televisión.

Dios se lo pague es una fábula latinoamericana sobre ricos y pobres. Y a pesar de su empaque elitista, a su pretensión de “teatro de cámara” filmado —originalmente fue, en efecto, una pieza teatral—, resulta también una fábula populista. Acaso en ello haya influido el haber sido producida durante el “primer peronismo”. En efecto, el proteccionismo populista de aquel régimen se extendió al cine y Argentina llegó a tener su propia Cinecittà. Entre 1946 y 1955 llegaron a estrenarse casi 400 largometrajes.

Atraviesa la película con un desengañado monólogo en torno al lucro, siempre innoble, y la pobreza, siempre virtuosa

La trama de Dios se lo pague es apenas verosímil: Juca, el protagonista, es un obrero que se ve despojado por su patrón de los planos de un invento. Su mujer, desesperada —pues fue cómplice inocente de la usurpación—, se suicida y entonces Juca decide vengarse.

Para ello opta por el disfraz de mendigo y, pidiendo limosna, llega a hacerse millonario. En el proceso, conoce a una prostituta de lujo y la hace su amante. La amante lo deja eventualmente por un hombre que resulta ser el hijo del antiguo patrón, el ladrón de la patente. Al darse cuenta de ello, Juca decide no ejecutar su venganza para que ella, de quien se ha enamorado, pueda ser feliz…

Arturo de Córdoba encarna al mendigo que, juntando centavitos, llega a comprar en la Bolsa el paquete de acciones preferenciales que le dan la mayoría en el directorio de la empresa que, años atrás, lo despojó de la patente de invención.

Este singular pordiosero tiene un compañero de andanzas, una especie de “submendigo”, personaje ancilar a quien Juca instruye en los secretos de la mendicidad exitosa. Juca atraviesa la película articulando un desengañado monólogo hecho de máximas y sarcasmos en torno al lucro, siempre innoble, y la pobreza, siempre virtuosa.

Por ello, lo que se impone al espectador desde el primer momento son las ideas —o las creencias, ¿verdad, don José?— que sobre la vida económica, la proterva usurpación de riqueza y la justiciera redistribución de la misma van cobrando vida en el guion. Riqueza mal habida y redistribución del gasto público. ¿Cabe imaginar asuntos que interesen más a los latinoamericanos de todos los tiempos?

La proposición de que mendigando sea posible crear riqueza, hasta el punto de llegar a adquirir el paquete del accionariado que te otorgue la cabecera de la mesa directiva, es lo que hace de este filme una muy apta homilía en pro del populismo.

¿Acaso lo más propio del populismo latinoamericano no ha sido su insidiosa facultad para transmutar a los ciudadanos en mendigos, al tiempo que infunde en todos ellos la teologal convicción de que su miserable servidumbre restituye todo lo que les ha sido “robado”?

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