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maneras de vivir
Columna
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Mentiras, mentirijillas y mentirazas

Mentimos todo el rato por cortesía, por amor, por compasión, y bienvenidas sean esas mentiras dulces

Rosa Montero

Debo confesar que las personas que hacen ostentación de su sinceridad y que alardean de no mentir nunca me ponen muy nerviosa. Muchas veces esos individuos son luego los más resbaladizos y mendaces (recordemos las grandes demostraciones de autenticidad de Jordi Pujol, por ejemplo), pero no es de ese nivel de falsedad del que hoy quiero hablar, sino de las mentiras cotidianas. Porque todos mentimos a mansalva.

En primer lugar, para decir todo el tiempo la verdad hace falta ser un auténtico grosero y un botarate. He conocido a algún imbécil así, tipos que se creen muy genuinos por soltarle a alguien que está envejecido y horroroso, por ejemplo. Mentimos todo el rato por cortesía, por amor, por compasión, y bienvenidas sean esas mentiras dulces. Pero la mentira que más me interesa es la estructural, la que forma parte esencial de nuestras vidas. Recordar es mentir, porque nuestra memoria es un invento. Rehacemos y redondeamos constantemente nuestro pasado y luego nos creemos a pies juntillas esa reminiscencia falsa. De ahí la furia de algunas discusiones con familiares, con cónyuges o amigos que dicen recordar de otra manera vivencias comunes. A veces, después de alguna de estas broncas, me han enfrentado con algún documento irrefutable, una foto, una carta; y he tenido que admitir que mi memoria me engañaba. Es duro aceptarlo, porque lo que crees rememorar tiene para ti la nitidez de los sueños, te ves con toda precisión, con todo detalle. Pero es un pedazo de tu vida que en realidad jamás existió. Inquietante. Dice Epicteto que lo que nos afecta a los humanos no es aquello que nos sucede, sino lo que nos contamos sobre lo que nos sucede. Todo el rato vamos tejiendo y destejiendo el relato imaginario de nuestra existencia por medio de una maraña de palabras.

La mentira que más me interesa es la estructural, la que forma parte esencial de nuestras vidas

Esta tendencia natural a la mentira a veces cristaliza de forma superlativa en personajes raros que probablemente estén a medio camino entre el mero estafador y lo patológico. Es un modelo de mentiroso que últimamente se ha puesto muy de moda: ahí está el estomagante pequeño Nicolás, por ejemplo, o Enric Marco, que fingió ser superviviente del Holocausto y es la base del último libro de Javier Cercas, El impostor. Marco es un personaje mucho más interesante que el pequeño Nicolás; aparte del hecho repugnante de hacerse pasar por una víctima de los campos nazis y pisotear así algo tan tremendo como el descomunal dolor de tantas personas, la perseverancia con la que se invistió de esa otra identidad y los extremos a los que llegó en su fingimiento dibujan un carácter mitómano y extravagante. El ser humano no deja de sorprenderme en sus excesos.

Los impostores siempre me han fascinado; todos deseamos en algún momento salir de nuestras vidas, pero los impostores lo hacen, lo ejecutan. Algunos impostores son aterradores, como Jean-Claude Roman, que fingía ser médico de la OMS y que terminó asesinando en 1993 a sus padres, sus dos hijos y su mujer (Emmanuel Carrère tiene un libro sobre el caso, El adversario), pero hay otros que son hasta encantadores. Acabo de leer una biografía sobre una mujer genial, Olof Krarer (Olof the Eskimo Lady, de Inga D. Björnsdóttir). Olof nació en 1858 en Islandia y murió en 1935 en Estados Unidos. Era la sexta hija de unos campesinos míseros y sufría acondroplasia, es decir, enanismo: sólo medía un metro dos centímetros. Huyendo de la hambruna, de joven emigró a Estados Unidos, y allí esta mujer pobre, extranjera, sin apenas estudios y con la desventaja de su altura se transmutó en un personaje colosal.

Aseguró haber nacido en Groenlandia (aunque jamás había puesto un pie allí) y ser esquimal, que era como entonces se llamaba a los inuit, por entonces un pueblo desconocido y exótico. Comenzó a dar conferencias sobre la vida de los esquimales, unas charlas amenísimas en las que aparecía vestida con pieles de oso blanco. Se anunciaba como la “única esquimal en Estados Unidos” y pronto se hizo famosa. Ni que decir tiene que todo lo que contaba era inventado; por ejemplo, como ella era rubia y con los ojos azules, decía que todos los esquimales eran así, de piel blanca y ojos claros, pero que, como desde que nacían los envolvían en grasa y nunca se bañaban en toda su vida, con el tiempo se volvían oscuros. La deliciosa Olof, en fin, a base de ingenio y creatividad, supo rescatar su vida de un destino cruel; durante veinte años fue una conferenciante muy conocida e hizo innumerables giras. Y lo más conmovedor es que, según Olof, todo su pueblo era igual de pequeño. Es decir, ella ya no era acondroplásica, sino una mujer normal e incluso “especialmente alta” dentro de la talla de las esquimales. Y como tal la vieron, por supuesto: nadie volvió a considerarla enana. La imaginación obra estos milagros.

@BrunaHusky

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