Ana María Moix, una poetisa enfadada
A los 65 años, La Nena, como la siguen llamando sus amigos de la ‘gauche divine’, lucha contra un cáncer y lamenta que no haya una política de izquierda “Costó mucho recuperar la democracia y ahora se la están rifando. Cuando Hitler ganó en Alemania, tenían menos paro que nosotros ahora. Es un peligroso caldo de cultivo”
Ana María Moix es de una naturalidad infrecuente.
Ana María Moix (Barcelona, 1947) es poetisa, novelista y traductora. A la derecha, en su casa de Barcelona. Arriba, fotos familiares, entre ellas con su hermano Terenci Moix.
Cuando acabamos de comer, esta mujer, a la que los supervivientes de la gauche divine siguen llamando La Nena, quiso remarcar lo que le agradece a los hijos de su compañera Rosa la conversación que le han dado a lo largo de estas tres últimas décadas. Las que lleva viviendo con Rosa.
Está luchando contra un cáncer. No fuma, ella que tanto fumó. Mantiene aquella ingenuidad que la convirtió en la mirada más fresca de la troupe de Carlos Barral, y está cabreada; lo dijo en un libro, Manifiesto personal. “Y ahora, más preocupada. No hay izquierda, y eso me da miedo”.
En los años sesenta se vio con todos (Gabo, Vargas Llosa, Donoso, Dalí, Marsé, Ana María Matute…), a todos los retrató (en conversaciones que publicó en TeleXpres) como si estuvieran desnudos, y hoy no deja caer ni un nombre propio para darse pisto. Si acaso, el de Terenci, pero Terenci es su hermano.
Pocas veces la escuché hablar directamente de sus padres. Ahora hablará de ellos, en unas memorias que se le resisten. “Quizá sea la hora de utilizar el yo”. Los padres, Jesús y Ángeles, “eran un poco surrealistas”. La madre era guapísima, de un carácter fuerte, y el padre era taciturno, “solo hablaba con chistes”.
Fueron tres hijos, pero Miguel murió a los 18 años, cuando Ana María tenía 15. Un chico muy alegre, que nació con espina bífida. “Eso nos marcó mucho, distorsionó la vida”. Un calvario, hasta que Miguel murió.
El padre se hacía cargo de los talleres de pintura que crearon los abuelos. “El negocio lo llevaban entre tres hermanos; es un decir, porque en realidad lo dirigía la abuela. Ella mandando hasta los 82 años sobre aquellos tíos de 60. Hasta que se murió”.
La madre era caótica, “creo que frustrada porque era muy inteligente… Mis padres levantaron dieciocho actas de divorcio, él era un celoso típico, pero tenía novias por todos los lados”. Una de esas dieciocho actas era porque a su padre no le gustaban las acelgas para cenar y él fue al abogado: “que te dieran de comer algo que ella sabía que no le gustaba era tortura”.
Ellos vivieron mal ese dime y direte. “Terenci no tanto, o por lo menos él decía que no. Tenía otro carácter, él inventaba grandes películas de Hollywood a partir de esas historias. Con mi padre se llevaba muy mal desde que a los catorce años le dijo que quería ser escritor y que no quería estudiar. Hasta que mi hermano empezó a ser conocido y ya se llevaron mejor”.
El padre quería que ella estudiara Farmacia. “No hagas Letras”, le decía, “porque si no te casas te morirás de hambre. Matricúlate en Farmacia porque aunque no te cases tendrás un negocio tuyo. Luego hice Letras y tampoco se enteró de que escribía hasta que publiqué un cuento en Destino. Se titulaba El hermano, en recuerdo del hermano muerto”.
Antes de los cuatro años iba sola al colegio del barrio, “lo había aprendido observando a mis hermanos”. A los siete años la pasaron a la clase de los que le doblaban la edad, “porque ya lo sabía todo, eso era extraño y me trataban como la rara… Empecé el bachillerato tarde, hice cuatro cursos en uno”.
Entonces aquella niña rara no hablaba. “En la academia pedían que dijéramos en alto la edad y el domicilio. Me puse tan nerviosa que en vez de mi fecha de nacimiento dije la del descubrimiento de América. El profesor dijo: ‘¡Ah, pues se conserva usted muy bien!”.
Empezó a escribir a los 12 años. “Recreaba a Bécquer, a Ana María Matute, a Azorín. Los tres me siguen gustando, fueron tres buenos guías”.
Terenci le prestaba libros, la llevaba al cine, con sus amigos. “Me llevaba bien con Terenci… Él iba ya entonces por la editorial Mateu. Allí había una chica que leía mucho y escribía muy bien, Amparo Mejía, una amiga de Maruja Torres. Me dejaron un libro, Un hombre acabado, de Papini. El director de la escuela me dijo: ‘Uy, soy partidario de que leas de todo, pero no Un hombre acabado, ¡cuesta mucho llegar a ser un hombre acabado!”.
Terenci se fue a París, tras la huella de Néstor Almendros. “Fue un drama familiar porque se fue el día del aniversario de la muerte de Miguel. Fueron dos disgustos para mi madre, que se fuera a París y que lo hiciera en esa fecha”.
Para el novelista, si no sales de ti mismo, no puedes crear un personaje que no eres tú”
“Fuimos Maruja y yo a despedirlo. Lloramos. Él me dejó bajo la tutela de Maruja, para que me llevara al cine. Y ella me llevó a ver El año pasado en Marienbad. Luego fue una persona importante en mi vida, en muchos aspectos”.
Cuando ya la riña con los padres fue insoportable, Terenci y Ana se fueron a vivir con unas tías… Cuando ya Ana era La Nena que escribía en los periódicos y conocía a toda la Barcelona de Bocaccio, volvía del bar más famoso de la época, recogía en la casa de sus padres a la tía Felisa, la llevaba a su casa y volvía a tomar copas… “Me acogieron bien, hice amigos y realmente disfruté y, en comparación, aprendí en aquel ambiente vivo y estimulante más que lo que me enseñaron en la Universidad”.
El tiempo de Josep Maria Castellet, Jaime Gil de Biedma, Juan Marsé… La Nena entre ellos, presididos por Barral. El tiempo de la amistad. “Ya es distinto, me dicen”, cuenta Ana María. “De repente todo cambió, te encontrabas con personajes de traje y corbata azul marino y una calculadora en la mano, dice Barral en sus memorias. Eran los nuevos gestores de la cultura. Ese era ya el retrato de lo que vino enseguida”. Y de lo que subsiste.
“Casi cada semana comíamos con Castellet y su mujer. Y como él era muy coqueto, luego nos íbamos a que él se comprara camisas y calcetines, para esas piernas larguísimas que tiene, y él los quería hasta la rodilla… Con él y con el propio Jaime Gil entablé una relación que fue más allá de la literatura, hablábamos de los problemas humanos, familiares o económicos. Ya no solo se trataba de hablar de libros”.
La madre empezó a leer Julia, una novela de Ana que transpira autobiografía. Debió de verse en ella, no quiso seguir, “la tiró”. Después la madre leyó su poesía tan solo. “Estaba orgullosa, le gustaba…”. Corrigió aquella novela, volverá a hacerlo, y escribirá de los padres “cuando pueda decir ya la palabra yo, se me resiste tanto la primera persona…”.
¿Y del hermano, sigue siendo complicado escribir de Terenci? “En una entrevista, él dijo que siempre había sido un adolescente triste y solitario. Cuando estábamos con él era tan divertido, le gustaba tanto estar con otros, derramar esa simpatía sin freno que la gente recuerda. Debió de ser muy amargo, muy melancólico y triste, pero, como mi madre, se creaba la fantasía de la felicidad. La idea que tiene la gente de él es que era un tipo divertido y alegre. Pero lo pasó muy mal… No solo por cosas amorosas, también por cuestiones profesionales. Un día le dije: ‘Mira, Terenci, decide qué clase de escritor quieres ser…’. Porque él quería vender cien mil ejemplares y a la vez ser un autor de la categoría de Juan Benet, por ejemplo… Querer ser las dos cosas te llevaba a la insatisfacción”.
–Y ahora, Ana, ¿cómo ve lo que pasa ahora en este país?
–Uf –dice–. El desencanto otra vez. Ahora ya el cabreo no es con el PP, ya sabíamos lo que era. El cabreo es con la izquierda. ¿Dónde está, cómo es posible que se haya roto en mil pedazos…? Estamos en un periodo de catástrofe. Hay que revisar partidos, democracia y todo.
–Se ha mantenido usted como aquella chiquilla, suave y firme a la vez. La Nena a los 65.
–Quizá una edad suficiente para que tenga que aceptar que me tengo que ir.
–Pero ha superado lo peor de la enfermedad.
–Está estancada. Es mucho. No me quejo. Hace unos años ya no estaríamos aquí.
–¿Cómo lleva esas memorias?
–Con vértigo.
–Es una buena sensación.
–Quizá sí… En este tiempo me han dado confianza Rosa, Martín, Borja… Sin ellos me habría quedado anclada. Gracias a Rosa y a estos chicos he seguido el pulso de la vida, de la ciudad, del país y de esta generación que ya no es la mía, y hay cosas que me sorprenden, otras que comparto y otras que veo difusas. Considero que lo tienen muy difícil por la situación actual, pero que en cambio tienen una mentalidad muy bonita, muy abierta, mucho más que nosotros.
El diálogo entre ella y los chicos sigue. “Sobre esta incertidumbre de no saber si tenemos una democracia que se va al carajo. Es que salimos del franquismo, costó mucho recuperar la democracia y ahora se la están rifando. Es indignante”.
Un momento peligroso. “Cuando Hitler ganó las elecciones en Alemania tenían un poco menos paro que nosotros. Es un caldo de cultivo y me da miedo porque no hay izquierda”.
Da esperanza el amor, claro. “La amistad siempre es amor. El amor sexual, el amor pasión, pasa; pero el amor fuerte y largo es positivo. Cuando te pones en el lugar del otro, lo comprendes… Para el novelista es igual; si no sales de ti mismo, no puedes crear un personaje que no eres tú”.
–Pues ahora, Ana, usted está tratando de ser usted misma, pero recordándose…
–Un personaje que nunca fui, que soy yo misma.
Tantos años viéndola fumar, ahora extraña que La Nena hable con los dedos quietos.
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