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Columna
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Neofranquismo

De nuevo, buenos y malos se enfrentan en un tablero viejo en el que casi todo vale

Juan Cruz

Que Dios perdone a quien lo diga, pero habría que ir diciéndolo: en España estamos entrando peligrosamente en una especie de neofranquismo del cual nos costará levantarnos si no se incorpora a la conversación nacional un sosiego que ahora se está perdiendo como el agua en la cesta de Harry Belafonte.

De nuevo, buenos y malos se enfrentan en un tablero viejo en el que casi todo vale con tal de derribar al otro. Un obispo, el de Alcalá, dice, hablando desde el lado de los buenos, y sin que nadie de su zona se desmarque, que una conspiración internacional de abortistas (es decir, de malos) está trabajando para que no haya más niños sobre la tierra. Lo dice sin retorcerle el cuello al cisne, simplemente como le viene en gana; no le importa que asuste a los que creen que está persiguiendo, con blasfemia civil, la verdad sociológica, que está distorsionando adrede, para asustar, el argumento de lo que sucede. Lo hace para asustar, porque sabe que el susto paraliza.

El mismo obispo declara que cuando, en un día en que él fue histórico, llamó homosexuales a los malditos no usó el apelativo verdadero (no dijo cuál) porque atiende a las necesidades del no-lenguaje, pero que todo el mundo lo estaba entendiendo. El obispo mayor, el arzobispo que preside la Conferencia Episcopal, le pone deberes al presidente del Gobierno al tiempo que este va a rendir respeto al máximo jefe de todos ellos, el papa Francisco. Le dice, por ejemplo, que trabaje contra la Constitución y haga regresar a este país al tiempo en el que la Iglesia y el Estado iban juntas y bajo palio. Le advirtió contra el aborto y contra el matrimonio homosexual, le dijo qué tenía que hacer el Estado para parecer que ama a la Iglesia, y le trasladó de manera subliminal viejos tiempos en los que él salía a la calle para arrimar el ascua a la derecha, que también le siguió, entonces, a pies juntillas.

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Es una intromisión que da escalofríos: la Iglesia otra vez dictándole al Estado las condiciones del palio, de nuevo la jerarquía queriéndole poner freno y marcha atrás a la evolución civil que ha convertido este país en un país distinto del que Franco quiso dejar atado y bien atado. De nuevo el franquismo sociológico, sentimental, oculto en los intersticios de las mentes que durante décadas fueron educadas para que, en efecto, todo estuviera atado. Cuidado, estas cosas empiezan y no se acaban, y un día lo que ahora es olor de neofranquismo se convierte, casi jugando, en franquismo, una ideología que aquí imperó y que puede resucitar bajo cualquier forma.

En las tertulias en las que quien no grita no está he escuchado llamar sin misericordia histórica comunistas a aquellos que por su conducta, por su ideología o por su real gana son, en efecto, comunistas o simplemente de izquierdas. Como en un tiempo eso se decía para que los ciudadanos que estaban en contra se ocultaran por si venían la denuncia, la policía y la persecución, el tonillo reiterado (“comunistas, comunistas, comunistas”) me llevó al ánimo el blanco y negro de aquellas comisarías en las que la simple sospecha que despertaba un supuesto enemigo del Régimen animaba a apartarlo, a arrestarlo o a silenciarlo. Los síntomas son numerosos, están llenando los titulares y están siendo pasto del susto, la admonición o el sarcasmo. Cuidado, que, como decía José Alfredo Jiménez, en esta vida se empieza siempre llorando y así llorando se acaba.

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