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Tribuna
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Reformas eléctricas

El mercado necesita seguridad jurídica y un plan energético consensuado

En julio de 2005 publiqué, por encargo del Gobierno, un Libro Blanco sobre la reforma del sector eléctrico. Sus principales recomendaciones eran cuatro. Primera, dejar funcionar correctamente al mercado mayorista, reduciendo el dominio de las dos mayores compañías –Endesa e Iberdrola– y desacoplando el precio de este mercado del pago de unas compensaciones acordadas con las empresas por el cambio regulatorio que en 1998 introdujo competencia en la generación eléctrica. Segunda, que las tarifas recogiesen la totalidad de los costes reconocidos a las empresas y así acabar con el despropósito del déficit tarifario, que entonces era de unos 1.500 millones de euros –ahora supera los 25.000 millones–, pues se debe pagar la totalidad de los costes de la electricidad, como los de cualquier otro producto (mientras se aplican medidas específicas para mejorar la eficiencia y reducir cada uno de estos costes). Tercera, que ya no era preciso seguir con las citadas compensaciones a las empresas productoras, sino que, al contrario, debieran limitarse a futuro los ingresos que en el mercado eléctrico fueran a recibir centrales construidas largo tiempo atrás –mucho antes de la introducción del mercado– y con previsiones de funcionamiento muy superiores a sus periodos de amortización –nucleares e hidráulicas–. Cuarta, enmarcar la reforma y las futuras decisiones sobre el sector en un plan energético de largo plazo, sostenible, debatido en público con transparencia y adoptado como política de estado.

El Gobierno promete ahora una reforma del sector eléctrico, que todos reconocen está en situación crítica. ¿Qué fue de aquellas recomendaciones? ¿Serían de utilidad ahora? Prácticamente todas fueron ignoradas. Claramente lo fue la del déficit tarifario (inventado en 2002 por el Gobierno popular), con el Gobierno socialista negándose a subir las tarifas lo suficiente o a realizar reformas de fondo que mejorasen la eficiencia del sector y el Partido Popular, entonces en la oposición, protestando hipócritamente cada vez que se barruntaba cualquier intento de subida. Se adoptaron algunas medidas, aunque insuficientes para mitigar el poder de mercado, que ahora no es mayor problema por el exceso de capacidad de generación existente. En contra de lo recomendado, se suprimió la norma que regulaba las mencionadas compensaciones, defraudando a los consumidores (que ahora iban a resultar beneficiados) aunque se vendió como lo contrario. Por iniciativa de los Secretarios de Estado de Energía y Medio Ambiente se acometió un plan energético –bien planteado e intencionado, pero que incurrió en la torpeza de no contar con la participación de la oposición– y que, una vez listo para debate justo antes de las elecciones generales de 2008, fue metido en un cajón por el segundo Gobierno socialista y ahí debe estar todavía.

La solución para acabar con el déficit tarifario no es técnica, sino política
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Hay dos grandes tareas pendientes. Una es acabar con ese cáncer del sector que hemos creado con el déficit tarifario. La otra es acometer la prometida reforma del sector eléctrico. El arreglo del déficit no es materia de expertos en regulación: no tiene solución técnica, sino política. No hay quien lleve ya la cuenta del cúmulo de arbitrariedades que, a favor y en contra de las cuentas de las empresas y de los consumidores, se han realizado desde la eliminación de las compensaciones en 2006. Los políticos, que crearon el déficit, deberán reunirse –aunque sea, por última vez, a puerta cerrada– entre ellos y con las empresas y consumidores, y encontrar una salida pragmática que minimice daños.

Por última vez. Porque, una vez encaminado el asunto del déficit, la otra tarea pendiente no consiste en acometer un paquete de medidas técnicas sobre los diversos temas abiertos en la regulación del sector. Eso vendría después. Lo que se necesita es recuperar primero la credibilidad regulatoria, el respeto de verdad a las instituciones y a los procesos legales; que exista seguridad jurídica. Miren ustedes, durante los últimos cinco años, hasta hace un mes, he sido miembro independiente de la comisión reguladora del mercado eléctrico único de Irlanda, que comprende Irlanda del Norte y la República de Irlanda. He presidido esa comisión un tercio del tiempo y mi voto decidía en caso de empate entre el Norte y el Sur. He vivido lo que es una comisión reguladora con verdaderos poderes ejecutivos, independiente del Gobierno, donde para cambiar una norma se tiene que seguir un proceso establecido y totalmente transparente, con varias consultas públicas a las que se contesta también públicamente y por escrito antes de poder tomar decisión alguna. Nada que ver con nuestra Comisión Nacional de Energía (CNE), de la que fui vocal cuando fue creada en 1995, y que ahora el Gobierno quiere fundir con otras agencias reguladoras, apropiándose de algunas de sus funciones y debilitándola aún más. Y nada que ver con la forma en que se ha ido modificando y desarrollando la normativa del sector, a golpe de decreto del Consejo de Ministros sin transparencia ni consulta, hasta dejar irreconocible la buena Ley del Sector Eléctrico de 1997, dando una penosa imagen de inseguridad jurídica hacia el exterior y perjudicando a nuestras empresas, que llevan muchos años sin saber a qué atenerse. Sin seguridad jurídica es muy difícil atraer inversiones en las tecnologías de futuro –de redes y de producción, limpias y eficientes– que vamos a necesitar.

Los políticos, que crearon el déficit, deberán reunirse entre ellos y con las empresas y consumidores, y encontrar una salida pragmática.

Y, antes de comenzar con los aspectos técnicos a reformar, hay que tener una visión del futuro energético que queremos, debatido democráticamente y aprobado con el consenso de los partidos políticos. Hay que volver a acometer con urgencia un nuevo proyecto de plan energético como el de 2008, pero con amplia participación y transparencia. Hace años que otros grandes países europeos han debatido y publicado hojas de ruta de sus modelos energéticos, con objetivos a veinte o cuarenta años, para transitar hacia una senda de mayor sostenibilidad y cumplir sus compromisos internacionales –sobre todo en materia de cambio climático– optimizando sus recursos naturales y capacidades tecnológicas. Necesitamos disponer de una visión integral estratégica de largo plazo para poder definir y poner en vigor los instrumentos regulatorios adecuados que permitan trasladar los principios generales y declaraciones de objetivos a medio y largo plazo a acciones concretas.

Si se incumplen estas dos premisas: demostración de la voluntad de dotar de seguridad jurídica al sector y consenso político y social sobre un plan de futuro del sector energético, a mí al menos me sobran las reformas. No van a ir a ninguna parte.

José Ignacio Pérez Arriaga es Director de la Cátedra BP de Energía y Sostenibilidad y profesor del ICAI (Universidad Pontificia Comillas) y del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), y miembro de la Real Academia de Ingeniería de España.

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