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Empleo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Contra la desesperanza, un contrato social para los buenos empleos

El trabajo y no solo el bienestar de los consumidores ha de ser el santo y seña de todas las políticas

Empleo
Tomás Ondarra
Antón Costas

Una parte de la población de las democracias occidentales ha perdido la esperanza en el futuro. En mi vida académica veo diariamente testimonios de esta desesperanza. Hace unos años dirigí un curso de verano para los 50 mejores estudiantes de bachillerato de Galicia. La mayoría estaban seguros de que acabarían sus estudios, pero pensaban que no tendrían posibilidad de progresar. Un chico con expediente de 10, matriculado en Ingeniería de Caminos, me dijo que lo más probable es que acabara descargando cajas de pescado en la Lonja de Vigo. Para ellos, el esfuerzo ya no era un una palanca para el progreso ni un seguro contra la precarización. Se ven sin posibilidad de emanciparse y de crear familias. Renuncian a tener hijos por no estar seguros de poder educarlos. Esta desesperanza no la sienten sólo los jóvenes. Muchos trabajadores sin empleo o con trabajos precarios viven en la inseguridad económica más absoluta. Y aun aquellos que tienen un buen empleo, temen perderlo por la robotización y digitalización de la economía. Este miedo al futuro se da también en otros grupos sociales, como los pensionistas, para los que el aumento de la esperanza de vida representa una amenaza y no una bendición.

¿Cuál es la raíz de esta desesperanza? Durante un tiempo pensé que se debía a la tremenda desigualdad de ingresos que ha tenido lugar en los últimos cuarenta años, una yuxtaposición de pobreza rampante y riqueza ostentosa. Pero no es la posición en el ranking de la distribución de los ingresos la causa de la desesperanza, sino la inseguridad económica en la que viven. Hay que recuperar la centralidad del empleo en la vida de las personas para construir una política de la esperanza.

Además, la inseguridad económica tiene efectos dañinos en la democracia y en el capitalismo. Es la causa de la inestabilidad política que sufren las democracias y del riesgo de precipitarse en la barbarie del totalitarismo, como ocurrió hace un siglo. Además, la falta de buenos empleos deslegitima social y políticamente al capitalismo, dado que su núcleo moral es la promesa de ofrecer oportunidades de mejora para todos, especialmente para los que más la necesitan.

Fíjense en una cosa: tanto en los años treinta como ahora, el contrato social totalitario ofrece seguridad en el empleo, a cambio de suprimir libertades individuales y civiles. El América first de Donald Trump capta bien la esencia de ese contrato.

¿Cómo vencer la desesperanza? Necesitamos construir una política de la esperanza basada en un contrato social para la prosperidad compartida. Si la fuente de la desesperanza fuera la mala distribución de la renta, la solución sería una mejor y mayor redistribución. Pero si la raíz de la desesperanza es la falta de seguridad en el empleo, el contrato social democrático ha de actuar en las dos etapas previas a la redistribución: la preproducción y la producción, las etapas que sientan las bases de los buenos empleos.

A modo de ejemplo, en la etapa de la preproducción tenemos que generalizar y hacer gratuita la escolaridad de cero a tres años. Sabemos que la trayectoria vital y laboral de las personas depende de lo que ocurre en esa edad temprana. Que España tenga la tasa de pobreza infantil (27,8%) más elevada de Europa con la excepción de Rumanía, es un drama humano, una indecencia moral y un despilfarro de recursos económicos futuros. Un nuevo contrato social ha de que comenzar por invertir en la infancia.

En la etapa de la producción hay que extender la figura europea de garantía de empleo para toda persona que quiera trabajar y tenga las condiciones para hacerlo. Una garantía financiada centralmente y desarrollada localmente. En esta etapa la cercanía entre empleadores y trabajadores es esencial para el éxito de las políticas activas de empleo. Y también para ampliar la formación dual profesional y universitaria. La formación dual es la celestina que necesita la economía española para emparejar la necesidad de las personas de tener buenos empleos con la necesidad de las empresas de tener buenos trabajadores. La etapa de la producción es también el lugar adecuado para que empresas y trabajadores dialoguen y acuerden cómo utilizar las nuevas tecnologías para capacitar a los trabajadores y aumentar su productividad, no para sustituirlos. Necesitamos además una política industrial para los servicios que mejore la productividad de los trabajadores de estos sectores. Otras políticas deben orientarse al empleo, como comienza a ocurrir con la política de competencia europea. El empleo de los trabajadores y no solo el bienestar de los consumidores ha de ser el santo y seña de todas las políticas.

Pero no será fácil. Desde Adam Smith, la Economía tiene su punto ciego en el empleo. Su fin es maximizar el bienestar de los consumidores, no el empleo de los trabajadores. Los economistas ven el empleo como una derivada del crecimiento: si la economía crece, tarde o temprano habrá empleo para todos. Es una falacia. Este punto ciego de la Economía ayuda a explicar los motivos por los que la pérdida de buenos empleos y de capacidad industrial durante la desindustrialización de finales de siglo no fue vista como un problema social y económico. Con dolor, ahora lo sabemos. La reindustrialización y el empleo han vuelto a ser objetivos prioritarios de Europa.

¿Es ilusorio construir una política de la esperanza centrada en el empleo en unos tiempos tan convulsos y pesimistas como los que vivimos? Lo tentador es dejarse llevar por el fatalismo de pensar que todo va ir a peor. Pero hay que resistir este pesimismo. La filosofía, la religión, la literatura o la poesía enseñan que lo malo puede traer lo bueno. Me gusta citar al poeta alemán Friedrich Hölderlin cuando en su poema Patmos dice que “más allí donde hay peligro, crece / también lo salvador”.

Por otra parte, la evocación de la historia nos es útil para luchar contra la desesperanza. En medio de la II Guerra Mundial, cuando el pesimismo llevaba a pensar que todo iría a peor, las democracias, mediante coaliciones variables, fueron capaces de construir un nuevo contrato social que acabó con la inseguridad económica y trajo los llamados “Treinta Gloriosos”. Hoy, la pandemia, la guerra, la rivalidad geopolítica y la amenaza totalitaria están creando un nuevo Zeigeist, un clima social y político que favorece coaliciones sociales y políticas para ensamblar las piezas de un contrato social democrático basado en los buenos empleos, que permita luchar contra la desesperanza y la tentación totalitaria.

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