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Satélites: la nueva batalla económica se libra a 1.000 kilómetros de la Tierra

El control del espacio a través es una prioridad para las grandes potencias y los multimillonarios. Quien se mueva más rápido dominará la información y las comunicaciones

Consumer Electronics Show (CES) in Las Vegas, Nevada
Asistentes a la proyección del proyecto Kuiper de Amazon durante el Consumer Electronics Show (CES) de Las Vegas, el pasado mes de enero.PATRICK T. FALLON (AFP/GETTY IMA
Miguel Ángel García Vega

La conversación discurre en una de las plataformas estadounidenses de lanzamiento de cohetes de SpaceX, propiedad del multimillonario Elon Musk.

“Le felicité [al fundador de Tesla] por su ambición de llegar a Marte, algo que estaba cerca de conseguir”, recuerda un alto ejecutivo de una compañía de satélites española, quien pide el anonimato.

—¿Qué le contestó?—.

— ¡Usted no ha entendido nada! Llegar a Marte no es un tema complejo, la misión de esta empresa es colonizar—, espetó.

“Su propósito es colonizar todo el planeta y explotar sus recursos naturales”, admite el directivo.

Esta conversación muestra el carácter del oligarca de Silicon Valley. Pese a ser “incomprensible” no lanza un farol. Tesla, X (antes Twitter) y SpaceX son colosos bien conocidos. Bastantes analistas defienden que Musk repite la misma estrategia monopolista de las grandes tecnológicas. Alguien con una fortuna de 202.000 millones de dólares cuenta su dinero con el mismo desinterés que un niño estrellas. Aunque deja pistas de lo que persigue. “Entre las tres compañías resulta posible que tenga en una sola cabeza más datos económicos globales en tiempo real que nadie”, tuiteó en abril.

Quiere transformar la información en su billete para escuchar los cánticos de sirenas del lejano Marte. Mientras, desde la Tierra, despega la industria y la competencia. Los satélites de comunicación —acorde con Morgan Stanley— generan unos 70.000 millones de dólares al año (65.000 millones de euros) y los de observación cerca de 10.000 millones (9.400 millones de euros). Números que quedarán pronto tan diezmados que nadie recordará. La consultora Research and Markets lanza una cifra de 24.200 millones en 2030. Muy corta para los cálculos de Euroconsult, que los eleva, solo en el área de las comunicaciones, hasta 123.000 millones de dólares (115.000 millones de euros) durante 2032. Por su parte, Bank of America mira a un cielo más alto y protector: calcula que los ingresos de la economía espacial alcanzarán 1,4 billones durante ese 2030. De hecho, Matthew Weinzierl, economista de la Escuela de Negocios de Harvard, cree que el 95% de la facturación llegará de los satélites. Sobre todo de órbitas bajas. “Si las tensiones geopolíticas no se nos van de las manos, el espacio es lo suficientemente grande para repartir beneficios a todos”, reflexiona.

Pero el espacio actual nada tiene que ver con aquel que conquistó con el programa Apollo el presidente Kennedy en los años sesenta. Ahora sigue la frase del escritor de ciencia ficción Robert Heinlein (1948-1988). “Una vez que llegas a la órbita de la Tierra, estás a medio camino de cualquier parte”. Imaginen el espacio al igual que capas superpuestas. La órbita terrestre baja, denominada LEO (Low Earth Orbit), se sitúa entre 500 y 1.000 kilómetros de la Tierra. Aquí discurre la gran pelea económica. También existen órbitas medianas (MEO), que van de 2.000 a 36.000 kilómetros, y a partir de ahí la geoestacionaria. Es la usada —los satélites tienen la ventaja de orbitar a la misma velocidad que rota la Tierra sobre sí misma y la cobertura del planeta es mayor— por operadores españoles como Hispasat e Hisdesat. Las cercanas son un terreno sin regular y nadie sabe cuántas son operables. Algunos lo comparan con el salvaje Oeste. Otros, como Miguel Ángel Panduro, consejero delegado de Hispasat, recuerda los océanos del siglo XV. “Carecen de reglas, leyes y existen piratas”. “Todos los meses tenemos que corregir la órbita de nuestro satélite Paz, o te apartas o…”. Por debajo de 300 kilómetros discurren las órbitas terrestres muy bajas (Very LEO, en inglés), cada día, por cierto, más concurridas.

People watch as a SpaceX Falcon 9 rocket lifts off from launch pad 40 at Cape Canaveral Space Force Station on February 27, 2023 in Cape Canaveral
El cohete SpaceX Falcon 9 despega de la plataforma de lanzamiento 40 en la Estación de la Fuerza Espacial de Cabo Cañaveral el 27 de febrero de 2023 en Cabo Cañaveral, Florida. Joe Raedle (GETTY IMAGES)

Donde habita Elon Musk es en la órbita terrestre baja. Su empresa, SpaceX, ha encontrado la forma de construir cohetes pesados reutilizables. Lanza la carga a la órbita y regresan de forma segura. En 2019 empezó a enviar satélites de comunicaciones más pequeños. Pesan unos 260 kilos. Semejan a un coche aplanado, con un gran panel que refleja la luz del Sol. The New York Times los apoda, por su tamaño, “sofás volantes”. Los satélites se comunican con terminales en la Tierra, por lo que pueden transmitir internet de alta velocidad a casi todo el globo. Proporcionan un sistema de telefonía llamado Starlink. Elon Musk controla la mitad —unos 1.300— de los 2.600 existentes. Sin embargo, quiere alcanzar 42.000. Ha ofrecido conexión (descarga de 100 megabits por segundo) a 60 países.

Sofás voladores

Sin duda, el oligarca tecnológico sueña un cielo de constelaciones de sofás voladores. “El gran cambio es que manejan toda la cadena: fabrican los cohetes, diseñan los satélites [entre 150 y 300 al mes], los operan, crean las aplicaciones y las venden directamente al usuario”, resume Panduro. “Y, además, con un precio diferente en cada país. Es la estrategia de la fuerza bruta. Tienes recursos enormes e incluso puedes perder dinero hasta que el resto de compañías no aguanten más”. Al ser una firma privada pocos saben cuánto gana o pierde Musk por el lanzamiento de uno de sus Falcon 9. En teoría, Starlink tiene 1.500.000 suscriptores (aerolíneas, cruceros y telecos han acudido en masa) y, varios expertos, calculan que la empresa subvenciona con 700 dólares el coste de cada terminal de internet.

A Elon Musk le gustaría estar solo en esa órbita baja. Desde luego, la controla. Pero tiene competencia. Telesat Ligh­ts­­peed, AST SpaceMobile, OneWeb, IRIS2 (iniciativa europea) y, sobre todo, Kuiper de Amazon buscan su trayectoria. De todas formas, diríase que el espacio se ha convertido en el patio de recreo de los multimillonarios tecnológicos. Parece que solo Jeff Bezos puede bajar a Musk de la nube. “Amazon tiene un enorme potencial. Y al final, la gran competencia se reduce a los dos magnates”, observa Stephane Terranova, consejero delegado de Thales Alenia Space España. Bezos planea dar cobertura Wi-Fi a través de 3.236 satélites en órbita baja. Ese número —avanza la compañía— les da la posibilidad de “volar la constelación [red] más segura con el menor número de satélites”. Por ahora, no han enviado ninguno. “Aunque hemos asegurado 77 lanzamientos con carga pesada gracias a Arianespace, ULA (United Launch Alliance) y Blue Origin [propiedad de Bezos]”, narran fuentes del gigante. Y zanja: “En conjunto representa la compra más grande de vehículos de lanzamiento de la historia”. El calendario propone empezar a fabricar los satélites a finales de 2023 y comenzar las primeras pruebas en 2024. Los aparatos duran varios años y respetarán la singularidad de cada país. A China no le gusta el acceso abierto y sin regular de internet.

Elon Musk
Elon Musk, director de la compañía espacial SpaceX, en la ceremonia del Premio Axel Springer en Berlín, en diciembre de 2020. Britta Pedersen (dpa/Age Fotosto

En esta carrera espacial en la órbita LEO quizá lo último que se dirime sea el dinero. “El objetivo no debe ser encontrar el Planeta-B, como dijo una vez Elon Musk. Se trata de centrar toda la atención en nuestra vida en la Tierra, y el espacio es un lugar para nuevas ideas”, relata, en The Economist, Sophie Hack­ford, investigadora de la Universidad de Oxford y cofundadora de 1715 Labs, una empresa de inteligencia artificial. Suena bien. Pero la realidad muestra un negocio que no es de este mundo. Sobre todo si está controlado por un multimillonario errático e incomprensible. La lectura es la opuesta a la de la experta. “El sector de los satélites es un mercado extremadamente estratégico y muchos países se lanzan a una nueva carrera espacial”, observa Rolando Grandi, gestor del fondo Echiquier Space. “Tener presencia ahí fuera a través de estos instrumentos permite a una nación contar con un sistema de comunicación robusto y protegido de ataques en la Tierra”. La enseñanza aprendida: no hay leyes, es la jungla, el salvaje Oeste; son los piratas en un mar embravecido en el siglo XV.

Esos cielos bajos con nubes que pasan pertenecen a Estados Unidos. Por cada satélite chino en órbita en mayo de 2022 había siete americanos. Física clásica. A toda acción le sigue una reacción. Se sabe que China posee satélites con capacidad antisatélite y Rusia probó misiles contra sus propios aparatos. El gigante asiático ha lanzado un pájaro con un brazo robótico capaz de capturar otros satélites y colocar explosivos en los propulsores del adversario. Los explosivos estallan al cabo del tiempo y simulan un fallo del motor. Aunque la detonación sea sorda es una guerra. La Unión Europea destinó 2.400 millones de euros el año pasado a construir una constelación de satélites para destino civil y militar. Con propósito defensivo, Hispasat lanzará dos geoestacionarios en un par de años. Y la frase se puede leer en ambos sentidos. La geopolítica del mundo ha cambiado el uso de los satélites. “India ahora tiene una estrategia de múltiples alineaciones. Tema por tema. Por ejemplo, no colabora con Rusia en materia espacial”, describe Raquel Jorge, investigadora del Real Instituto Elcano. Quizá por eso, el coloso emergente consiguió alunizar en la cara oculta de la Luna y Rusia estrelló el cohete sobre su superficie.

Igual que los satélites giran, está historia también, y regresa al problema Elon Musk. Casi todas las semanas, un lanzador de SpaceX (el valor de la start-up se estima en unos 140.000 millones de dólares) cargado con satélites Starlink despega de Florida o California. Cada pájaro está concebido para durar tres años y medio. Existen tantos en órbita que a veces se confunden con lágrimas de San Lorenzo. Esto interfiere en la investigación astronómica. En 2020 intentaron recubrirlos de pintura oscura, pero la mejora fue mínima. No hay ninguna normativa o ley que proteja la estética del cielo.

Uso caprichoso

Sin embargo, el problema de Musk es todavía mayor. Starlink suele ser la única forma de conseguir acceso a internet en zonas remotas o durante catástrofes naturales. Lo usa el Ejército ucranio en su guerra contra Rusia. Este multimillonario de 52 años y de lealtades confusas ha desactivado —en medio de la contienda— el acceso a algunas terminales en Ucrania. También rechazó utilizar drones marinos para atacar barcos rusos atracados en el mar Negro. Sus razones van desde evitar escalar el enfrentamiento hasta impedir una tercera guerra mundial. El año pasado planteó en público un “plan de paz” para la invasión alineado con los intereses rusos. Alarmado, en junio, el Pentágono tuvo que comprarle 500 terminales y servicios para que Ucrania no se quedara a oscuras. “Ciertamente, ha pasado mucho tiempo desde que vimos a una empresa y a un individuo como este ir abiertamente en contra de la política exterior de Estados Unidos en medio de una guerra”, apuntó, en The New York Times, Gregory C. Allen, investigador sénior del programa de tecnologías estratégicas del think tank Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales.

Porque Musk, y su constante retórica del Armagedón, fabrica desconfianza. Taiwán prohíbe sus satélites debido a los víncu­los que tiene con China. El magnate sostuvo en una entrevista periodística que una forma de apaciguar al país era cederle una parte de su soberanía. En esas palabras algo tuvo que ver que la mitad de sus nuevos Tesla se producen en Shanghái. Y Turquía rechazó en febrero la oferta del multimillonario de proporcionar acceso a Starlink después de un gran terremoto. El presidente Recep Tayyip Erdoğan apagaba cualquier atisbo de crítica en la Red. “La humanidad en su conjunto necesita buscar activamente el crecimiento de servicios competitivos por parte de naciones que defiendan los valores de neutralidad por encima de la censura. Si no lo hacemos, estas plataformas se convertirán en herramientas de influencia extranjera y de recopilación de inteligencia”, advierte Troy McCann, fundador de la incubadora espacial australiana Moonshot. Debemos elegir. O tenemos Starlink o una democracia liberal. Debemos elegir. O tenemos Kuiper o una democracia liberal. “Porque si consiguen monopolizar el uso del espacio estamos absolutamente en sus manos”, avisa el responsable de Hispasat. Hacia allí nos dirigimos.

El peso vuela

Al igual que ha sucedido con los paneles solares, el precio del espacio cae. El coste de los lanzamientos comerciales, según la NASA, a la Estación Espacial Internacional ya es cuatro veces más barato. La cifra equivalente para la órbita terrestre baja es de 20. Los transbordadores espaciales han pasado de 54.000 dólares por kilo a 2.720 dólares. ¿Poco? Aguarden a la disrupción de Elon Musk con SpaceX. Los Falcon 9 (2010) y Falcon Heavy (2018) han reducido el precio a 1.140 dólares el kilo. El cosmos parece cada vez más cerca.

Además, la industria militar es Saturno devorando datos. La firma Spire Global, que controla más de 100 constelaciones, sobre todo nanosatélites, que vigilan el planeta casi en tiempo real diseñados para desintegrarse naturalmente, “ha visto un fuerte aumento” —avanza Joel Spark, jefe de arquitectura satelital— “de compras de datos de satélites comerciales por parte de los Gobiernos para aplicaciones de defensa”. La recién creada Fuerza Espacial estadounidense tiene un presupuesto de 24.000 millones de dólares frente a los 5.000 millones de 2019, cuando la inauguró Trump. “Existe una tendencia hacia la militarización del espacio, que evidencia su relevancia estratégica”, avisa Stephan Klecha, socio fundador del banco de inversión Klecha & Co. En una reunión con periodistas en mayo en la Embajada estadounidense de Londres, la Administración Biden lo dejó muy claro en The Guardian: “Estados Unidos está listo para luchar esta noche en el espacio si es necesario”. Para Rod Drury, vicepresidente internacional de Lockheed Martin Space, “la mayor arma en la guerra del futuro será la información, y los satélites desempeñan un papel esencial. La rapidez con la que se adquiera, difunda y analice la información, y la velocidad con la que se puedan tomar decisiones importantes a partir de ella serán fundamentales para ganar batallas. El Espacio siempre ha sido el punto esencial para recopilar y difundir información a escala planetaria, incluso en las zonas más remotas y conflictivas”.

A pesar de los recelos, la relación entre Musk y el Gobierno es profunda. SpaceX obtuvo en diciembre pasado el permiso de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC, por sus siglas inglesas) de Estados Unidos para desplegar 7.500 satélites de órbita baja y de segunda generación. Satélites planos —se cargan en el lanzador unos encima de otros— que permiten enviar 250 a la vez.

¿Dónde quedaría, si uno mirase por un telescopio, la soberanía europea? ¿Escondida entre constelaciones extranjeras? “El espacio se ha convertido en un ámbito muy disputado y la UE debe salvaguardar sus intereses vitales”, afirmó Thierry Breton, comisario de Mercado Interior y Servicios. “Europa no debe depender de Estados Unidos”. Más vale que despegue deprisa el Viejo Continente. Elon Musk ya ha lanzado Starshield. Ofrece más seguridad para información clasificada y el procesamiento de datos confidenciales. Incluso China se quejó este año ante las Naciones Unidas de que SpaceX estaba poniendo en órbita tantos satélites que impedía que otros (ellos) accedieran al espacio.

La respuesta europea es la constelación IRIS2 (Airbus, Thales, SES, Hispasat e Hisdesat) que debería estar operativa en 2027. ¿Cuántos miles de satélites tendrán ese año en el espacio Bezos, Musk o China? El Viejo Continente recuerda al conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas, cuando mira su reloj de bolsillo y grita: “¡Ay Dios! ¡Ay Dios! ¡Voy a llegar tarde!”.

Nadie puede negar el esfuerzo español en esta carrera. La futura constelación Startical (Indra y Naire) es un proyecto de 200 satélites dirigido a aplicaciones aero­náuticas de ATM (Gestión del tráfico aéreo) y PLD Space (Elche) quiere revolucionar el sector de los cohetes enviando satélites de hasta 450 kilos al espacio. ¿Llegaremos puntuales? El éxito (ha costado 300 millones de euros) del Amazonas Nexus (Hispasat, Thales Alenia Space España, Sener y GMW, entre otros), con el que se “cierra la brecha digital en España” —según Nadia Calviño, vicepresidenta en funciones del Gobierno—, le debe mucho al conejo blanco. “La clave ha sido el tiempo: lo hemos lanzado dos años antes que otros; en el momento adecuado”, reconoce Panduro.

¿Ha sonado la hora de España? Porque muchos no quieren que el espacio sea esa frase tan mancillada de la última frontera de la humanidad, sino un nuevo muro. Ya existen demasiados en la Tierra. También hay un fuerte sentido de protección de la prosperidad. “Las compañías tecnológicas de Defensa, Seguridad, Aeronáutica y Espacio emplean a más de 200.000 personas”, estima Domingo Castro, director de Sistemas Integrados de Defensa y Espacio de Indra. “Son puestos de calidad, alta especialización y estables”. Además, el 70% de las ventas van fuera. La firma española también participa en Copernicus con sus servicios de reducción de riesgo de catástrofes y frente a desastres naturales. Deberíamos recordar que cuando nació el espacio no existía el tiempo.

“¿Hablamos a las 8:30 de la mañana? Si uno es un emprendedor, los horarios no existen”. Daniel Pérez es doctor en Física de Plasmas y Fusión Nuclear y consejero delegado de Ienai Space. La start-up madrileña diseña motores eléctricos para que los satélites corrijan sus órbitas y eviten chocar unos con otros. Un pájaro lanzado en un Falcon 9 se sitúa a una órbita de 290 kilómetros sobre la Tierra y usa unos motores de iones para alcanzar la altitud (entre 340 y 550 kilómetros) donde puede operar. De nuevo el tiempo. Ese conejo blanco. “El primero que llega ocupa la trayectoria”, admite el empresario. “Por ahora trabajamos con la mitad del mercado que no controla Starlink”, puntualiza.

Un peligro y un riesgo cuántico

sus propios satélites en 2021, la explosión cubrió su órbita con más de 1.500 fragmentos que se pudieron monitorizar en los ordenadores americanos. “Si creas esa nube de escombros y permanece en órbita durante décadas, es casi como detonar un arma nuclear en tu jardín trasero”, aseguró en declaraciones recogidas por The Guardian Jesse Morehouse, general de brigada que dirige el Comando del Espacio de Estados Unidos, la rama militar responsable de las operaciones espaciales. “Tú también pagas el precio”. En el peor de los escenarios estas colisiones pueden provocar que la órbita terrestre resulte inutilizable. Los astrónomos lo denominan síndrome de Kessler (cada colisión crearía aún más escombros espaciales, lo que, a su vez, provocaría más choques todavía, y así, sucesivamente) y se hizo famoso en la película Gravity (2013), del director Alfonso Cuarón.
Pero lo que no se proyecta en una sala de cine, sino en la realidad, son los 100 billones de piezas de antiguos satélites que giran incontrolables ahí arriba. La revista Science afirma que el crecimiento estimado de la industria podría inutilizar grandes partes de la órbita de la Tierra y quienes lanzan los satélites deben ser los responsables de los desechos que producen. Científicos del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) están trabajando en un sistema de control de los satélites —­avanza Daniel Pérez, consejero delegado de Ienai Space, una firma que fabrica propulsores eléctricos—, similar al mecanismo de slots (rutas) del tráfico aéreo. Podrían facilitar las órbitas de un millón de aparatos. Otra cosa es la geopolítica y qué países dejarían identificar sus pájaros. Hasta el momento, el avance en el espacio había funcionado por la ruta de la colaboración. Ahora, el verbo ha sido sustituido por confrontación. Y la normativa espacial —establecida en 1967 por Naciones Unidas— sufre el problema de siempre: no es vinculante, como tantos otros tratados. 
Los científicos avisan de que toda esta basura puede contaminar el espacio al igual que el ser humano ha consentido con los mares y océanos. “Nos preocupa mucho”, admite Richard Thompson, profesor de Biología Marina de la Universidad de Plymouth (Gran Bretaña). Y advierte: “Ahora estamos contaminando la órbita terrestre con la misma falta de interés por sus consecuencias que ha provocado la polución generalizada de los océanos”. La NASA convocó este año un concurso dotado con 20 millones de dólares para compañías emergentes que aporten soluciones al enjambre de escombros. 
Otra amenaza del futuro es la inmensa potencia de los ordenadores cuánticos, que serán capaces de averiguar, con sencillez, las claves criptográficas de una cuenta o tarjeta de crédito. En 2026, Hispasat lanzará un satélite geoestacionario (a 36.000 kilómetros de la Tierra) destinado a distribuir claves cuánticas para cerrar esta fractura de ciberseguridad. China ya ha efectuado algunos experimentos con éxito. El espacio más que la última frontera parece la nueva amenaza.

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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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