La conciencia de clase languidece: por qué los jóvenes no se involucran en el movimiento obrero
El individualismo, el teletrabajo y la falta de enganche con las nuevas generaciones dejan a los sindicatos ante un desafío histórico
El Primero de Mayo los profetas contemporáneos llevan sus salmos escritos en largas telas o en humildes cartones. La defensa de los derechos sociales ha sido un logro histórico de los sindicatos. Pero estos días exhiben la fragilidad de la loza cuarteada. Yanis Varoufakis, exministro de Finanzas de Grecia, narra que el gran problema es “la descentralización de la producción”. Los sindicatos se formaron en lugares con un elevado volumen de trabajadores. Por ejemplo, la minería. Esta densidad se ha vuelto polvo. “De hecho, la digitalización diluyó con mayor fuerza esa concentración y lo que es más importante: segmentó el trabajo entre el proletario tradicional y el precariado”. El horizonte que esboza el economista griego para el sentimiento sindical es tan fino que podría borrarse con una goma de nata. “Además, lo que llamo cloud capital [capital en la nube] ha permitido que el trabajo sea efectuado por ciudadanos no asalariados fuera del mercado laboral. Todos estos sucesos han debilitado a los sindicatos y arraigado un nivel de desigualdad que está devastando la demanda agregada, lo que obliga a los bancos centrales a tomar el relevo”, advierte. El capitalismo se transforma en un tecnofeudalismo.
La historia de Europa evidencia que sin sindicatos fuertes no existe prosperidad. Las cifras de la OCDE refuerzan ese milagro dorado. La tasa de sindicación en 2019 (últimos datos disponibles) de Dinamarca (67%), Islandia (90,7%), Suecia (65,2%) o Finlandia (58,8%) confirmaban que la conciencia de clase descarga su orvallo de riqueza. Por si se lo preguntan, en España este dato era de un escaso 12,5%. Aunque los índices de empleados cubiertos por convenios colectivos marcan otros números. Dinamarca (82%), Islandia (90%), Suecia (88%), Finlandia (88,8%) y España (80,1%). “No existe un modelo único de diálogo social y negociación colectiva, sino que el diseño resulta importante para los buenos resultados del mercado laboral: los mejores registros de empleo, productividad y salarios se alcanzan cuando los convenios colectivos sectoriales establecen marcos generales pero dejan los detalles de las negociaciones a la empresa”, reflexiona Sandrine Cazes, economista sénior de la OCDE.
Sentado en un restaurante —uno de los miembros progresistas más reconocidos de la judicatura española— conversa bajo la petición de anonimato. El arranque es un titular. “La influencia de la clase trabajadora es cada vez menor y el retroceso resulta brutal”. Es igual que observar una pena bajo un microscopio. “Antes primaba la lucha por el interés general, ahora solo manda el egoísmo. Los transportistas protestan, los agricultores protestan, los pensionistas protestan. ¿Esto quién lo paga? Quieren que les resuelvan ‘su’ problema”, observa. “Al final los sindicatos son deudores, a la fuerza, de sus afiliados en tiempos en que escasean las contribuciones”. Tampoco ayuda a crear conciencia social su dispersión. Telefónica, por ejemplo, tiene 11 organizaciones sindicales. Renfe viaja igual. SEMAF (maquinistas), CCOO, UGT, CGT y SF. “El gran reto del sindicalismo es conseguir unificarse”, admite el jurista.
Menos protestas
Quizá queda la esperanza en el futuro —en un país poco dado a protestar, durante 2019 se vivieron 31.918 manifestaciones, acorde con el Ministerio del Interior, y en 2020 bajaron a 22.449— y en la insurrección de los jóvenes. “Da la sensación de que las respuestas que le llegan hoy a la clase obrera (sobre todo a los chicos) vienen en forma de pastillas o botones”, observa Remedios Zafra, ensayista e investigadora en el Instituto de Filosofía del CSIC. “De un lado, medicando su angustia (ante el deterioro progresivo de su salud mental); de otro, arropándose (o escondiéndose) en la tecnología. Como sí solo las industrias digitales estuvieran preparadas para acogerlos ante la incertidumbre y el miedo, proponiéndose a sí mismas como respuesta”.
El avatar del Whatsapp de María Fernández, 38 años, es una foto de espaldas en la cabina de un tren de Cercanías en Madrid. Es maquinista. Estudió magisterio, sicopedagogía. Terminó en 2009 y pasó por infinidad de trabajos. Su padre era maquinista, y le propuso: ¿Por qué no..? Contestó, sí. Aprobó las oposiciones a la primera. La destinaron a Barcelona y se afilió al sindicato de maquinistas. Era 2011. Solo un 4% de las maquinistas en Renfe son mujeres. Regresó a Madrid y es representante sindical desde 2019. “Todas las maquinistas estamos sindicadas. Es imprescindible, por ejemplo, tener apoyo sicológico si vives lo peor, que es un arrollamiento”, defiende. ¿Sus amigos? “Mi generación ha dejado de creer en los políticos y en los sindicatos por lo que han vivido [crash financiero de 2008, pandemia]”.
La pérdida de la fe es grave, porque con ella se abandona la esperanza. Y los sindicatos clásicos han perdido mucha. Les cuesta —alerta José García Montalvo, catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra, UPF— adaptarse a los cambios producidos por la globalización, la demografía, las transformaciones tecnológicas y la crisis medioambiental. “Cuesta mucho movilizar a la gente, no sale a la calle, existe tanto individualismo que solo piensa en sus intereses”, describe Bibiana Extel, 35 años, afiliada, desde 2008, a CGT y representante sindical en una compañía de teleoperadores. “El problema no es la fragmentación que se da solo en algunas grandes empresas. Si se mira el mapa de representatividad entre UGT y nosotros copamos algo más de dos tercios de la representación”, puntualiza Unai Sordo, secretario general de CC OO.
Mientras, la conciencia de clase trabajadora se diluye. La socialdemocracia estuvo basada en el modelo fordista [trabajo en cadena] y apelaba a las necesidades clásicas del trabajador asalariado. “Con los cambios tecnológicos, la globalización, la transición al sector de los servicios esa figura de empleado asalariado es menos frecuente”, relata Javier Solana, responsable del centro para geopolítica de Esade. “Debido a las transformaciones que ha habido en la economía, resulta cada vez más difícil hablar de esa conciencia, al menos en los términos en los que la definíamos antes. Además, en otros tiempos, el sindicato era omnipresente en la sociedad. Ahora lo es menos. Por lo tanto, el concepto de clase, marcado por su capacidad de vender su fuerza de trabajo y articular sus demandas a través de los sindicatos, se vuelve difuso”, rubrica el expolítico socialista.
“El capitalismo lleva tiempo” —ahonda Remedios Zafra— “desarticulando el lazo político entre trabajadores, convirtiendo a los compañeros en competidores de los escasos trabajos estables”. Es la mirra del neoliberalismo. “Bajo este sistema es más difícil organizar a los trabajadores”, refrenda Sordo. “Hay un proceso de corporativización en la sociedad, con la defensa solo de lo más inmediato: las sociedades son más individualistas y ahí resulta complicado hacer sindicato. Pero la extensión de los sindicatos de clase en las pymes en España es muy clara”.
Desde luego, se imagina complicado trasladar de una época a otra los sueños olvidados. CC OO —siguiendo sus propios datos— tiene unos 980.000 afiliados, una cifra similar a la de UGT. Cristina Hernández, socióloga, 24 años, se ha afiliado a CC OO antes de empezar su vida laboral. “Cada vez la gente tiene más miedo a exigir las cosas que por ley le corresponden”, apunta. El terror es una fuerza política poderosa. Los partidos de extrema derecha lo utilizan. “La idea de que la derecha radical le come espacio a la izquierda es algo que oscila por países. En España, las clases bajas siguen votando al PSOE, y se habla de un avance de Vox en el espacio rural”, analiza Jorge Tamames, investigador en el Real Instituto Elcano. Incomprensiblemente estamos ante una fuerza de atracción que desafía las leyes gravitacionales. “La gente joven está absorbida por Vox, y no sé por qué tiene ese enganche”, subraya Belén Fonseca, 52 años, responsable de UGT de grandes almacenes y comercios de Madrid. “Responde a la desconfianza en los políticos. Hay infinidad de sectores populares que se sienten maltratados”, avisa el magistrado. Aun así, “no hay que magnificar la participación de Vox en el movimiento obrero en España. Si nos acercamos geográficamente a los barrios que les votan no tienen grandes mayorías como, por desgracia, ocurre en Francia en las barriadas populares”, aclara Pepe Álvarez, secretario general de UGT.
“Buena parte del empresariado español ve al sindicato como una agresión, tiene un concepto casi de cortijo de su empresa. Un modelo autoritario y depredador que aspira a competir por la vía de pagar pocos salarios y tener empleo precario y ahí un sindicato sobra, y esto impregna mucho la cultura política de la derecha española y neofascista, que es su caballo de batalla”, relata el secretario general de CC OO. Y falta pedagogía. “Hay un problema muy serio y es que en las escuelas no existe ninguna asignatura que acerque a los estudiantes el valor de los sindicatos. Cambiar el contrato temporal a indefinido no ha caído del cielo”, resume Álvarez.
Brechas
La globalización ha traído beneficios pero ha generado, también, brechas en muchos ámbitos de la sociedad y debilitado el pacto social. Aunque se están haciendo esfuerzos por cerrar esas grietas. “El diálogo social entre patronales y sindicatos es cada vez más frecuente. Pero corregir el impacto que han dejado dos crisis mundiales, será muy difícil”, prevé Javier Solana. Las sociedades se han desvertebrado y la gente tiene miedo por su futuro. Y la extrema derecha se apodera del uso más reaccionario de términos como país o patria. “El problema con ellos en España es que representan a la élite económica. Una élite extractiva y parasitaria. Y siempre se sitúa en contra de los trabajadores. Votan no a la subida del Salario Mínimo Interprofesional, a la reforma laboral, a la revalorización de las pensiones”, alerta Unai. “Por eso el sindicato no solo tiene que representar sino organizar. Allí donde hay organización sindical real, la extrema derecha no penetra”.
Otro país con una fuerte tradición sindical, el Reino Unido, se enfrenta a su particular Brexit. La salida de Europa apenas ha afectado al apoyo a los sindicatos ni positiva ni negativamente. Un tema más preocupante —subraya Steve Coulter, profesor en la London Business School, LSE— “es la automatización y la ‘economía de los gigas’ ya que amenaza a los puestos de trabajo y los derechos de los trabajadores. ¡Pero para la población en general es un día de fiesta!”, exclama. Aunque el Primero de Mayo no fue ganado para tomar el sol sino las calles. Da igual. Alumbran rayos de optimismo. “En estos últimos cuatro años el movimiento sindical en España tiene mucho más reconocimiento, no solo entre los trabajadores, si no por parte de la sociedad, que hace cinco”, zanja Álvarez.
La ‘amenaza’ del sindicalismo en Estados Unidos
El sindicalismo en Estados Unidos se “apresura lentamente”. El oxímoron se atribuye al emperador romano Octavio Augusto, que sabía de batallas. El éxito de sindicación de los trabajadores de Amazon en la planta de Staten Island (Nueva York) resuena histórico. Por varias razones —explica Anna Stansbury, profesora del Trabajo en el Massachusetts Institute of Technology (MIT)—: Amazon es el primer empleador del país y este es el primer sindicato (ALU) de su historia. La tasa de sindicación en el sector privado en Estados Unidos es del 6%. “Aunque estamos ante un punto de inflexión, propiciado por la simpatía pública a los empleados de primera línea fruto de la pandemia y una oleada de organización de los trabajadores”, narra la docente. Los más jóvenes se están sindicando. En Starbucks (pese a la presión de Howard Schultz, su consejero delegado) ya había, el 16 de abril, 216 establecimientos. “Los baristas se quejan de exceso de trabajo y poco personal”, desgrana Daniel Cornfield, profesor de la Universidad Vanderbilt (Tennessee). Lo que jamás cambia es el pánico financiero a la sindicación. “En Apple el riesgo es bastante menor, pues la mayoría de sus factorías están en Asia, donde las amenazas [threats, en inglés] son mínimas”, comenta Dan Morgan, analista de Wedbush. Desolador. Un derecho básico hiere como una “amenaza”.
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