Dispararse en el pie
A corto plazo cabe esperar un episodio de inestabilidad en los mercados. A la larga, las subidas arancelarias dejarán alteraciones en las cadenas de valor, inflación, retraso en las decisiones de compra e inversión y lesiones en la economía real

Los mensajes del trumpismo suelen ser contundentes: Trump es un Júpiter tronante, duro, amenazador. Su estrategia es el miedo. Pero a la vez sus comparecencias dejan zonas de ambigüedad, están plagadas de claroscuros con objeto de proporcionarse margen para negociar, que es lo que más le gusta a ese mercachifle convertido en presidente de EE UU: Trump ha anunciado este miércoles que habrá un arancel mínimo del 10%, pero que será superior en los países que tienen más superávit comercial con EE UU. Aplicará una tasa del 20% a la UE tras acusar a Europa de haber estafado a los estadounidenses durante 50 años. Y habrá castigos muy superiores para otros países, en especial los asiáticos, que acumulan abultados superávits comerciales con EE UU. Pero la guerra comercial no empieza de inmediato y hay cierto espacio para la negociación: esa contundencia ambigua era poco más o menos lo que se esperaba ayer en Bruselas y en las cancillerías europeas en vísperas de la declaración de guerra comercial; una dosis más de incertidumbre. Y de eso vamos sobrados. Incertidumbre radical es tal vez el sintagma que mejor define esta época. Y en las etapas de máximo ruido, con los niveles de incertidumbre en máximos de los últimos 20 años, conviene volver a los clásicos: el problema es elegirlos bien, y me temo que más que a politólogos y economistas, esta vez conviene leer a buenos historiadores (y, si se puede, alguna que otra nota de los servicios de inteligencia y de los analistas militares).
¿Qué dicen los manuales convencionales de la guerra comercial que acaba de declarar Trump? Que a la corta cabe esperar un episodio de inestabilidad en los mercados, aunque paradójicamente una parte de esa corrección ya se ha producido (fuertes caídas en las Bolsas, sacudidas en el mercado de divisas, subida a lo bestia de valores refugio como el oro). El canal financiero, más aún en épocas de incertidumbre desatada, es un formidable amplificador de los episodios de estrés económico: toca estar pendientes de los mercados, que proporcionarán la primera respuesta —a veces demasiado nerviosa— al movimiento de Washington. Si los mercados bajan el pulgar, como parece, la crisis tenderá a acelerar.
Porque los manuales dicen también que a la larga Trump acaba de dispararse en el pie, y de paso acaba de dispararle a la economía global. Las subidas arancelarias (también llamadas “políticas de empobrecimiento del vecino” en los citados manuales) dejarán alteraciones en las cadenas de valor, inflación, un retraso en las decisiones de compra e inversión y, en fin, feas lesiones en la economía real, que en EE UU ya ofrece los primeros síntomas de lo que parece una crisis autoinducida. Una de las economías más abiertas del mundo declara una suerte de autarquía. Los analistas auguran una enorme tensión y movimientos tectónicos: el orden geoeconómico global está cambiando de pantalla delante de nuestras narices, y a nivel agregado no hay muchas dudas de que los daños van a ser generales; el problema es aventurarse a cuantificarlos con fiabilidad. Pero la risa va por barrios, y la cicatriz en cada país y en cada bloque comercial dependerá del arancel impuesto por EE UU y de la respuesta de política económica de cada uno de los gobiernos afectados por la doctrina del shock que impone Trump. Europa se ha dado unos días para responder. E incluso en Estados Unidos la foto final es un “lo más seguro es que quién sabe”, que dice el refrán caribeño; el efecto sobre la economía estadounidense a corto depende de la magnitud del terremoto bursátil, pero a más largo plazo dependerá de cómo reaccionan las grandes empresas de ese país, de si realmente piensan que el trumpismo va para largo, deciden invertir en EE UU y se ponen a levantar fábricas en casa.
Eso es lo que dicen los manuales clásicos, pero ninguno es capaz de anticipar la creatividad de la historia: es posible que ni siquiera hoy la incertidumbre haya desaparecido y que Trump suba y baje el listón arancelario en función de las negociaciones que se avecinan, de sus intereses, casi del humor con el que se levante al día siguiente del anuncio. Es posible, además, que los mercados embriden al menos un poco el trumpismo desatado: el canal financiero puede ser feroz cuando se lo propone, más aún si casi todo pinta mal en EE UU, desde los índices bursátiles a las expectativas de inflación, los índices de confianza y los indicadores adelantados del mercado laboral. Hay dos maneras de quebrar, decía Hemingway. Una de ellas es de forma gradual; la otra, de golpe. Hasta ahora hemos visto la vía gradual, pero es posible que a partir de esa noche llegue la aceleración: los mercados son ese acelerador cuando se lo proponen.
La segunda manera de estudiar las consecuencias económicas del anuncio de Trump es acudir a los historiadores. La Gran Depresión trajo los fascismos y una guerra mundial. La Gran Recesión de 2008 no llegó a tanto: los gobiernos y los bancos centrales consiguieron amortiguar el golpe, pero el avance de los populismos —a menudo neofascistas o posfascistas o como quiera llamarse esa mutación— ha sido incesante desde entonces, y acabó trayendo las guerras de Ucrania y Gaza, que suman centenares de miles de muertos.
Cada crisis, en fin, engendra sus propios monstruos, y la Gran Recesión nos ha dejado la desigualdad: esa crisis fue (y es) una brutal transferencia de capitales de las clases medias a los ricos. Piensen en los rescates, que eran en realidad salvavidas financieros para la banca. Piensen en una era de la globalización que dejó beneficios agregados para la economía mundial, pero que no hizo ni puñetero caso de los perdedores, entre otros muchos votantes de Trump, que ahora se están tomando su revancha. Piensen en la actual situación del mercado inmobiliario en Occidente: “Los ricos se quedan con los activos, los pobres con la deuda, y los pobres acaban pagándole todo su salario a los ricos solo por vivir en una casa. Los ricos utilizan ese dinero para comprar el resto de los activos de la clase media y el problema se hace más grande cada año”, resume un personaje del fascinante El juego del dinero, de Gary Stevenson.
Trump es el último eslabón de esa cadena, la confirmación de que las épocas de zozobra político-económicas alumbran monstruos. Y está a punto de sacar adelante, con esa mezcla de miedo y odio que caracteriza a los demagogos, un nuevo motor de desigualdad y pobreza al que hemos convenido en llamar guerra comercial. Vienen curvas: el mercado nos dirá en unas horas cuán pronunciadas, y en apenas un mes tendremos los primeros indicadores fiables sobre las lesiones en la economía real. Más adelante llegarán las elecciones en Canadá, y ese será un indicador adelantado de lo que puede ser la respuesta política al trumpismo. En Canadá van en cabeza los liberales (el equivalente al centroizquierda europeo) con una mezcla de antitrumpismo, patriotismo, rearme y seguridad económica. Está por ver si esa es también la estrategia europea, en función también del panorama electoral en el continente.
“Que vivas tiempos interesantes” es una maldición china. Es cuando menos paradójico pensar en Donald John Trump como maldición china.
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