China se asoma al final de su milagro económico ahogada por el ladrillo y la deuda
Los malos datos de exportaciones, la débil demanda interna y el riesgo de deflación colocan la crisis del gigante asiático en el epicentro de las miradas
“Por razones que nunca he entendido, a la gente le gusta oír que el mundo se está yendo al garete”. Si hay un país al que puede aplicarse de forma individual la frase de la economista e historiadora estadounidense Deirdre McCloskey, ese es China. Basta una mirada a la hemeroteca para comprobar que ha sido objetivo habitual de los profetas del apocalipsis: el fin de su largo periodo de bonanza económica —con el paréntesis de la covid— se ha pronosticado tantas veces de forma prematura que cada nuevo augurio suena a alarmismo gratuito. Pero un verano plagado de malas noticias, con una importante caída de sus exportaciones, amenaza de deflación y crisis inmobiliaria, unido a problemas estructurales como la elevada deuda o el galopante envejecimiento de la población —la India le ha arrebatado el trono demográfico este año, y la edad media no para de escalar, con los mayores de 65 años duplicándose del 7% al 14% del total desde el año 2000—, lo que reduce la fuerza laboral disponible, encareciéndola, ha devuelto a un primer plano el debate. ¿Y si esta vez es cierto que el milagro chino se aproxima a su final?
Como mínimo, la segunda economía del planeta, y la que más ha contribuido al crecimiento global desde la crisis financiera, da síntomas de flaqueza. El yuan se depreció esta semana respecto al dólar a niveles de hace 16 años. Y aunque las tasas de crecimiento del PIB siguen siendo robustas para los cánones de los países desarrollados —se espera un avance de alrededor del 5% este año—, quedan lejos de los crecimientos superiores al 7% en que se cimentó su espectacular progreso en las últimas décadas. Las predicciones hablan de que la ralentización continuará.
Eso complica que se cierre la brecha de renta, aún clara, entre los ingresos medios de un ciudadano chino y los de las grandes potencias. La renta per cápita de los más de 1.400 millones de chinos no llega a los 13.000 dólares, frente a los casi 30.000 de España y los 76.000 de Estados Unidos. Desde hace unos años, hay quien advierte de que si China desacelera, se arriesga a quedar atrapada en la denominada trampa de la renta media, aquella que se da cuando los salarios son demasiado altos como para competir con los países de mano de obra barata y la innovación no es tan puntera como para impulsar la productividad en la parte más alta de la cadena de valor y mirar de tú a tú a EE UU y Europa.
“Creemos que China no superará en PIB a Estados Unidos”, afirma Ignacio de la Torre, economista jefe de Arcano Research, llevando la contraria a otra de las previsiones más repetidas en los últimos años. Un titular que las proyecciones más optimistas esperaban que se produjera en algún momento de la próxima década. Arcano lleva dos años elaborando informes sobre la delicada situación del gigante asiático. En ellos vienen anticipando el estallido de su burbuja inmobiliaria. “Nadie mejor que un español para hacerlo”, bromea De la Torre. “El mayor peligro en China es el proceso deflacionista que se genera cuando los activos comienzan a valer menos, algo que afecta negativamente a la banca para prestar (malo en una economía adicta al crédito) y al apetito de empresas y ciudadanos para gastar. Esto en un contexto en el que China presenta una deuda superior a tres veces el PIB, algo descomunal”, añade. La casa de análisis cree que limpiar estos excesos se traducirá también en muchos años de menor crecimiento económico, con el riesgo a medio plazo de un círculo vicioso que culmine en crisis financiera.
El último dato de inflación encendió las alertas. Mientras continúa la batalla contra las subidas de precios en Occidente, Pekín lidia con un reverso igual o más peligroso de ese fenómeno: unos precios negativos que exhiben la debilidad de la demanda interna y externa y alientan el fantasma de la deflación en un entorno de altos inventarios y sobreoferta de bienes. El Índice de Precios al Consumo cayó un 0,3% interanual en julio, tras un dato plano el mes anterior.
Las exportaciones tampoco carburan. Cayeron un 14,5% en julio, el tercer mes consecutivo en rojo, una vez normalizada la demanda internacional tras el bum que siguió a la pandemia. Es la peor cifra desde febrero de 2020 para la denominada fábrica del mundo. La situación ha empeorado por la decisión de numerosas empresas de diversificar sus negocios asiáticos entre varios países para evitar así concentrar el riesgo solo en China, como hasta ahora, un proceso conocido como China+1, que ha crecido con la agresiva política de restricciones implantada por el Gobierno, que dificultó la actividad de fábricas o puertos.
Las importaciones también descendieron, en su caso un 12,5%, exhibiendo la debilidad del consumo interno. “Dada la débil demanda interna en medio de un sector inmobiliario en apuros y la confianza del consumidor deprimida, los responsables políticos chinos podrían optar por impulsar el crecimiento fomentando las ventas de estos bienes en el extranjero”, sostiene un análisis de la gestora Pimco.
La riada de datos decepcionantes, en un periodo que estaba llamado a ser de fuerte recuperación por el fin de las restricciones covid, ha empujado a las autoridades chinas a tratar de silenciar las cifras. Según el Financial Times, varios economistas locales han recibido presiones para que eviten referirse a una eventual deflación. Y el instituto estadístico ha anunciado que dejará de comunicar las cifras de desempleo juvenil, justo cuando este ha alcanzado un récord por encima del 20% en zonas urbanas.
Bomba de relojería
Desde fuera, el declive se observa con recelos. Esta semana, el presidente estadounidense, Joe Biden, calificó de “bomba de relojería” el escenario de una China herida económicamente. “No es bueno, porque cuando la gente mala tiene problemas, hace cosas malas”, afirmó. Las relaciones entre Washington y Pekín se mueven en un difícil equilibrio: por un lado, sus líderes prometieron en Bali el pasado noviembre encauzar la relación bilateral. Por otro, la desconfianza es alta: Biden firmó la semana pasada una orden ejecutiva que restringe las inversiones de su país en áreas tecnológicas estratégicas en China, desde la inteligencia artificial a la computación cuántica, para evitar que los fabricantes de material militar del país asiático puedan beneficiarse de la tecnología y los fondos estadounidenses para su desarrollo.
El miércoles, el primer ministro chino, Li Qiang, enfatizó ante el Consejo de Estado (el Ejecutivo) que había que “combinar de manera orgánica la promoción de la seguridad y del desarrollo”, un mensaje que podría dejar leer entre líneas que las autoridades llaman a los cuadros del Partido a centrarse más en impulsar la innovación y relativamente menos el control, en medio de la creciente incertidumbre. A pesar de que algunos economistas achacan los problemas del gigante asiático a la estricta política de covid cero –que cerró a cal y canto el país durante casi tres años– y a una mayor intervención gubernamental en el último lustro, Michael Pettis, profesor de Finanzas en la Universidad de Pekín, enfatiza que, “aunque ciertamente no ayuda, el mayor problema de China no es la intrusión del Estado, sino la distribución de la renta, que mantiene la demanda interna demasiado débil para apoyar la inversión empresarial”.
García Herrero le da la razón y enfatiza que “China no anuncia mayores estímulos fiscales porque no puede. El retorno de inversión es bajísimo y el multiplicador fiscal [la herramienta que mide el impacto del gasto público sobre el PIB] no reacciona”. El banco central anunció el martes un inesperado recorte del tipo de interés de sus préstamos bancarios a un año, hasta el 2,5%, su mínimo desde 2014, y el segundo que acomete desde junio. Estos números han hecho que aumenten las dudas sobre si el gigante asiático podrá cumplir con su objetivo de crecimiento anual, que el Gobierno fijó en un prudente 5% para 2023. No obstante, el premier Li no ha mostrado indicios de que se vaya a rebajar esa meta, ya que el miércoles instó a “garantizar la consecución de los objetivos y tareas anuales”.
El eslabón más visible del declive chino tal vez sea el inmobiliario. Durante décadas, el crecimiento urbano ha sido uno de los pilares de su desarrollo, hasta el punto de que llegó a consumir más cemento en solo tres años, entre 2011 y 2013, que Estados Unidos en todo el siglo XX, un dato difícil de digerir. Las grietas de ese modelo basado en el ladrillo ya son más que perceptibles. Esqueletos de rascacielos inacabados y grúas paralizadas que invitan a pensar que nadie las ha operado desde hace tiempo salpican con cierta frecuencia el paisaje que se abre camino mientras se recorre el país en un tren de alta velocidad. “Avanzar hacia el este, extenderse hacia el sur, expandirse hacia el oeste, integrarse hacia el norte y prosperar en el centro” fue el lema de expansión y crecimiento a toda costa que imperó a partir de los 2000, después de que en 1998 se pusiese oficialmente en marcha el mercado de bienes raíces a escala nacional.
Cuando se permitió a los hogares comprar y poseer una vivienda, cientos de millones de personas se mudaron a nuevos pisos, y el sector inmobiliario se convirtió en el motor más importante del crecimiento económico: los terrenos que hasta ese momento habían sido propiedad del Estado se convirtieron en fuentes de fortuna para los gobiernos locales y contribuyeron a crear un bucle positivo: cuanto más terreno se vendía, más se recaudaba y más podía invertirse para mejorar las infraestructuras. El error de cálculo estuvo en que la economía de muchas urbes pequeñas no se desarrolló a un ritmo tan vertiginoso como el del sector del ladrillo, por lo que el rendimiento, irremediablemente, terminó a la baja y la acumulación de la deuda, al alza. El caso más extremo es el de Nanchang, la capital provincial de Jiangxi, donde, según el Instituto de Investigación Beike de China, el verano pasado, el 20% de las viviendas construidas estaban vacías, una tasa superior a la media nacional, que se situaba entonces en el 12%.
En 2021, la crisis de Evergrande, una de las grandes promotoras, incapaz de devolver sus deudas, hizo imposible seguir ocultando la magnitud del descalabro. El grupo, fundado por el multimillonario Xu Jiayin, que en tiempos mejores llegó a ser el hombre más rico del país, ya no cotiza en Bolsa y está inmerso en un opaco proceso de reestructuración, pero la sangría sigue: el mes pasado anunció las cuentas atrasadas de sus dos últimos ejercicios, con pérdidas de más de 72.000 millones, y este jueves se declaró en bancarrota en Estados Unidos.
Se habló entonces de que China vivía su Momento Lehman, en referencia al banco de inversión estadounidense cuya quiebra dio el pistoletazo de salida a la Gran Recesión, y vuelve a hablarse ahora. Dos años después de que Evergrande ejemplificara el pinchazo del sector, Country Garden, otra importante pieza del puzle inmobiliario, está también al borde del colapso. De nuevo una deuda impagada y un deterioro de las ventas. Sus acciones se han desplomado a mínimos anuales tras perder más de un 70% de su valor en lo que va de año. En medio de esta coyuntura, los precios de las viviendas de nueva construcción cayeron en julio un 0,2% intermensual, después de una lectura plana el mes anterior. Se trata del primer valor negativo en lo que va de año, un dato que añade presión a los reguladores para formular medidas de apoyo al sector.
Zhang Bo, presidente del Instituto de Investigación 58 Anjuke, evita hablar de casos concretos, y se limita a decir que espera que se produzca “una relajación moderada de las políticas de control del mercado” en la segunda mitad del año. Este verano ya se han ampliado las ayudas financieras a las promotoras, y 100 ciudades han bajado o cancelado los tipos de interés de las hipotecas y los ratios de entrada para los compradores de primera y segunda vivienda. Aun así, Zhang opina que, “dado que en la mayoría de ciudades los tipos de interés de las primeras hipotecas ya se encuentran en mínimos históricos, el margen de maniobra es muy bajo”.
El miedo al contagio al resto de la economía, especialmente al sector financiero, está ahí. El temor se agravó a principios de semana, cuando salió a la luz que una de las principales empresas fiduciarias de China, Zhongrong International Trust, no ha cumplido desde el mes pasado con decenas de pagos sobre distintos productos de inversión. La empresa, que tradicionalmente ha estado muy expuesta al sector inmobiliario, carece de un plan para hacerlo en el futuro inmediato, según indicó el secretario del consejo de administración. El sector bancario en la sombra chino tiene un volumen de tres billones de dólares y, de producirse más impagos en esta y otras firmas, podría provocar un amplio efecto paralizador de la economía y lastrar aún más la frágil confianza de los inversores, ya que muchos están expuestos a productos fiduciarios de alto rendimiento.
Pese al tamaño del potencial pufo, las repercusiones internacionales, según De la Torre, no serán significativas. “El riesgo de contagio a Occidente es limitado, porque el sistema de capitales chino es cerrado para evitar fugas de capitales, por lo que la interacción de la banca china con la occidental es muy limitada. El contagio vía exportaciones es también reducido, exceptuando el caso de Alemania, con un mayor porcentaje del PIB dependiendo de sus exportaciones a China”.
Un efecto colateral positivo de un posible parón chino tiene que ver con la energía. Menos crecimiento implica menos demanda de petróleo, y eso empuja hacia abajo los precios en los mercados internacionales, como explica Yves Bonzon, de Julius Baer. “El importante riesgo de deflación en China es un obstáculo para la demanda de materias primas, lo que ayuda a los países occidentales a mantener una tendencia sostenida hacia la desinflación”.
La posibilidad de que China se convierta en una fuerza desinflacionaria global, al vender también otros productos, como sus coches eléctricos, a un coste inferior al previsto, también está sobre la mesa para los expertos de Pimco. Al contrario, un fuerte estímulo de Pekín para reavivar la actividad “podría tirar al alza de los precios mundiales del petróleo y el gas”, según recoge un informe de Francisco Blanch, responsable global de materias primas y derivados de Bank of America.
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