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Los tres años más salvajes de la historia económica moderna

La economía global afronta desde 2020 los mayores bandazos y desafíos: la inesperada inflación galopante, las subidas abruptas de tipos, la desglobalización o la transición energética

Técnicos desinfectando un mercado, el sábado 4 en Wuhan (China).
Técnicos desinfectando un mercado, el sábado 4 en Wuhan (China).Zhang Chang (Getty)

Hace tres años el mundo ya contenía el aliento ante el rápido avance del virus, pero nada hacía presagiar todavía que la economía iba a darse la vuelta como un calcetín en cuestión de horas. Que la actividad iba a quedar artificialmente hibernada. Y que el planeta, en fin, aguardaría durante meses a la espera del desconfinamiento. En ninguna cabeza entraba la posibilidad de la mayor recesión jamás vivida en tiempos de paz. Y tampoco que esa paz estaba a punto de saltar por los aires con la primera guerra en suelo europeo desde la de los Balcanes. Que la energía y las materias primas batirían máximos históricos. Que las cadenas de valor se tensarían hasta niveles inimaginables. Y que la mismísima globalización, imparable durante décadas, quedaría en entredicho.

Una pandemia, una guerra y la irrupción de una inflación galopante constituyen episodios extraños; de esos que, por improbables, permanecen durante décadas en la memoria colectiva. Su confluencia en un periodo tan corto es aún más rara. “Han sido los tres años más salvajes de la historia económica moderna”, sintetiza Gian Maria Milesi-Ferretti, hoy en la Brookings Institution tras muchos en el FMI. “Han sido unos shocks tan grandes, que hasta la variable económica más dormida de todas, la inflación, se ha disparado”.

Lejos de ser un ciclo económico normal, lo ocurrido es algo “completamente anómalo”, en palabras del economista Ángel Ubide: primero un coma inducido, luego una aceleración nunca vista y, a continuación, una guerra. “Son tres eventos de los que se producen una vez cada 100 años; y los tres, en un cortísimo periodo de tiempo”. El resultado: una constelación de golpes y políticas económicas “que hacen que vivamos una situación completamente única”.

“Desde el atentado contra las Torres Gemelas, la Gran Recesión, el Brexit y la llegada de Donald Trump al poder, los cisnes negros ya no son tan cisnes negros. Pero los tres últimos años han sido el colmo de la impredecibilidad: nunca habíamos visto tanta volatilidad y dispersión en todas las variables económicas”, sustenta Leopoldo Torralba, de Arcano Research. “Somos varias las generaciones que no habíamos vivido una sucesión de acontecimientos encadenados como esta”, apunta Rafael Doménech, responsable de Análisis Económico del BBVA.

Para dar con un periodo comparable hay que remontarse, según Joan Roses, profesor de la London School of Economics (LSE), a los años inmediatamente posteriores a la I Guerra Mundial y la pandemia de gripe de 1918. “Ahora no se ha producido una destrucción de capital ni una contracción de fuerza de trabajo como las que sí hubo entonces, pero estamos viendo algo similar: hubo inflación durante un montón de años y se destruyeron las redes internacionales de comercio”.

“La crisis financiera global [la de 2008] fue aún más salvaje y difícil de controlar”, discrepa Olivier Blanchard, del Peterson Institute. “Es entendible que pensemos que lo que pasa ahora es peor, pero en el siglo XX hemos vivido tiempos muy turbulentos: dos guerras mundiales, una depresión y otra pandemia [la de 1918]”, recuerda Leticia Arroyo, historiadora económica de la City University de Nueva York. “Esta es la peor crisis global que hemos sufrido quienes nacimos después de 1952, cuando acabaron las cartillas de racionamiento en España. Pero, al menos hasta ahora, ha sido bastante llevadera”, sintetiza el también historiador Francisco Comín. “Ha habido otros periodos salvajes, pero, ciertamente, lo ocurrido en los tres últimos años no tiene precedentes”, remata Anne Krueger, ex número dos y exjefa de análisis del Banco Mundial.

Lo que sigue es un breve relato de los tres años en los que la economía global pendió de un finísimo hilo que —por fortuna— nunca terminó de romperse:

De los tipos negativos a la mayor subida en medio siglo. José García Montalvo, de la Pompeu Fabra, solía empezar sus clases advirtiendo de que “los tipos de interés nunca pueden ser negativos”. Eso dejó de ser así. Las grandes economías, con Europa, EE UU y Japón a la cabeza, hundieron en 2020 el precio del dinero hasta el subsuelo e inundaron los mercados de liquidez para salir de la penuria. El objetivo era estimular la inversión y la demanda. “El tipo de interés natural ya venía descendiendo en los últimos 30 o 40 años. Pero esa época de tipos negativos distorsionó por completo las bases de la economía”, asegura el catedrático.

El péndulo, sin embargo, pasó de un extremo a otro en un abrir y cerrar de ojos. El fin de los confinamientos liberó un ahorro que también había alcanzado proporciones históricas, disparó la demanda, trastocó la logística y sentó las bases de una escalada inflacionista posteriormente agravada por la invasión rusa de Ucrania. Eso no solo zanjó la política de tipos ultrabajos: los bancos centrales pisaron el acelerador en la mayor subida en mucho tiempo. En el caso del BCE, la más abrupta de su historia: si su hoja de ruta no cambia, en apenas nueve meses Fráncfort los habrá subido del 0% al 3,5%.

Charles Wyplosz, del Graduate Institute de Ginebra, cree que la época de tipos ultrabajos tendrá “implicaciones masivas”. “Las deudas públicas serán más difíciles de atender y esto puede ser peligroso. Los precios de los activos tendrán que bajar de manera duradera y podemos anticipar una gran limpieza en los mercados financieros. Los bancos centrales han creado enormes cantidades de liquidez, que deben retirarse”, afirma. “Nunca ha habido una transición fluida de una liquidez superabundante a otra menos abundante”.

… Y pese a todo, la economía resiste. Durante casi una década, los bancos centrales echaron toda la leña posible para evitar que la hoguera de la economía se apagase del todo. Ahora buscan justo lo contrario: la elevada inflación ha obligado a sacar el extintor. El BCE, dice su presidenta, Christine Lagarde, “continuará el curso de subidas significativas a ritmo sostenido y los mantendrá en niveles suficientemente restrictivos para asegurar el retorno oportuno de la inflación a su objetivo del 2%”.

Aun así, la economía aguanta. Bruselas había advertido a los países de un invierno duro, con cortes energéticos e incluso la posibilidad de racionamiento. Pero el gas ha bajado y nada de eso ha ocurrido. “Los parámetros estructurales de la economía se están moviendo dentro de unos esquemas diferentes a los de hace unos años”, considera García Montalvo. Ayudan, y mucho, unos balances del sector privado mucho más sanos que en anteriores sacudidas. “La banca lleva recapitalizándose desde 2010, las familias tienen ahorros y las empresas están menos endeudadas. La posición de partida era mejor y las políticas que se han tomado también lo han sido”, añade Ubide.

La zona euro cerró 2022 con un avance del 3,5% después de que en el último trimestre la economía se estancara y el empleo creciera un 0,3%. Estados Unidos, que empezó antes con las subidas de tipos, creció un 2,1% en el conjunto del año, con un avance del 0,7% en la recta final del año. El vigor de la economía ha llevado a los bancos centrales a advertir sobre una nueva vuelta de tuerca. El presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, amenazó con pisar de nuevo el acelerador. En Europa, el ala más ortodoxa del BCE ya ha amenazado incluso con llevar los tipos de interés al 5%.

Aun reconociendo que los guardianes de la política monetaria tardaron en reaccionar, lo que eleva ahora el riesgo de que tengan que ir demasiado lejos, Alejandro Werner, exdirectivo del FMI hoy en Georgetown, lanza una pregunta al aire: “¿Preferimos vivir en un país que tiene un problema inflacionario pero que ha recuperado los niveles de actividad precovid o en uno en el que ha sucedido lo contrario? Yo tengo claro que en el primero”. El problema, contrapone Arroyo, de la City University de Nueva York, es que “no es fácil dominar a la inflación: la inercia inflacionaria no se puede cortar de un día para el otro”. De no haber subido tipos a este ritmo, proyecta, “estaríamos con una inflación del 15% y acelerándose”.

La cuestión es si hay riesgo de que estas subidas de tipos acaben conduciendo a la recesión tantas veces anunciada. “Lo hay, pero sigo creyendo que, de haberla, sería corta y suave, dada la fortaleza de los fundamentales económicos. Y dejar que la inflación se atrinchere sería mucho peor: en ese caso, los tipos tendrían que seguir altos durante aun más tiempo, lo que acabaría perjudicando aun más a la economía”, opina Barry Eichengreen, de Berkeley.

Del cortocircuito en las cadenas de suministro ¿a la desglobalización? “Atasco global”. La primera página de este diario el 24 de octubre era el reflejo de un estado de ánimo colectivo. La pandemia iba quedando atrás, pero llegaba una nueva remesa de problemas en forma de ruptura sin precedentes de las cadenas globales de valor, que permiten a los consumidores acceder a productos fabricados a miles de kilómetros de su casa. Ese engranaje se había gripado: los chips escaseaban, el flete de un contenedor de Róterdam se había quintuplicado en un año. Conseguir a tiempo un coche nuevo o una lavadora entraba en el terreno de lo quimérico.

La guerra consumaría el repliegue de esas cadenas globales y cambiaría la mentalidad empresarial: de producir en el rincón más barato del mundo, a hacerlo en el más confiable. La globalización misma, el proceso que más ha cambiado la estructura económica mundial en las últimas décadas, está en discusión. “De pronto, nos hemos dado cuenta de que traer un barco de Shanghái a Long Beach es más incierto que llevar un tren de Chihuahua a San Antonio. Antes no nos planteábamos los riesgos de la primera ruta; ahora sí, y eso es un cambio importante”, apunta Werner. Vamos, pues, hacia una globalización regionalizada, en la que también el papel de China ha quedado tocado. “De ser el país deseado por todos a casi un paria. Está claro que su imagen ha sufrido un descalabro”, afirma Alicia García-Herrero, economista jefa de Natixis para Asia-Pacífico.

“Aunque en un grado distinto que en el periodo de entreguerras, ahora también se está volviendo al proteccionismo. Y sin acuerdo político entre países, no va a haber globalización: si se reedita lo ocurrido entonces, la globalización colapsará”, augura Roses, de la LSE. La gran lección de entonces, dice, es que sin colaboración internacional podemos estar ante una época perdida. Más optimista se muestra Eichengreen: “Hay poca evidencia que soporte la desglobalización. Más bien, estamos asistiendo a una reorganización de la economía mundial, con cadenas de suministro más cortas y diversificadas. Pero eso no quiere decir que se estén eliminando”.

“Habrá tensiones y reveses temporales, y hasta es posible que que veamos nuevos bloques regionales de comercio, augura Ugo Panizza, vicepresidente del CEPR, “pero la economía mundial sigue estando muy integrada”. De revertirse la globalización, avisa Diane Coyle, de Cambridge, “el impacto económico sería importante: eso no quiere decir que no se pueda dar, pero nos situaría en un escenario de conflicto y resultados potencialmente catastróficos”.

El peso de lo público. En 2010, las instituciones internacionales decidieron que la crisis se curaba con una sobredosis de austeridad que lastró durante años las economías europeas. La respuesta pública ante los dos golpes consecutivos que han recibido empresas y ciudadanos a raíz de la pandemia y la crisis energética ha sido radicalmente distinta. “Tras la crisis financiera no se aplicaron las políticas correctas. Fue más tarde, con el whatever it takes [cueste lo que cueste] de Mario Draghi, cuando se corrigió la dirección. Pero en esta ocasión, las políticas fiscales y monetarias han apuntado bien”, sostiene el investigador de Bruegel Gregory Claeys.

En mayo pasado, en plena crisis energética, la UE se preparaba para ir replegándose después de que las haciendas nacionales hubiesen destinado 1,3 billones de euros –el 9% del PIB— en ayudas directas para parar el golpe, según la red de Instituciones Fiscales Independientes. Solo hasta entonces, habían sido más de 1.000 las medidas aplicadas por las capitales, aprovechando las suspensiones temporales de las reglas fiscales y de ayudas de Estado.

Esa política fue acompañada de un manotazo de 1,7 billones de euros del BCE, que inyectó liquidez a mansalva. EE UU siguió esa misma dinámica a través de los planes de estímulos de Joe Biden y las compras masivas de deuda por parte de la Reserva Federal. “Que evitásemos el peor escenario responde, sobre todo, a los pasos efectivos y concertados de las autoridades monetarias y fiscales”, aplaude Eichengreen. “En cinco años, cuando miremos para atrás, quizá veamos el cambio total en la forma en la que entendemos la política monetaria y fiscal. Han cambiado los marcos de referencia”.

Gobiernos y bancos centrales dejaron de actuar al unísono cuando estalló la crisis energética. Con la excepción de Japón, la inflación llevó a las autoridades monetarias a iniciar su repliegue. Washington empezó a reducir su balance hace un año, mientras que Fráncfort está empezando a hacerlo. En lo fiscal, los estímulos permanecen. Los Veintisiete han destinado 681.000 millones a medidas para proteger a ciudadanos y empresas, según Bruegel. De ellos, 268.000 corresponden a un único país: Alemania, que ha roto la baraja. Ese gasto ha despertado no pocos recelos entre los banqueros centrales, que creen que entorpece su lucha contra la inflación. Los organismos, desde el FMI hasta Bruselas, empiezan ahora a apretar y pedir ajustes. Pero mucho, muchísimo más tímidamente que una década atrás.

¿Acelerón o frenazo de la transición energética? Aunque larvada desde mucho antes, la crisis de las materias primas se desbocó en el mismo momento en el que el primer obús del Kremlin impactó en suelo ucranio: Rusia es el mayor exportador de energía del mundo. En paralelo, se ha dado una suerte de efecto fuelle en la transición ecológica: más quema de combustibles fósiles —sobre todo carbón, el más contaminante— a corto plazo, pero también un acelerón sin precedentes en la revolución renovable.

Las emisiones de dióxido de carbono crecieron un 1% el año pasado, en gran medida por el cambio de gas natural a carbón para la generación de electricidad en varias zonas del mundo. Aunque menor de lo que se previó inicialmente, la subida —“insostenible”, según la Agencia Internacional de la Energía— es una mala noticia en la lucha contra el cambio climático. A futuro, sin embargo, la trayectoria se invertirá: las ansias europeas de independencia energética han elevado la apuesta de los Veintisiete por la eólica y la solar. Y tanto la Ley de Reducción de la Inflación en EE UU como el RepowerEU comunitario añadirán incentivos para la inversión en ambas tecnologías.

“Sin duda, la transición energética se acelerará; a punto de pistola, pero acelerará”, sentencia Francisco Blanch, jefe de materias primas y derivados de Bank of America. Por dos razones: “Porque los precios altos han provocado un esfuerzo de ahorro, han quitado grasa; y porque se ha avanzado mucho en renovables”.

Bandazos entre el sector tradicional y el tecnológico. Las últimas dos crisis han ido encadenadas de una tremenda volatilidad en las Bolsas, con rápidos cambios entre los ganadores y los perdedores de cada golpe. En 2020, las grandes tecnológicas se erigían como los vencedores a rebufo del trabajo a distancia, a la vez que se hinchaba la burbuja de las criptomonedas. “En cinco meses, hemos vivido un cambio tecnológico de cinco años”, afirmaba entonces a EL PAÍS Matt Brittin, presidente de Google en Europa. El cambio no era permanente. Solo dos años después, las tecnológicas han tenido que admitir que fueron demasiado optimistas y se han lanzado a los despidos masivos.

“No sé si esa política estimuló la inversión, pero sí elevó el riesgo de que se perpetuasen las empresas zombis y se formasen burbujas”, afirmó el exsecretario del Tesoro de Estados Unidos Larry Summers en una conferencia esta semana. En su lugar, han emergido dos sectores tradicionales, que se han visto beneficiados por la crisis con una suerte de ingresos caídos del cielo: las energéticas y la banca, que se han beneficiado del encarecimiento del dinero.

Dos enigmas sin resolver: la recaudación y el mercado de trabajo. Recuperado el tono económico global anterior a la pandemia, la recaudación fiscal se ha disparado hasta niveles nunca vistos a lo largo y ancho de Occidente. En parte, por el afloramiento de actividades sumergida —ayudas condicionadas a empresas y trabajadores; menores pagos en efectivo—; en parte, por la crecida inflacionaria. Pero aún faltan más elementos para entender el puzle en toda su extensión: es una de las dos cajas negras de esta crisis, sobre las que solo el tiempo arrojará luz.

La segunda es el paro. Especialmente, en EE UU, un país en el que, fiel a su idiosincrasia, se dejó hacer al mercado laboral y se optó por los cheques —y no por los ERTE— para proteger a sus ciudadanos. En aquellos días aciagos de abril de 2020, en los que la economía operaba al 50% y el mundo aguardaba desde su casa una reapertura que parecía que no llegaría nunca, casi uno de cada siete estadounidenses —el 14,7%— estaba desempleado, el máximo desde que hay datos. Hoy, solo uno de cada 30 no encuentra trabajo —el 3,6%—, el nivel más bajo desde mayo de 1969.

El empleo no solo aguantó mejor de lo que cabía prever en los momentos más duros de la pandemia, sino que su recuperación ha sido mucho más rápida de lo que nadie pudo atisbar. La inercia —los mercados de trabajo llegaron a la Gran Reclusión con mínimas tasas de vacantes a ambos lados del Atlántico— explica una parte de esta recuperación. En EE UU, las políticas antimigratorias de Trump también ofrecen una explicación adicional. Pero aún queda mucho por dilucidar.

“Aún lo estamos estudiando”, admite Doménech, de BBVA. “Si hace tres años nos dicen que hoy íbamos a estar donde estamos, incluso con una guerra en Europa de por medio, no nos lo creemos. Pero cuidado, porque esta policrisis aún no está vencida del todo”, avisa. “El riesgo ahora es que, en su juego de espejos con los mercados, los bancos centrales se pasen de frenada”, alerta Torralba, de Arcano.

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