Recuperación verde
Animar el crecimiento requiere inversión pública y privada, y estas podrían dar prioridad a proyectos sostenibles
Europa tiene pendiente de concretar dos importantes transiciones: la encaminada a superar el estancamiento económico y la que ha de garantizar una economía baja en carbono, más eficiente en la utilización de los recursos y más sostenible. La segunda dispone de un plan de acción, pero la primera se encuentra huérfana de políticas que la hagan posible. Aunque los plazos requeridos sean distintos, ambas son estrictamente complementarias. Reanimar el crecimiento económico requiere de aumentos de la inversión pública y privada, y estos podrían tener como destino preferente aquellos compatibles con esa transición al cumplimiento de los compromisos de sostenibilidad.
De la significación de los riesgos en que está sumida la economía europea, y más directamente la eurozona, dio cuenta el inesperado cambio de actitud del BCE. El deterioro percibido en las perspectivas económicas es más relevante si cabe que las decisiones adoptadas para neutralizar los riesgos de que arraigue el estancamiento, o derive en una recesión en toda regla. Antes de que el Banco Central le viera las orejas al lobo la OCDE, el FMI y la propia Comisión Europea habían revisado a la baja sus previsiones de crecimiento. No es muy probable que la eurozona crezca más del 1% este año y mucho menos que la inflación se acerque a ese objetivo de algo inferior al 2% que tiene el propio BCE. Todas sus economías, pero Italia y Alemania especialmente, sufren las consecuencias de la contracción del comercio internacional y de problemas específicos que pueden seguir frenando el crecimiento del conjunto, e incluso alterar la estabilidad financiera.
Frente a una situación tal el único en intentar neutralizar esos riesgos ha sido el BCE. Menos de tres meses después de que diera por concluidas las compras de bonos abre de nuevo la caja de herramientas anunciando una tercera edición de aquellas inyecciones extraordinarias de liquidez a los bancos ensayadas durante la crisis para que estos la distribuyan entre empresas y familias. Al mismo tiempo, aplaza la subida del principal tipo de interés de referencia, desde el cero actual.
Es comprensible el escepticismo acerca de la eficacia de estas decisiones para favorecer un mayor ritmo de crecimiento económico y de la inflación. Ahora, el problema fundamental de la eurozona no es la insuficiencia de liquidez para invertir, sino la ausencia de demanda. En el mejor de los casos, esas renovadas facilidades del BCE podrán emplearse para continuar la reducción del endeudamiento del sector privado de las economías, pero difícilmente para aumentar su inversión. El ascenso de esta, sin embargo, es de todo punto necesario, desde luego para generar posibilidades de aumento sostenido del empleo, de los salarios y de la demanda. Pero, no menos importante, para facilitar igualmente avances en la modernización de las economías, en la dotación de capital físico, tecnológico y humano. En la productividad, en definitiva.
Agotado prácticamente el recorrido de la política monetaria han de ser las políticas fiscales las que han de actuar para evitar males peores. Y dentro de estas las concretadas en aumentos de la inversión pública, más eficaces para conseguir aumentos suficientes de la demanda que las reducciones de impuestos. También es razonable que dadas las restricciones autoimpuestas al déficit y a la deuda pública en el seno de la UE, esa prioridad debería ser asumida por aquellas economías con margen a sus finanzas públicas para hacerlo, Alemania en primer lugar. Pero sin menoscabo de ello, y dada la naturaleza de los riesgos existentes, las propias instituciones europeas podrían abordar planes de inversión que impidan el deterioro adicional del bienestar y mejorar el de las siguientes generaciones.
Las condiciones hoy vigentes en los mercados financieros, tipos de interés inferiores al magro crecimiento de las economías, garantizan no solo que la deuda pública con relación al PIB se estabilice o incluso descienda, sino también el cumplimiento de esa regla de oro de las finanzas que, además de sugerir que las inversiones no se materialicen en gasto corriente, exigen que la rentabilidad esperada supere al coste del capital con el que se financian. Inversiones que puedan garantizar mayores niveles de renta por habitante y mejor calidad de vida. Las destinadas a satisfacer los compromisos de sostenibilidad medioambiental satisfacen esas dos condiciones. Permitirían intentar sortear esa “tragedia del horizonte” que formuló el actual gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, también presidente del Financial Stability Board: aun cuando identifiquemos hoy costes futuros del cambio climático, los decisores de hoy no disponen de los incentivos suficientes para tomar decisiones y neutralizarlos. Su complementariedad con las necesidades a más corto plazo debería permitir actualizar esos incentivos.
La propia UE ha estimado que serán del orden de 180.000 millones de euros cada año de aquí a 2030 las inversiones que deberán realizarse para satisfacer esas exigencias, incluyendo una reducción del 40% de las emisiones de gases de efecto invernadero, establecidas en la Cumbre de París de 2015. Infraestructuras energéticas, mejora del transporte público, eficiencia en las edificaciones o I+D específico, son algunos de los destinos en los que las instituciones europeas podrían no solo concretar inversiones propias sino estimular igualmente las del sector privado.
Hace apenas un año que la UE difundió su Plan de Acción sobre Financiación del Crecimiento Sostenible, en el que se trata de conectar las finanzas con la sostenibilidad. Ello incluye la definición de estándares para el desarrollo de los instrumentos de “financiación verde”, de creciente arraigo en los mercados financieros, especialmente en las carteras de los fondos de inversión. Del análisis de ese plan en España se ha ocupado recientemente una jornada celebrada en el Banco de España, como antes lo hiciera Funseam y un documento específico sobre financiación sostenible editado por el grupo de análisis “EuropeG”. Son los denominados “bonos verdes”, las más importantes de esas modalidades de financiación finalista. Junto a los emisores privados, entre los que se encuentran algunas empresas españolas, sería importante que instituciones como el Banco Europeo de Inversiones, con excelente calificación crediticia, aprovecharan las oportunidades que ofrecen los mercados, y la creciente preferencia de los inversores por ese tipo de títulos. La ampliación del “Fondo Europeo para Inversiones Estratégicas” también sería una posible y complementaria iniciativa.
Junto a ello, el BCE puede igualmente contribuir a ese propósito reinvirtiendo en esas y otras emisiones sostenibles parte de los bonos que vayan venciendo, de los adquiridos en su programa de estímulos cuantitativos, en la dirección señalada por autores como Paul de Grauwe (LSE) y Dirk Schoemaker (Bruegel), entre otros. Esa preferencia no solo no estaría penalizada en términos de rentabilidad, sino que señalizaría claramente al conjunto de los operadores financieros acerca de la conveniencia de las disposiciones del Financial Stability Board para favorecer la financiación de la transición a una economía baja en carbono.
Pero debemos ser conscientes de que el BCE no lo podrá hacer todo. Es la propia Comisión la que ha de actuar. Puede hacerlo sin menoscabo de aquellas reformas con efectos a medio plazo sobre las restricciones fiscales actuales, las destinadas a disponer de un esquema de mutualización fiscal, o de un presupuesto suficiente en la eurozona. Mejoras en la arquitectura institucional y estímulos inversores al crecimiento serían hoy las mejores formas de fortalecer la identificación de los ciudadanos con la integración europea.
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