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Columna
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Mi hermosa carnicería

Consciente de mi falta de originalidad, comenzaré proclamando que yo no veo Telecinco: jamás. La diferencia con respecto a la gran inmensidad de los mortales es que, en mi caso, además digo la verdad. No por un especial prurito de virtud o de higiene, cosas que no conozco, sino por asuntos de familia: con un niño de tres años en casa, poco espacio catódico resta más allá de los dibujos animados, las marionetas y los tipos con peto vaquero que cantan canciones de otro siglo. Por seguir con las confidencias, la verdad es que tampoco lo veía antes del niño. Al principio, me indigestaban las frescuras de las Mamá Chicho y los botines de Emilio Aragón; los atracones de anuncios a quemarropa tampoco eran de mi gusto; me desagradaban a toda hora los escenarios de plástico donde las víctimas propiciatorias iban a que les endosasen novio o las hienas ladraban alrededor de un trozo de carne podrida. Ahora incurriré en otro topicazo: yo soy de la Dos. En serio. Disfruto con el arrullo del actor de doblaje mientras los documentales de David Attenborough me sumen en un mundo azul o esmeralda después de los rigores del potaje; los malabarismos de Cayetana Guillén-Cuervo para persuadirnos de que veamos la enésima película española sobre la Guerra Civil me enternecen hasta la médula; y guardo sólo gratitud al buen Jordi Hurtado y sus decorados tacaños de Sant Cugat del Vallés. Aun así, sé que Telecinco sigue existiendo. Mi madre lo sintoniza cuando la visito con el niño, mis alumnos lo alaban y mencionan los méritos de este o aquel macarra ascendido a estrella con un matiz de envidia confesa en la voz. Alguna noche, mientras pulsaba el mando a distancia en busca del canal de cocina con que nos distraemos mi mujer y yo, vi a Jordi González, el pelo encanecido que ha criado desde que no presenta programas infantiles y la mirada de preocupación que dirigía a un desconocido con tatuajes. Ahora me entero de que este Jordi se ha convertido en un apestado. Nadie le quiere, nadie quiere su programa. Pobrecito: la gente se atracaba creyéndose que porque gana dos millones de euros al año Jordi les ofrecía caviar y ahora resulta que era otra cosa.

No tengo nada ni a favor ni en contra de Jordi ni de su programa, pero toda esta historia de que le retiren la publicidad por sacar a la madre de un adolescente que se ríe de la justicia me parece el colmo de la hipocresía. Va a resultar que los anunciantes no se habían dado cuenta hasta ahora de que el espacio trafica con lo peor del género humano: adulterios, broncas, difamaciones, suplantaciones, desgracias, mierda pura y simple. Va a ser que esas marcas de moral intachable también lo habían confundido con caviar iraní. Lo peor de toda esta maniobra es que en realidad no se realiza en el nombre del decoro ni por el respeto a una niña muerta. El programa en que el esforzado Jordi interrogó a la madre de marras fue el segundo en obtener mayor audiencia en toda Andalucía, ante un público al que no embargaron ni mucho menos los escrúpulos de las empresas anunciantes: si mantiene esta racha de share del veintitantos por ciento, como parece, pronto veremos que el certificado de buena conducta de Jordi y sus compañeros queda más blanco que el uniforme del hombre de otro famoso anuncio. Los actos de los productores de La Noria pueden ser repugnantes (no más repugnantes, de cualquier modo, que los de otros periodistas rubios o con bigote que aprovecharon otras masacres de niños para pasar por caja), pero igualmente lo son los de estos santones de medio pelo que se escandalizan de la sangre después de haber contribuido a llenar semanalmente nuestros salones de escupitajos, vomitonas y demás excrecencias. Dicho lo cual, no entiendo por qué todas esas buenas familias tan adictas a las carnicerías no prefieren a David Attenborough: allí pueden contemplar a tutiplén buitres y reses destripadas sin tener que disculparse ante las visitas.

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