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Columna
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Primos del riesgo

Seguimos, aunque sin entenderlo, las fluctuaciones de los mercados

La estampa, por infrecuente, no se borra de la memoria, por lo que tiene de insólita. Sucedió hace poco, en el curso de un lento paseo -mis paseos no pueden ser ya de otra manera por circunstancias locomotrices- en los que contemplo, de forma subliminal lo que sucede a mi alrededor, con el desánimo y desinterés que produce el verano madrileño ya en plena canícula. El establecimiento donde venden televisores mostraba una pantalla gigante, casi de cine, en pleno funcionamiento. Los escasos transeúntes no acortaban el paso, pero yo, desde lejos, observé una silueta detenida ante aquella muestra resplandeciente y su aspecto chocaba por lo que reflejaba la parpadeante pantalla. Se trataba de un hombre de edad indefinible: podía ser joven mal conservado, maltratado por una vida poco amable o, al contrario, maduro que llevara una existencia al aire libre.

Mal vestido, incluso para la permisible estación, tan poco exigente en la indumentaria; podría habérsele calificado de mendigo, el que duerme sobre cartones en vías del centro, con los que tropezamos en horas tempranas. Al hombro una mochila, un zurrón donde conservar las pocas, muy pocas cosas que, en realidad, se necesitan para sobrevivir, útil como almohada en siestas bajo el puente donde apenas gorgotea el riachuelo sediento.

Al llegar a su altura, con paso retardado, observo que hacía mucho que no se afeitaba, lo que, por un lado, le daba cierto aire moderno, pero el tono grisáceo del cabello sucio acusaba, más bien, desidia corporal... El cuerpo envuelto en pantalones de cintura baja, una chaqueta descolorida de tela, no de paño y unas mugrientas zapatillas sin cordones. No se le confundiría con un peregrino a Santiago ni con un indignado caminante desde alguna remota región.

Era difícil no fijarse en él, por la hora, pasado el mediodía, la escasez de viandantes, el genérico interés que despierta el prójimo. Allí estaba, plantado ante una tienda de televisores. No parecía llamar otra atención que la mía, llevada con disimulo cortés, acabando a poca distancia, para reemprender la marcha y volver sobre mis pasos. Lo que le identificaba con los demás era la ignorancia, entonces, acerca de las próximas elecciones, en noviembre.

El desmesurado televisor estaba, evidentemente, conectado a una emisora yanqui de noticias en su especialidad económica, pues lo que aparecía eran las tablas de cotizaciones en Bolsa, de algún centro neurálgico del dinero. Filas y filas de siglas y números, solo comprensibles para los iniciados, fundidos en negro para reaparecer nombres, a veces conocidos, que circulaban horizontalmente en la pantalla. Aquel desarrapado sujeto seguía con indudable interés la numérica exhibición, abstraído del entorno, moviendo levemente los labios como si bisbisease lo que veía, en un diálogo técnico consigo mismo.

La vida moderna ha impuesto normas, hábitos, obligaciones y vetos al anárquico desarrollo de los días. Respondemos a las imposiciones como autómatas y si fueron sacudidas muchas creencias o supersticiones disponemos de igual o mayor número de consignas, tan imperativas como las multas de tráfico, el pago de servicios por banco, la resignación y conformidad ante las sanciones oficiales o el estado del tiempo, igual que si dependiéramos de una huerta. También seguimos, aunque sin entenderlo, el código financiero, las fluctuaciones de los mercados, en los que no tenemos un euro partido por la mitad, el cociente de caja, las frívolas primas de riesgo y las amenazas desde Bruselas que nos pueden dejar sin postre y todo lo demás.

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Aquel peatón plantado no parecía poseer aparato de televisión en el hogar, ni siquiera tener hogar, pero no era difícil suponerle descifrando atentamente la jerga de los expertos desgranando términos, números, vaticinios, alzas y desplomes, gangas y fraudes. Por un momento olvidé que vivimos una crisis de caballo, con el fin de mes en el alero, la ruina a los pies y el futuro -por poco que nos afecte- amenazador. Al poco el hombre se movió, primero lentamente, como si le costara abandonar el lugar. Pasó a mi altura emitiendo sonidos que pertenecían a otra lengua, Al comprobar que no tenía un teléfono móvil en la mano, en la oreja ni en parte alguna, me rendí a la evidencia, confirmada por un rictus en la comisura de los labios que podría tomarse por una sonrisa. Era un loco. Hay muchos, créanme.

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