Una cultura del miedo en el corazón del Estado
Los dramáticos sucesos de Reino Unido han penetrado incluso el caparazón de un país como Estados Unidos, obsesionado consigo mismo. Desde Stanford veo cómo el legendario periodista Carl Bernstein los compara con Watergate. En un programa matinal de televisión, Hugh Grant hace un llamamiento a los estadounidenses para que se den cuenta de la perniciosa influencia de Rupert Murdoch en los medios de comunicación de su país. El senador John D. Rockefeller pide una investigación de las actividades de la empresa matriz de Murdoch, News Corp., y que se averigüe si hubo escuchas telefónicas en Estados Unidos. Si es verdad que se espió a víctimas del 11-S, como sugirió el parlamentario británico Tom Watson hace unos días durante la sesión de control semanal al primer ministro en la Cámara de los Comunes, esta historia habrá dejado de ser un asunto extranjero para los norteamericanos. La cadena de Murdoch Fox News es la única que sigue adelante como si todo esto no hubiera ocurrido. Corre por Internet un vídeo del programa Fox News Watch, rodado durante un corte publicitario, que muestra a los contertulios bromeando sobre la única noticia de la que no tienen pensado hablar. Eso es un programa de noticias.
En EE UU, fascinados y horrorizados, se dan cuenta de que Murdoch también es problema suyo
El mejor periodismo británico ha dejado al descubierto a lo peor de la profesión
¿Y qué significa todo eso? "Está en marcha una especie de primavera británica", escribe el columnista especializado en medios de comunicación David Carr en The New York Times. "La democracia, con la ayuda del sol, ha estallado en Gran Bretaña". Es exagerado, por supuesto, pero tiene algo de razón.
Yo más bien diría que la debacle de Murdoch ha sacado a la luz una enfermedad que había ido obstruyendo poco a poco el corazón del Estado británico desde hace 30 años. Este es el ataque al corazón que te avisa de que estás enfermo pero también te da la oportunidad de salir más sano que antes. La causa fundamental de esta enfermedad británica ha sido el poder absoluto, despiadado e incontrolado de los medios de comunicación; su síntoma principal ha sido el miedo.
Es evidente que hablar de una primavera británica, haciendo la analogía con la primavera árabe, es una exageración poética. En comparación con la mayoría de los demás lugares del mundo, Reino Unido es un país libre. En muchos aspectos, está mejor ahora que cuando Murdoch compró The Times en 1981. Sin embargo, en la cúspide de la vida pública británica ha habido hombres y mujeres que se movían con el corazón encogido por el miedo, y el miedo es enemigo de la libertad.
Era un miedo que no se atrevía a manifestarse; una cobardía encubierta por el silencio, los eufemismos y las excusas que permitía el autoengaño. De puertas adentro, los políticos, encargados de relaciones públicas y, según vemos, hasta responsables de poli-cía se decían entre sí: no hay que atacar a Murdoch. Nunca hay que enfrentarse a los diarios sensacionalistas. Murdoch y compañía violaron sin escrúpulos, de manera desvergonzada e ilegal, la vida privada de muchas personas para vender periódicos y para asegurarse influencia política.
Si había alguien a quien la prensa sensacionalista no hubiera atacado directamente, siempre estaba la amenaza. En Rusia lo llaman kompromat: material comprometedor, que puede utilizarse en cuanto uno se rebele demasiado. Ahora sabemos que los pinchazos y sus responsables no se detuvieron ante nada ni ante nadie. La familia real, las familias de los soldados británicos muertos en acción, niños secuestrados: todos estuvieron sujetos a intromisiones y revelaciones.
La arrogancia de los medios de comunicación también ha influido de manera importante en la política británica. En una ocasión, cuando reflexionaba a propósito de las ruinas del bienintencionado esfuerzo de Tony Blair para resolver la crónica esquizofrenia de Reino Unido sobre la UE -un esfuerzo frustrado por la prensa euroescéptica del país-, llegué a la conclusión de que Rupert Murdoch era el segundo hombre más poderoso de Reino Unido. Pero si el criterio supremo para medir el poder relativo es saber "quién tiene más miedo a quién", entonces habría que decir que, en ese sentido estricto, Murdoch ha sido más poderoso que los tres últimos primeros ministros, que le han temido mucho más a él que él a ellos.
Veamos las pruebas. Blair había visto a su predecesor en el cargo, John Major, y a un líder laborista, Neil Kinnock, destruidos por unos medios de comunicación hostiles. Así que aprendió la lección. Empleó todas sus armas para seducir a los magnates de la prensa. Solo cuando estaba a punto de dejar el puesto, después de 10 años, se atrevió a denunciar a los medios de comunicación británicos por comportarse "como un animal salvaje".
Esta semana nos hemos enterado de que el sucesor de Blair, Gordon Brown, cree que piratearon los expedientes médicos, bancarios y quizá fiscales de su familia. Brown nos cuenta que acabó llorando cuando Rebekah Wade, que entonces dirigía The Sun, otro tabloide de Murdoch, le llamó para decirle que el periódico iba a revelar que su hijo Fraser, de cuatro años, tenía fibrosis quística. Pese a ello, unos años después, Brown asistió a la boda de la mencionada Rebekah, ahora Brooks, que ha sido hasta el viernes la mano derecha de Murdoch en News International, el ala británica de News Corp. La bruja Morgana del periodismo británico era demasiado poderosa para que un primer ministro que aspiraba a ser reelegido le hiciera un desprecio.
David Cameron superó a Blair a la hora de coquetear con los magnates de la prensa en general y Murdoch en particular. Peor aún, contrató al exdirector de News of the World, Andy Coulson, para ser su director de comunicación. No recuerdo haber hablado con ningún periodista británico que pensara que el antiguo director del periódico era tan inocente y tan desconocedor de lo que hacían sus reporteros como aseguraba él. Pero Cameron ignoró las advertencias que se le hicieron.
Lo más escandaloso es que la policía metropolitana de Londres archivó una investigación que debería haber llevado adelante con más energía. Las autoridades policiales no avisaron a miles de personas, cuyos nombres aparecían en las notas de un investigador privado empleado por News of the World, de que sus teléfonos podían estar pinchados. Fue la tenaz labor de los reporteros de The Guardian y The New York Times lo que obligó a reabrir la investigación policial.
El primer ministro Cameron ha prometido una investigación pública, presidida por un juez superior. Tal vez lo más importante de todo lo que habrá que dejar sentado es por qué actuó así la policía. Y una vez más, la explicación más verosímil es el miedo. Los responsables policiales temían poner en peligro su cómoda relación con los periódicos de Murdoch, que les ayudaban en sus investigaciones y les elogiaban por su lucha contra el crimen. Algunos agentes recibían dinero de la prensa de Murdoch. Ahora, varios cargos de la policía dicen que a ellos también les pincharon los teléfonos. A falta de pruebas de lo contrario, la única conclusión razonable es que la policía tenía miedo de que el animal salvaje la devorase en vez de abrazarla. También se arrodilló.
Lo único que nos faltaría es descubrir que espiaron, compraron o intimidaron a un juez superior. ¡Imposible!, gritamos. ¡Eso no! ¿Pero cuántas veces habíamos pensado antes que habíamos tocado fondo, para oír que llamaban desde abajo?
No obstante, incluso aunque queden revelaciones más graves por llegar, el futuro parece más prometedor. El mejor periodismo británico ha dejado al descubierto al peor. En el Parlamento, por fin, se han rebelado. Los líderes de los partidos y los parlamentarios de a pie están reafirmando, por fin, la supremacía de los políticos electos sobre unos magnates mediáticos a los que nadie ha elegido. Se ha derribado la barrera del miedo.
De este pútrido lodazal debería surgir un acuerdo totalmente nuevo: en los equilibrios entre la política, los medios de comunicación, la policía y la justicia en la autorregulación de la prensa y en el ejercicio del periodismo. El peligro es que, una vez que pase la indignación inicial, Reino Unido vuelva a conformarse con medias medidas aplicadas a medias, como ya ha sucedido con el impulso de reforma constitucional que nació del escándalo de los gastos. Por ahora, una de las crisis más importantes del sistema político británico en 30 años ha creado una oportunidad. Cuando regrese en otoño a Reino Unido, volveré a un país un poco más libre.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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