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Columna
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El hombre soltero

No pierdan de vista a Tom Ford. Puede ser una insignia que abre un nuevo tiempo dentro de este desvencijado inicio del siglo XXI. La marca Gucci cambió con él, un tejano de Austin, su rumbo decadente. No permaneció en su cargo de director creativo más allá de 10 años (1994-2004), pero convirtió los panes en peces brillantes y la rancia imagen de Gucci, más su estado de quiebra, en una marca aureolada de una inesperada cotización y glamour. Todo ello, además, a la velocidad de la luz, porque entre 1995 y 1996 las ventas, prácticamente, se doblaron.

Naturalmente, su brillo resultó insoportable y, tras haber adquirido Yves Saint-Laurent y conquistado galardones supremos, el destino de Ford fue una hybris representada, enseguida, por las portadas de Vanity Fair donde aparecía vestido a su antojo y flanqueado por Keira Knightley y Scarlett Johansson en cueros.

Sería fácil decir que "nadie se casa hoy con nadie", pero así es. No hay pactos ni cooperación

Entonces empezó, de verdad, El hombre soltero que proclama el título de su primera película, nominada para el León de Oro en 2009 y ahora en las carteleras. Esa cinta narra la historia de un abandono homosexual pero viene a ser, de acuerdo con el spleen de esta época, mucho más que un episodio particular.

El éxito del "hombre soltero", en cuanto arquetipo social, es el éxito de un modelo contemporáneo que impera en el ámbito del amor, el sexo, la política, la especulación o el dinero. Sería fácil decir que "nadie se casa hoy con nadie", pero así es. No hay pactos políticos, ni conciertos internacionales, ni cooperaciones contra el cambio climático, ni vida conyugal.

La crisis repite ahora el principio plasmado en el Gran vidrio de Marcel Duchamp tras la Gran Guerra. Nuestra época, calco de las sevicias sociales, personales y económicas que se derivaron de aquella contienda, reitera, aproximadamente, la obra de Duchamp.

El Gran vidrio o La novia puesta al desnudo por sus solteros expone, en su talante individualista, el juego de ajedrez que apasionaba a Duchamp y convertido, tanto entonces como hoy, en la estampa de nuestra tragedia posbélica. Sea tras la Guerra del 14 o en la gran crisis de nuestro tiempo.

Los personajes de la política, los jugadores sociales, se ensimisman en las fórmulas recibidas y componen, en el tablero de ajedrez, un panorama tan siniestro e irresoluble como Ingmar Bergman mostraba en El séptimo sello. Un filme que, sobre el plano del ajedrez, reunía la muerte personal en plena tragedia de la guerra fría.

Mientras la figura de la mujer soltera ha venido a ser un prototipo que ha ganado independencia y respeto a lo largo del siglo XX, el hombre soltero ha llegado al siglo XXI como un ser desprovisto de funciones y víctima de un desprestigio inesperado. Las mujeres, las revistas femeninas, destacaban hasta ahora al codiciado "soltero de oro", pero hoy ese personaje carece de aura, y gana, por el contrario, en desconsideración. Ni determina el estatus neto de su esposa ni su elección corona su presentación en sociedad.

Los Estados, los partidos, los líderes sindicales, los intelectuales son, a su vez, tipos decadentes o sistemas solteros. No alcanzan a componer una boda formal en la metáfora de la arquitectura representada antes por las Torres Petronas de Kuala Lumpur, por las Torres Gemelas de Nueva York o por las enanas Torres Kio madrileñas. Todo es, en cambio, un falo soltero fraguado por el edificio de Foster en Londres, de Nouvel en Barcelona, o el mega rascacielos de SOM para Dubai.

Penes que se yerguen sin compañía, solteros que se consumen en su desolada erección, medidas económicas que evocan la infértil masturbación del sistema (más capital para el capital) o que se deshacen en su frustración interior: déficit que engendran más déficit, eyaculaciones que acaban sin productividad.

El mundo se ha vuelto soltero y los sistemas financieros, la literatura, la comunicación en la Red, el arte, la arquitectura, la sexualidad rebotan en el Gran vidrio que Duchamp preparó para la soltería. No es la soledad mística de toda la vida: es la nueva masculinidad fragilizada soltera.

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