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Impulsar la UE hacia una "gran visión"

La presidencia española de la UE constituirá un desafío único. España tendrá que seguir atentamente una transición complicada hacia las disposiciones institucionales del Tratado de Lisboa y, al tiempo, abordar problemas importantes, desde las consecuencias de Copenhague hasta los truenos de crisis económica que aún resuenan.

El Gobierno de Zapatero tiene un programa muy ambicioso y ha previsto el mayor número de cumbres y reuniones de máximo nivel jamás celebradas por una presidencia de la UE. Pero corre el riesgo de confundir esa plétora de actividad con una estrategia. Ya existe el peligro de que el próximo semestre esté dominado por las complejas cuestiones institucionales que exigen solución tras la ratificación del Tratado de Lisboa. En Bruselas son ya muy numerosas las quejas de que las responsabilidades de la nueva alta representante de política exterior no están todavía claras, y la estructura del futuro servicio diplomático de la UE también está generando grandes fricciones.

La presidencia española debe contribuir a corregir el declive relativo de la Unión
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El peligro para el Gobierno español es que el trabajo de su presidencia se vea dominado por esos debates institucionales internos. Ya han surgido tensiones entre Madrid y las oficinas del nuevo presidente y la nueva alta representante de la UE sobre cuestiones muy básicas relacionadas con quién va a fijar las prioridades y va a presidir las reuniones.

Eso es precisamente lo que menos necesita la UE: otro periodo prolongado de luchas internas por hacerse hueco. Lo que España debe hacer durante su presidencia es todo lo posible para dirigir la atención de Europa hacia la necesaria reflexión cualitativa sobre la forma de abordar los retos de un sistema internacional que ha cambiado.

El Gobierno de Zapatero ha hecho algunos avances importantes y muy admirables en política exterior. España tiene un buen historial en materia de acogida a los inmigrantes; ha aumentado la ayuda al desarrollo en los últimos años; ha apoyado decididamente la entrada de Turquía en la Unión; ha desempeñado un papel productivo en la diversificación de las fuentes europeas de energía; y ha consolidado gradualmente su presencia militar en Afganistán a pesar de la delicada sensibilidad nacional al respecto.

Sin embargo, se suele lamentar que España no actúa a la medida de sus posibilidades en los asuntos internacionales. El Gobierno ha hecho muchos compromisos para reforzar su política exterior. Su presidencia ofrece una oportunidad para demostrar que esas promesas son algo más que retórica vacía. España se queja de que los británicos, los franceses y los alemanes pueden ser arrogantes y despreciar el papel de los Estados de mediana dimensión en la política exterior de la UE. Y hace bien en quejarse. Pero Madrid está atascado en la mentalidad de un actor mediano que se preocupa más por proteger sus áreas de interés que por impulsar una estrategia progresista y a largo plazo para Europa en su conjunto.

Hasta ahora, España se ha atenido al modelo típico de las presidencias de la UE, que dan prioridad a unas cuantas cumbres obligadas que se ajustan a sus propios intereses. Por eso es perfectamente comprensible y deseable que Madrid otorgue una importancia fundamental a las cumbres sobre el Mediterráneo y Latinoamérica. Ahora bien, el riesgo es que la forma prevalezca sobre la sustancia: España tiene todavía poca idea de para qué va a utilizar esas cumbres.

La tendencia de España a "actuar por debajo de sus posibilidades" es probablemente más saludable que la inmodestia de la "desmesura" internacional de británicos y franceses. Pero España puede y debe contribuir de forma más proactiva a las cuestiones existenciales de cómo corregir el declive relativo de la UE.

Renovar el espíritu de "la otra" agenda de Lisboa -la de aumentar la competitividad internacional de Europa- debe ser la prioridad. Y, sin embargo, lo que ha recibido todo el impulso es el acuerdo dedicado a las matizaciones institucionales. En los debates sobre cómo llevar adelante la agenda original de Lisboa sobre la competitividad, muchos Estados miembros han instado a la cautela y mostrado una estudiada ambigüedad sobre la perspectiva de una estrategia económica europea más abierta e internacionalista. España debe comportarse como líder y garantizar que la UE no retroceda hacia estrategias económicas cerradas.

En Oriente Próximo y otras regiones, España tiene una imagen más favorable que la mayoría de los demás Estados miembros. El Gobierno de Zapatero puede y debe utilizar esa posición para empezar a apoyar a quienes quieren que se lleven a cabo reformas políticas y económicas liberalizadoras en los países en vías de desarrollo.

España debe instar a los Gobiernos europeos a que eleven sus miras y las aparten de un ensimismamiento improductivo. Su presidencia no debe juzgarse en función de que haya celebrado unas cumbres sin complicaciones. Habrá que valorarla en función de un criterio más amplio, el de si es posible dar forma a algún tipo de visión sustancial coherente sobre cómo lograr que la UE conserve su influencia internacional de una manera coherente con sus valores históricamente liberales. Ésa es la verdadera prueba que debe superar el Gobierno durante los seis próximos meses.

Pedro Solbes es presidente del Consejo de FRIDE y Richard Youngs es director de investigación de FRIDE. Traducción de Mª Luisa Rguez. Tapia.

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