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El Estatuto también es Constitución

A estas alturas del proceso seguido por el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña, tanto ante el Tribunal Constitucional como en el debate político-institucional, se impone una reflexión sobre si no nos encontramos ante una crisis del modelo constitucional del Estado de las Autonomías y del papel que le corresponde al mismo Tribunal Constitucional.

La cuestión que apunta a una crisis del equilibrio político en que se basa el llamado Estado de las autonomías, y que ya se ha apuntado por voces más autorizadas, tiene que ver con un hecho incomprensible: el Estatuto de Autonomía de nueva planta -no una simple reforma- de una de las "nacionalidades históricas" se ve sometido a la misma modalidad de examen de constitucionalidad a posteriori que una ley ordinaria u orgánica no sometida al trámite cualificado de una ley de carácter político-institucional que debe entenderse como parte del "bloque de constitucionalidad". Estamos hablando de un Estatuto promovido y aprobado por el Parlament de Catalunya -con mayoría cualificada-; negociado bilateralmente en la Comisión Constitucional del Congreso; aprobado posteriormente, también con mayoría cualificada, en el mismo Congreso y en el Senado, y ratificado finalmente en referéndum ciudadano.

¿Puede tratarse como una ley más un texto aprobado por dos parlamentos y votado en referéndum?
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Podría violarse el derecho a un tribunal imparcial y un plazo razonable

¿Qué sentido tiene la apelación al cuerpo electoral soberano al que será de aplicación, si al final el Estatuto va a ser tratado como una ley más?

Por más que se ajuste al ordenamiento vigente y no se pueda plantear con efectos retroactivos una objeción de fondo al procedimiento y alcance de los procesos de revisión de constitucionalidad de los Estatutos de autonomía contemplados en la ley orgánica del Tribunal Constitucional, no se puede eludir que, una vez dictada la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, seguirá planteándose la necesidad de abordar en profundidad cómo dinamizar y actualizar la estructura constitucional de España para recoger los procesos de cambios sociales, económicos y culturales y también para encajar las legítimas demandas de mayores cotas de autogobierno y, por qué no, de federalización del Estado, de aquellas "nacionalidades" reconocidas tan ambiguamente en el texto constitucional de 1978.

El pacto constitucional de 1978, fruto de los difíciles equilibrios y componendas de la transición política desde la dictadura y el Estado uniformador a una democracia socialmente avanzada, tiene, o debería tener, suficientes puertas para evolucionar tanto en el reconocimiento de nuevos derechos y libertades de contenido social y personal, como de su carácter plurinacional.

Los constituyentes de 1978 in-trodujeron mecanismos y requerimientos muy exigentes y difícilmente superables, en la diná

-mica de las mayorías y minorías parlamentarias, para las reformas de la Constitución y no digamos ya para las revisiones de los títulos fundamentales relativos al modelo de Estado. Pero la acertada prevención de dotar de estabilidad a la vida política, para no volver a los avatares del siglo XIX, no puede convertirse en un obstáculo para normalizar y legitimar nuevos consensos políticos e institucionales que avancen más allá de los miedos, las ambigüedades e inconcreciones de 1978.

Una Constitución fuerte debe ser compatible, para garantizar su estabilidad, con la posibilidad de acoger los cambios sociales, políticos e institucionales que las mayorías democráticas acuerden impulsar y la sociedad precise para seguir avanzando ante los requerimientos del siglo XXI, a partir de mayorías políticas cualificadas, suficientemente representativas, pero no inalcanzables.

Siendo muy difícil abordar las reformas o revisiones del texto constitucional, precisamente por causa de las barreras contenidas en el mismo, la única forma de superar la parálisis es abrir paso a una interpretación más flexible y abierta de la propia Constitución y hacerlo posible por la vía de modificaciones de leyes orgánicas -en especial de la propia Ley del Tribunal Constitucional, legislación electoral, de organización del Estado y Estatutos de autonomía- que permitan alcanzar los objetivos deseados, a partir de un reconocimiento explícito de que el bloque de constitucionalidad está formada por el conjunto de normas que reúnan los requisitos de mayoría cualificada en el trámite legislativo y de ratificación por la soberanía popular, tanto si es en el conjunto del Estado como en el ámbito territorial al que sea de aplicación. Ya en 1a ponencia constitucional, en 1978, Jordi Solé Tura propuso, en representación del PCE-PSUC que los Estatutos de autonomía quedaran exentos del control por parte del Tribunal Constitucional, en tanto que leyes que forman parte del bloque de constitucionalidad.

De otra parte, hay indicios más que suficientes para denunciar que en el tratamiento procesal de los recursos contra el Estatuto de Cataluña ante el Tribunal Constitucional se estaría infringiendo el derecho a la tutela judicial efectiva en diversas modalidades.

La primera de esas modalidades es el derecho a una sentencia dictada por el Tribunal ordinario predeterminado por la ley. Cuando el Tribunal llamado a resolver tiene paralizado el proceso de renovación de sus miembros -cuatro, en estos momentos, y otros tres el próximo mes de noviembre-, otro obligado a abstenerse por una recusación basada en motivos de carácter político sin precedentes, más un magistrado fallecido y tampoco sustituido, siendo público y notorio que tal situación de provisionalidad está forzada por la voluntad de las fuerzas políticas mayoritarias que los deben designar, de incidir en los contenidos de la sentencia a partir de la adscripción ideológica de los actuales magistrados, ¿se puede afirmar que este Tribunal reúne las mínimas condiciones objetivas de imparcialidad?

La segunda: cuando están a punto de superarse los tres años sin dictar sentencia, con un Tribunal paralizado en sus deliberaciones por causa del enroque en posiciones políticas, que además se filtran con todo descaro, y cuando su presidenta se niega a ejercer su papel dirimente, ¿no existen motivos para considerar que se está infringiendo el derecho a la tutela judicial efectiva en su doble modalidad de imparcialidad de los jueces y de obtener una sentencia en plazo razonable?

Debe recordarse, además, que con la puesta en marcha del nuevo proceso de renovación de los integrantes del Tribunal Constitucional tendrían entrada, por la vía del Senado, los magistrados propuestos por las comunidades autónomas, gracias a la reforma de 2007.

Salvador Milà i Solsona, abogado y diputado del grupo ICV-EUiA en el Parlament de Catalunya.

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