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LA ZONA FANTASMA
Columna
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El sublime exagerador

Javier Marías

Si ustedes son lectores habrán experimentado la sensación alguna vez: hay un libro que nos gusta tanto, y en cuyo mundo nos sentimos tan cómodos, que no deseamos que se nos termine bajo ningún concepto, y durante la lectura de sus penúltimas páginas nos vamos parando para saborearlas mejor y aplazar el desolador momento en que ya no habrá más. El 16 de febrero de 1989, mañana hará veinte años, me sucedió eso exactamente. Fui a cenar con Juan Benet, Blanca Andreu y Vicente Molina Foix, y les hablé de la novela que estaba a punto de concluir, la versión francesa de Maestros antiguos, de Thomas Bernhard (la traducción española no había aparecido aún). Al volver a casa ya tarde, leí unas páginas más, y, cuando me quedaban sólo veinte, decidí dejármelas para el día siguiente, con vistas a que hubiera una jornada más de anticipación y placer. Pero esa prolongación se me aguó: el viernes 17, al mirar este diario por la mañana, me encontré con la noticia de que Bernhard había muerto, y el final de su novela lo leí con más pesar que contento. De hecho había muerto el día 12. Ignoro o no recuerdo por qué tardó tanto en saberse en España, país en el que por entonces ya era muy conocido.

En el más remoto origen, había sido un empeño personal mío que lo fuera. Doce años antes, Alfaguara, de cuyo consejo asesor formé parte entre 1975 y 1978 o algo así, publicó Trastorno, el debut de Bernhard en España. Yo había leído esa novela en francés y la recomendé con entusiasmo. Pero un lector de alemán, a quien se le pidió un informe, la puso verde, tachándola de decadente, pesimista, nihilista, reaccionaria, derrotista, aristocratizante y qué sé yo qué más. Imploré una segunda opinión de otro lector de alemán (yo no lo era), y por suerte la obra fue a parar a manos de Miguel Sáenz, quien no sólo coincidió con mi apreciación, sino que además se convirtió en el traductor habitual de Bernhard y más tarde en su biógrafo. Yo, sin embargo, seguí leyendo al autor austriaco siempre en francés. Me había acostumbrado y además sus libros se traducían antes a esta lengua, y me faltaba la paciencia para esperar. La primera crítica de Trastorno la escribió Félix de Azúa. La segunda, en este periódico, yo mismo, haciendo así cuanto estuvo en mi mano por que se leyera a Bernhard aquí.

Y se lo leyó, ya lo creo que se lo leyó. De hecho no fueron pocos los novelistas nacionales que se vieron contagiados por lo que llegó a llamarse "el virus Bernhard" y que lo imitaron descaradamente (a mí me afectó en alguna página suelta, controladamente y con plena conciencia, o eso quiero creer). Pero, desde mi punto de vista, en general se lo leyó bastante mal, con una gravedad y una literalidad no muy distintas de las de aquel lector de alemán que no estaba dispuesto a que se lo tradujera. Causó especial impacto su autobiografía en cinco breves volúmenes, en la que relataba miserias que convertían en privilegiados a los niños de Dickens y arremetía ferozmente contra su país y sus compatriotas, la Iglesia Católica connivente con el nazismo, el Festival de Música de Salzburgo y esta entera ciudad, contra Viena y la campiña austriaca, como por otra parte hizo en muchas de sus novelas. Su género fue en gran medida la diatriba, y los austriacos lo detestaron por ello. Se sabe que los más exaltados se acercaban a su casa a tirar piedras contra sus ventanas y ver si le echaban una ojeada al "monstruo". Luego siguieron al pie de la letra lo que dijo Lady Macbeth de Malcolm -"Era bueno, ahora que ha muerto"- y hoy es una gloria nacional. Pero para mí Bernhard fue sobre todo un sublime humorista, que llevó a lo más alto el arte de la exageración. Sus diatribas eran sin duda sinceras y profundas, pero también de una irresistible y deliberada comicidad. En contra de lo que les pasó a muchos, jamás me de¬¬primí leyéndolo, sino que soltaba carcajadas cada dos por tres. Al cabo de los años, no se me borra aquel pasaje de varias páginas en el que, para denigrar a su país, asegura que la revista Neue Zürcher no se encuentra en toda la inculta Austria, mientras que puede adquirirse "fácilmente en el quiosco de cualquier pueblo español". O aquel otro en el que explica el motivo por el que se les dan premios a los escritores, y concluye que lo que se pretende siempre con ello es "cagar sobre la cabeza" del galardonado. "Siempre acaba alguien cagando sobre tu cabeza", insiste una y otra vez.

Veinte años sin que Bernhard dé nada nuevo a las prensas. No creo que ahora se lo lea ya mucho, como ocurrirá con Sebald dentro de unos pocos años más. Morirse lo pone a uno de moda, pero es una moda pasajera y de la que el escritor no disfruta. Guardé sin leer su última novela, Extinción, para que me quedara algo "nuevo" de Bernhard en el futuro y en época de vacas flacas. Iré a la estantería por ella. El futuro ya ha llegado, y las vacas flacas también.

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