Contra la crisis, más Europa
Los restos de la herencia ideológica de Thatcher y Reagan se han derrumbado. Se inicia una época de mayor papel del sector público en la economía y mayor regulación del sistema financiero. La UE debe actuar unida
El año 2009 va a estar dominado por la crisis. Recordarlo una vez más no pretende convertir la preocupación por lo que nos espera en una actitud pesimista sin espacio para la esperanza. En realidad, gracias a las decisiones adoptadas en los meses precedentes, las cosas pueden empezar a mejorar pronto. El riesgo de colapso financiero se ha superado y ya están mejorando algunos indicadores en los mercados monetarios. Ahora toca confiar en que los planes de apoyo al sector bancario, los recortes de tipos de interés y las medidas de estímulo fiscal, junto con el descenso de los precios de la energía, de otras materias primas y de la inflación, ayuden a paliar gradualmente las consecuencias más agudas de la recesión. Pero no hay que hacerse ilusiones sobre la magnitud de la tarea que queda por delante: siendo realistas, cabe asumir que una catástrofe como ésta no podrá superarse completamente hasta que se ataquen sus raíces mediante un conjunto de reformas de calado. No sabemos a ciencia cierta cuándo alcanzaremos de nuevo la velocidad de crucero en el nivel de actividad económica, pero sí que el futuro va a estar condicionado por la forma en la que respondamos ante la crisis. De lo que hagamos a partir de ahora no sólo depende el cuándo, sino el cómo saldremos de ella.
Gracias a las decisiones ya adoptadas, las cosas pueden empezar a mejorar pronto
La catástrofe no podrá superarse por completo hasta que haya profundas reformas
En una perspectiva de medio plazo, sin embargo, no todo son interrogantes e incertidumbres. Si algo es seguro a estas alturas, es que lo que quedaba aún en pie de la herencia ideológica de Thatcher y Reagan -su desdén hacia los intentos de corregir los efectos indeseados del laissez faire, hacia la política en definitiva- se ha derrumbado. Se inicia ahora una época caracterizada por un papel más activo del sector público en la economía, y en particular por una regulación más abundante y extensa en el sistema financiero. Éste tendrá que ser más transparente; su supervisión, más rigurosa; la coordinación de los supervisores a través de las fronteras, más eficaz; la gestión del riesgo, más cuidadosa.
Pero, aunque el tratamiento más urgente de la crisis se ha centrado en los mercados financieros, los remedios tienen que abarcar una perspectiva más amplia: una cosa es corregir los errores cometidos en la regulación y supervisión del sistema financiero, y otra distinta, que eso sea suficiente para lograr la recuperación de la economía en condiciones sostenibles. Y ello, por varias razones. De un lado, la mayor presión regulatoria sobre los mercados y entidades financieras va a tener como consecuencia -al menos durante un tiempo- la disminución sustancial del grado de apalancamiento y una contribución más mitigada por su parte al crecimiento del PIB, cuyo potencial de cara al futuro es inferior ahora a la tendencia registrada en la última década. De otro, las políticas macroeconómicas de inspiración keynesiana son necesarias para sostener la demanda agregada, pero están sujetas a claras limitaciones en una perspectiva de medio plazo. La política monetaria está cerca de agotar su munición convencional y los bancos centrales saben que no deben repetir en el futuro la actitud relajada que mantuvieron ante la aparición de sucesivas burbujas. Además, la expansión monetaria, hoy tan necesaria, planteará riesgos inflacionistas si se prolonga en exceso. A su vez, las finanzas públicas están asumiendo sobre sus espaldas una carga adicional muy considerable, y en cuanto el estímulo fiscal deje de ser imprescindible para sostener la demanda, los gobiernos estarán obligados a desarrollar estrategias de consolidación y desendeudamiento que les coloque de nuevo en una posición sostenible.
A la vista de estas restricciones, la búsqueda de motores alternativos para impulsar el crecimiento futuro conduce hacia las políticas estructurales, que habrán de jugar un papel relevante como factor de dinamización y de mejora de los niveles de productividad. A la vez que se sostiene la demanda, hay que atender lo que sucede en el lado de la oferta. Algunas pistas señalan el potencial innovador de los sectores energéticos y medioambientales en la lucha contra el cambio climático; otras añaden la necesidad de reforzar políticas y estrategias horizontales: educación de calidad a todos los niveles, incremento de los gastos en I+D, financiación adecuada para nuevas iniciativas empresariales, mejora del entorno regulatorio para las pymes, mayor flexibilidad en el funcionamiento de los mercados de bienes, servicios y trabajo. En la mayoría de los casos, su eficacia aumentará si se concibe su diseño a escala europea, aunque no siempre se vean así las cosas desde la perspectiva de los Estados miembros de la Unión Europea, que a menudo creen que sus intereses se defienden mejor mediante iniciativas individuales que sobre la base de decisiones pensadas y coordinadas con sus colegas y con las instituciones europeas.
¿Qué va a suceder ahora en relación con algunas políticas estructurales claves a la hora de superar la crisis de manera sostenible? La crisis del gas ha puesto en evidencia una vez más la necesidad de avanzar hacia una política energética común. Las carencias de la red integrada de infraestructuras europeas de gas y electricidad piden a gritos una solución que, de un modo u otro, deberá ser financiada y desarrollada de manera coordinada a escala de la UE. A su vez, el atraso acumulado por la mayoría de los países europeos en materia de I+D puede convertirse en endémico -con las consecuencias previsibles en términos de pérdidas adicionales de competitividad- si no se aprovechan las economías de escala propias de los proyectos de dimensión comunitaria.
El voluminoso paquete de estímulo fiscal que se viene anunciando por parte de la nueva Administración americana va a traducirse, casi con seguridad, en la multiplicación de los recursos disponibles en apoyo de políticas similares al otro lado del Atlántico. Pero si Europa reacciona en orden disperso, habrá perdido otra vez la oportunidad de alcanzar un puesto entre los primeros en términos de competitividad y dinamismo económico, como ocurrió a partir de la segunda mitad de los años noventa. Además, la UE necesita profundizar en la construcción de un espacio económico integrado, en el que las libertades que conforman el mercado interior -libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales- faciliten el trasvase de recursos humanos, financieros y tecnológicos desde sectores protegidos de la competencia hacia sectores competitivos, desde la vivienda hacia la industria y los servicios, desde actividades con bajo valor añadido hacia sectores de punta.
Pero la Unión Europea es ante todo un proyecto político en torno a un conjunto de valores, entre los cuales se incluye un modelo social avanzado. No puede tener como única divisa socioeconómica la mayor o menor intensidad regulatoria en determinados sectores o el funcionamiento eficaz de los mercados. Si se limita a eso, la idea europea será cada vez menos atractiva para unos votantes agobiados en estos momentos por sus expectativas de empleo o la sostenibilidad del modelo social. El mensaje europeo necesita compatibilizar flexibilidad y seguridad no sólo en el mercado de trabajo. La modernización de los sectores no financieros de la economía no puede ignorar las preocupaciones de quienes deben sufrir directamente los cambios y las demandas de quienes reclaman más recursos para hacerles frente con éxito. La economía europea debe ser abierta y competitiva, pero la liberalización y la flexibilización tienen que ir acompañadas de políticas que equipen a los ciudadanos para afrontar un entorno competitivo. Y esa combinación no existe hoy por hoy en el conjunto de políticas en manos de las instituciones europeas.
Los ciudadanos intuyen con más claridad que muchos de sus dirigentes que Europa tiene que jugar un papel mucho más activo en este terreno. No es cuestión de nuevos cambios en el Tratado. Ahora que estamos casi al final del proceso de ratificación del Tratado de Lisboa, hay que evitar caer de nuevo en oscuros debates institucionales. El activismo de Sarkozy -con sus luces y sus sombras de hiperprotagonismo e intergubernamentalidad- ha vuelto a despertar la atención hacia lo que Europa puede hacer actuando unida. Creo que hay razones más que suficientes para que la discusión sobre la proyección de la actual estrategia de Lisboa para el crecimiento y el empleo más allá del año 2010 se aborde desde esta perspectiva, ambiciosa pero necesaria. Porque lo que está en juego es nada más y nada menos que el futuro de cada uno de nuestros países, de nuestras economías, de nuestro modelo social, quizás de la democracia tal como la conocemos.
Joaquín Almunia es comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.